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Gabriela Pinto

Quito – 1990

Diseñadora gráfica, ilustradora y escritora. Su narrativa indaga el inconsciente y misterio del mundo oscuro que se esconde tras la realidad de los sueños.

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Pretende entrelazar la ficción en diversos escenarios del Ecuador que encierran historias sombrías en su pasado. Abriendo camino a la posibilidad de su existencia.

Los amantes de la torre en la catedral

Un rayo de luz entró por la ventana. Al reloj todavía le quedaban veinticinco minutos para sonar. Pasaron apenas cinco y mi mirada se desvió inevitablemente hacia el clavo del que hace algunos años colgó un esqueleto que fue mi compañero y confidente de habitación, y una vez más, sentí un frío punzante. Fue por el sueño que tuve hace unas horas. La única imagen clara que tengo es la de una mujer delgada y de piel lechosa. Traía puesto un elegante vestido negro con un corsé color vino y detalles bordados de rosas negras. Tenía el cabello largo y oscuro que bailaba con la brisa enredándose en sus labios encarnados, los pies descalzos y sucios lentamente se movían con el vaivén del viento. En su rostro, cargaba un aire de espanto, los ojos grises y grandes enteramente abiertos y cristalinos, tanto que podía ver mi reflejo en ellos. Sus rasgos finos se distinguían claramente bajo el terso brillo de la luna.

Del clavo colgaba una pequeña cuerda vieja que terminaba en el cuello de aquella hermosa mujer y le apretaba con fuerza dejando una marca que contrastaba con su tez. El dolor salía de sus ojos como miles de espinas que laceraban mi piel. Aunque quería gritar, mis cuerdas vocales no me lo permitían. De pronto, se escuchó un chirrido desgarrador que salió de sus labios, esbozando un gesto de crueldad, frunciendo su ceño como si el demonio se apoderara de sus delicadas facciones y las transformara por completo.

Salí de aquel delirio con el corazón atascado en la garganta. En medio de la penumbra de mi cuarto, solo pude ver un solitario y pequeño metal incrustado sobre mi cabeza. Entonces el reloj marcaba las 3:00 am. Mis ojos volvieron a cerrarse y solo desperté cuando el sol cruzó por mi ventana.

El despertador dejó de sonar hace un minuto. Es curioso como una pesadilla causa una sensación de miedo e impotencia en su punto máximo. Pero ahora que he vuelto a recordar, la encuentro muy lejana, casi como si nunca hubiera existido.

Es una mañana fría, de esas en las que el sol trata de calentar por entre las nubes y en unas pocas horas las desaparece, dejando ver un inmenso cielo azul. Tomo un baño de agua fría, como me obligaba mi madre cada vez que tenía una pesadilla cuando niño. –Esto te ayudará a olvidar esos malos sueños –decía fingiendo seriedad–. Como si no me hubiera dado cuenta que la ducha eléctrica se descompuso de nuevo. Lo extraño era que siempre que tenía un mal sueño, un duchazo frío me esperaba. Ahora, lo hago para tener un recuerdo de mi madre. ‹‹Debo llegar temprano al trabajo››, pienso mientras preparo el desayuno.

Estoy empapado por la llovizna que hace un instante acaba de parar, y el jefe no está. Parece un día más, como los anteriores.

Una jornada normal. Algo de gente, la mayoría extranjeros extraños y, no podía faltar, la muchacha de ojos vidriosos que siempre mira la catedral por fuera, sin decidirse a entrar. Cada día, parece hundirse en la belleza de sus figuras de extremo a extremo, pero esta vez, tiene fija su mirada en la torre más alta. La mira con una sonrisa un tanto extraña, sin expresar un mínimo de alegría y con sus cristalizados ojos, que por un instante me devolvieron a la memoria aquella pesadilla. Su visita este día llamó mi atención, casi siempre son los martes y viernes, pero nunca un jueves.

Está por entrar la noche. Las horas pasan lentamente, como de costumbre… todo vacío. De pronto, se escuchan unos pasos que se dirigen hacia mí. Es la muchacha de ojos vidriosos. Tiene en su semblante un aire lívido y algo de malicia en la mirada. Con voz firme y templada dijo: — Buenas noches amigo. ¿Podrías guiarme hasta la torre más alta? —Con

gusto, pero hay un viento muy fuerte esta noche—. Respondí. —No te preocupes, de eso me encargo yo—, dijo mirándome con una leve sonrisa.

Nervioso y sin saber qué decir, la llevé hasta la entrada de las gradas para emprender el camino al último piso de la torre. En el profundo silencio, solo se escuchaban nuestros pasos al subir los escalones. Intenté romper el hielo y le pregunté su nombre, pero solo siguió su camino ignorando mi presencia.

Llegamos a una sala donde venden recuerdos a todo aquel que pasa por el lugar. Atravesándola, a la izquierda, hay un amplio balcón desde donde se puede apreciar una vista fascinante de la cuidad. Sin embargo, ella solo miraba el puente de madera a la derecha del pasillo en el que estábamos. Al ver que la puerta hacia el puente estaba cerrada, me miró desilusionada. Esto me causó un poco de gracia, ya que yo sabía que la puerta estaría bajo llave. Era el momento que estaba esperando para hacer un comentario divertido y entablar una conversación, terminando al fin el silencio. No obstante, al ver que sacaba las llaves de mi abrigo, su rostro se tornó rígido, sin expresar emoción alguna, y continuó mirando el puente.

Al abrir la puerta, recordé el rostro de la mujer en mi sueño y, mientras caminaba por las empolvadas maderas, comparé el extremo parecido entre las dos mujeres. Estaba ya muy lejos de mí. Subió sin cuidado por una escalera de metal que conducía al exterior de la torre. La seguí rápidamente pensando que podría pasarle algo, pero me esperaba parada y ansiosa, con un gesto de alegría en su rostro.

Subí cada escalón queriendo huir del lugar. Me daba un poco de temor cada vez que la miraba. Al llegar a la parte alta, extendí mi mano para ayudarla y pude distinguir claramente, cómo sus labios se volvían intensamente rojos. Parecía que todo lo demás se tornaba blanco y negro. Con delicadeza remojó sus labios, fingiendo que no la veía. El viento soplaba fuerte, y yo estaba más asustado por ella. ‹‹La mujer de mi sueño, mi querida dama›› ¿Qué es lo que quiere hacer en la punta de la torre? ¿Qué está sintiendo tu alma? Si tan solo me dijeras una palabra, podría hacer algo para ayudarte.

El miedo recorre mi sangre y la hace temblar. Ella sube las escaleras como si conociera el camino, no se detiene. En el último piso solo pregunté si podía ayudarla y le dije que contara conmigo para lo que deseara. Soltó una risa muy leve y dijo: —Eres muy amable. ¿Podrías esperarme aquí un momento?

Me quedé paralizado al oírla. Ya nada nos rodeaba. En segundos, vino a mi mente la mujer colgando de un clavo con la soga en su cuello.

Se veía un poco confundida, buscaba algo por todo el lugar. Se acercó demasiado a los ventanales de piedra que daban al vacío; sin dudarlo, me lancé sobre ella para evitar que se arrojara. Un ventarrón nos lanzó hacia el centro de la torre. Cayó en mis brazos cerrando sus ojos, tan fuerte como para que nada los lastimara.

Cuando pasó aquel furioso viento, la torre aún se mecía. Se quitó el abrigo, y pude ver el corsé vino lleno de flores negras y sus hombros de terciopelo blanco, desnudos ante la brisa. Las nubes se abrieron y desaparecieron con rapidez, dejando ver una hermosa luna llena que brillaba como un faro para los dos. Sus ojos se cristalizaron y parándose frente a mí dijo: —No te preocupes más. No he venido con la intención de saltar a un abismo, pero ya encontré la razón de mi sueño.

—¿Sueño? —, exclamé aturdido.

Posó su índice en mi boca, se aproximó despacio y tomó suavemente mi rostro con sus manos frías y pálidas, y me besó. Sus labios estaban ardiendo, eran tan suaves que parecían romperse al contacto con los míos. Tenían un sabor peculiar, ligeramente amargo y metálico. Fue un beso largo que derramaba un líquido a cada segundo. Me agradaba cada vez más, estaba entrando en un trance total. Mis brazos comenzaron a envolverla apretándola con fuerza. Empecé a escuchar que su respiración se dificultaba, entonces la solté. Al mirarla, su rostro estaba cubierto de sangre. ‹‹¡La besé tan fuerte que tricé sus delicados labios!››, pensé.

Saqué deprisa un pañuelo blanco que llevaba en el abrigo y comencé a limpiarla. No paraba de mirarme. Quise hablar para disculparme, pero apenas moví los labios, sentí un dolor intenso. Comprendí entonces que

la sangre que la bañaba era mía. De pronto, puso su boca en la comisura de la mía, por donde una gota se deslizaba lentamente, sacó su lengua y con algo de lujuria empezó a lamer poco a poco.

Contuve mis ganas de besarla de nuevo y vi como la luna se pintaba rojiza. Unas nubes grises trataban de tapar su belleza, la lluvia caía con vergüenza sobre la torre y el viento la empujaba por los ventanales, mojándonos por completo. El asco que me producía la sangre en su piel, se transformó en deseo puro y el líquido rojo se desvaneció al mezclarse con las gotas de lluvia.

Coloqué su rostro en mi pecho y la abracé. Sentí que no querría separarla de mí jamás y debía protegerla. Entonces recordé que sólo traía puesto un vestido, busqué alrededor, su abrigo yacía en el piso completamente mojado.

En silencio, le puse el mío sobre sus hombros que ahora habían cambiado su color, estaban tenuemente morados por el frío. La miré directamente a los ojos, aún cristalizados, y pude ver mi reflejo, como en aquella pesadilla. Ya no tenía que temer más, estaba ahora conmigo y nada le pasaría.

Tomé su abrigo y bajamos de la torre, ella iba delante, y entramos al puente viejo, donde la lluvia no podía tocarnos. Lo cruzamos tomados de la mano y en un impulso mío, la puse frente a mí y le di un beso en la mitad de su frente. Tomó un respiro profundo, y me llevó nuevamente al camino. Bajamos las gradas hasta llegar al Café-bar, me adelanté de un salto y la llevé dentro. Pedí que nos sirvieran dos copas de vino tinto. Las palabras se han fugado de mi pensamiento, solo mirarla me complace, junto a esta copa que me recuerda el beso en la torre. Le hablé un poco de mí y de cuanto quería conocerla, y sin querer, no la dejé contarme su historia.

Se detuvo para sacar un papel de mi abrigo y rebuscó en mis bolsillos algo con que escribir, pero no halló nada. Saqué de mi camisa una pluma, y antes de que pudiera pronunciar palabra, le extendí mi mano para que la tomara y empezó a escribir en el pequeño lienzo. Al terminar dobló el papel y lo guardó en el bolsillo interno, tomó su copa y bebió el vino sin prisa, disfrutando del placer que sentía su paladar.

Dijo algo que por un instante detuvo mi corazón, con un filo hiriente de principio a fin, pero que yo sabía estaba ya en sus pensamientos. —Es muy tarde, tengo que partir ¿Me acompañarías hasta la puerta de entrada? —Lo mencionó suavemente para que nadie la escuchara—.Claro, respondí.

Mientras cancelaba la cuenta en la barra, pude ver como una mesera se le acercaba disimuladamente por la espalda y le susurraba algo al oído. La expresión de mi compañera se tornó vil y fría; y en un salto, la mesera había salido de la habitación. Fui de inmediato a su lado y le pregunté si ocurría algo, pero simplemente me tomó del brazo y salimos para continuar nuestro camino.

Me detuve frente al enorme portón de madera que daba a la salida, sin querer seguir. A unos cuantos pasos, ella se detuvo, me miró, e hizo un gesto con la cabeza para que la siguiera. La lluvia había cesado, y frente a la iglesia pasó un antiguo auto negro, de colección, muy bien cuidado. Antes de que suba al auto, cambiamos de abrigos. Quise decir adiós, porque sabía que nunca la volvería a ver, pero puso su dedo en mi boca, como ya había hecho antes, y se marchó.

Mientras miraba como se perdía en la distancia, el pequeño papel cayó del abrigo, lo que me devolvió una leve esperanza de volverla a ver. Al recogerlo, leí:

“Mi primer sacrificio de sangre”

Cerré mis ojos y traté de respirar, pero algo me apretaba con fuerza la garganta. Sentí de nuevo ese amargo sabor metálico inundando mi boca. El chirrido desgarrador abrió mis ojos de golpe. El terror se apoderó de mí cuando descubrí que estaba atado del cuello en la torre de la catedral. Ella se encontraba frente a mí, flotando.

Nunca fue ella. Quien colgaba de la cuerda siempre fui yo.

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