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Aldo Pesantes

Milagro - 1993

Encontramos en sus escritos la profundidad de una mente que se fragmenta a las situaciones más inesperadas, con una sensibilidad que grita y toca el alma de las palabras y se queda tras sus ojos acechantes e imperturbables, ante la cruel realidad que le rodea. Nos engancha presentando un lenguaje claro, sincero y directo que nos mantiene dentro de los personajes aun teniéndolos lejos, observando la tristeza o alegría que embargan.

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La Visita

Era verano. El viento levantaba el polvo reseco y curtido de las calles del pequeño pueblo. Todos los habitantes se encontraban en sus casas. La mayoría dormía, mitigando la agitación que provocaba el calor. Otros se sentaban en bancos de madera en los pórticos. Los hombres se sacaban la camiseta, la agarraban por la manga y la hacían girar como un molino de viento. Las mujeres agitaban sus abanicos perezosamente tratando de refrescar la humedad que les ahogaba al respirar. Los ancianos fumaban y leían el periódico; habían vivido tantos años y pasado tantos días calurosos, que no sabían si ese día era peor al de los veranos anteriores. Días en los que hacía “una calor del diablo”.

En un sitio por donde ningún lugareño transitaba, estaba la casa más grande y antigua del pueblo. Pertenecía a la mujer más anciana. Nadie conocía su nombre, salvo que era viuda hace ya cuarenta años y que tenía doce hijos que nunca la visitaban.

En los días de calor, la mujer salía al patio trasero de su casa y se sentaba en una silla de hierro azul bajo una mata de almendros en forma de paraguas para protegerse del sol. A sus pies, se echaba un perro, casi tan viejo como ella, enorme, de color negro azabache que la seguía a todos lados.

Habría querido entrar a su cuarto, para ponerse a dormir igual que el resto del pueblo, pero éste parecía un horno. El techo de zinc que sus hijos habían mandado a poner causaba un ambiente sofocante. Con dificultad y un gran dolor en los pies, provocado por sus cien kilogramos de peso, se levantó de la silla y se dirigió hacia el tanque de agua. Se tambaleaba de un lado a otro como un pingüino. Logró llegar sudorosa y cansada. Se agarró a una maceta que se encontraba junto al tanque, metió el brazo hasta el fondo para alcanzar la jarra. No lo logró y se puso en puntillas hasta que su mejilla rozó con el agua, con la punta de los dedos la alcanzó y la sacó de un tirón.

Recordó a sus hijos cuando eran niños. Jugaban a lanzarse baldazos de agua en los días calurosos como éste. Los más grandes cogían a los pequeños por los pies y los arrojaban al tanque. Ellos la llamaban a gritos, pidiendo ayuda porque se ahogaban y rogaban que castigara a sus hermanos. Una gota de sudor resbaló por su ceja y se metió en el ojo izquierdo haciéndolo lagrimear e interrumpiendo su recuerdo.

Metió nuevamente la jarra al tanque y la llenó, la agarró con las dos manos, la alzó por encima de su cabeza y derramó su contenido. El agua recorría su cuerpo proporcionándole frescura, reconfortándola. La sentía en todas partes, al igual que a sus hijos en el día de las madres, cuando la rodeaban por todos lados, le jalaban la falda, pellizcaban su estómago, llamaban su atención corriendo alrededor de sus pies, pidiendo que se les escuche primero. Estiraban sus bracitos enseñándole las tarjetas, las rosas y los chocolates que le habían conseguido. Trataba de coger todos los regalos al mismo tiempo, recibía muchos besos y abrazos... hacía tantos años de eso.

Volvió a llenar la jarra y mojó sus pies, también la cabeza del perro y el resto de agua la vació en la maceta. Caminó nuevamente hasta la silla, sentándose con dificultad, agarrándose bien de sus brazos de hierro, el perro la siguió y, como siempre, se echó a dormir a sus pies.

Hacía tres años sus hijos le habían prometido ir a pasar con ella un verano. Siempre los esperaba ilusionada, pero la vida pasaba y todo seguía igual. La labor de madre le había enseñado a prepararse para eso durante toda su vida; aun así, guardaba el dolor del abandono. Sola en la enorme

casa, sentía terror porque le tomaba tiempo reconocer en donde estaba. El miedo y la tristeza se le infiltraban por la respiración, como el viento del desierto deshidratando su alma. Caminaba por el cuarto buscando una compañía que no existía, tan solo palpaba el vacío eterno en las paredes de su habitación.

La mañana se había puesto más calurosa. Estaba dormitando cuando sintió en la nuca un aguijonazo. Se rascó con el índice. Al examinar la uña, una hormiga roja se movía moribunda. Giró la cabeza y una larga hilera de estos insectos trepaba por el tronco del almendro. Siguió su rastro hasta que se perdieron en lo alto de las ramas.

―Parece que este año te han escogido a ti ―le susurró al árbol mientras se ponía en pie para alejar la silla―. Estos bichos se lo comen todo.

Al levantarse, sus rodillas tronaron como una matraca y el dolor del esfuerzo la detuvo por un instante. Levantó la silla, dio unos pasos y la sandalia se le salió al tropezar. Quiso volver a ponérsela, pero al asentar el pie en tierra, una pequeña piedra se le clavó en el talón, lo alzó por instinto, perdió el equilibrio y aflojó la silla que fue a dar contra el perro. Dio media vuelta apoyada en un solo pie, cayó de bruces estrellando su frente en el espaldar de la silla. Sintió cómo la sangre le empezaba a bañar toda la cara y las gotas manchaban la tierra dándole un color negruzco que en pocos minutos sería evaporado por el sol. Con una mano se topó la herida, la sangre no dejaba de manar. Borrosamente vio que el perro se acercaba y le olfateaba la mejilla, rozándola con su nariz húmeda. No pudo ver ni sentir nada más y se desmayó.

Cuando abrió los ojos estaba sentada en un tronco a las orillas de un lago. En el centro había una pequeña isla en la que divisó a muchos niños jugando. Se puso de pie para verlos mejor y uno de los pequeños le hizo gestos para que se les uniera. Sin dudarlo un segundo, se arrojó al agua y empezó a nadar. De pronto, notó que no avanzaba ni un centímetro. Quiso tocar fondo, pero no sentía nada. Volvió la cabeza y la orilla había desaparecido y la pequeña isla se alejaba cada vez más. Ya sin fuerzas y vencida por el cansancio, los ojos se le cerraron lentamente. Mientras se hundía, escuchó los gritos de los niños:

― ¡Nada, mamá, nada! ¡Te estamos esperando para jugar contigo! ¡No te rindas! ¡Te falta poco! ¡Sigue nadando!

Ya no pudo escuchar más, porque el agua tapó sus oídos, vio todo oscuro, sintió mucho frío, su cuerpo no respondía a sus esfuerzos y se posó suavemente en las algas del fondo.

La tierra se resquebrajaba vencida por el castigo que le propinaban los golpes del sol. Tres días pasaron cuando todos sus hijos llegaron en grupo; iba a ser una visita sorpresa. Avanzaron por el zaguán hasta el patio de atrás, un olor nauseabundo y el mal augurio inundaron el ambiente. Al llegar, encontraron el cuerpo de la anciana en estado de putrefacción. Sobre uno de los pies, estaba la cabeza del perro, las larvas de moscas los devoraban y las hormigas rojas recorrían los cadáveres formando pequeñas hileras en cada abertura de la carne descompuesta.

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