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Darío Males Alba

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Alejandro Proaño

Alejandro Proaño

Quito - 1989

Rompe su silencio literario con este primer intento. Ejerce el periodismo desde la radio; la fotografía desde la curiosidad y la lectura desde el azar.

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Escribe para esquivar el tiempo y evitar que la vida pase por encima de él sin dejar una huella de su existencia.

El Cuadro de Manuel

Las disputas de un convulsionado año en Ecuador pusieron las maletas de Manuel rumbo a México. Como todas las tardes en su despacho, después de revisar la correspondencia y haber firmado uno que otro documento oficial, la mágica Dorothy lo espera en una esquina. La emoción, que siempre lo acompaña parece haberlo abandonado, siente que algo le falta a su obra.

—¿Cómo concluyo? ¿Qué fin le voy a dar? —dice mientras se acerca a Dorothy, y lee.

“Xérez señaló que, al entrar los conquistadores, el día, que estaba soleado, cambió. La lluvia y el granizo se hicieron presentes, cubriendo el sol, que hasta ese entonces lucía majestuoso en el cielo. El viento, también hizo de su parte, y golpeó fuerte el rostro de todos”.

—¿Y luego? —se pregunta. Se acerca a sus libros y libretas de apuntes y comienza a leerlos. A pesar de su experiencia escribiendo, no logra ver cómo terminará su libro. Pasa el resto de la tarde encerrado en su despacho.

Al día siguiente, una vez repuesto de la mala noche se pone el traje de rayas y sale; su misión: entregar un manuscrito en las afueras de la ciudad. Al caminar, recuerda su paso por Francia «Éramos un grupo muy ambicioso en Montpassie, fui muy afortunado de encontrarme con esos santos de

mi devoción. En La Dome nos decían `Los entorno a Gabriela´» –piensa entre sonrisas.

La tarde lucía soleada, a lo lejos escucha el agudo rechinar de las ruedas de algún tranvía. Al doblar la esquina, se encuentra con un gran elefante blanco, de paredes de mármol, altas columnas y una cúpula dorada.

El edificio en realidad se destaca, es un Taj Mahal mexicano. Su arquitectura ecléctica combina estilos bizantinos, art nouveau y art deco. La puerta se abre acompañada de una voz.

—Ministro, buenas tardes.

—¿Cómo está, Don Pellicer? —saluda Manuel.

—Espero no haber llegado tarde.

—No, cómo cree. Acompáñeme, están por acá.

Caminan por vestíbulos, pasillos, patios y gradas. En cada lugar hay obreros que pintan paredes y visten de madera y mármol el piso.

—¿Sigue muy afectado por perder las elecciones? —pregunta Manuel, Pellicer apresura el paso.

—Júzguelo usted mismo.

Al llegar, encuentran la puerta abierta. En la ventana central de la oficina se ve a dos hombres y una mujer de espaldas con la vista al exterior. El uno, de pequeña estatura, con traje elegante, bigote y un sombrero de copa baja en su cabeza; el otro, alto y corpulento, con inmensos ojos y un overol con manchas de pintura; la dama, por su parte, lleva un vestido negro de brazos descubiertos y coloridas flores bordadas que combinan con las flores de su trenza. Hablan con los labios y el cuerpo. Los hombres llevan habanos en sus manos.

—¿Interrumpimos? —dice Manuel. El hombre de sombrero de copa fija su mirada en los visitantes. Un silencio incomodo emerge.

—Dios mío, ¡cómo pude olvidarme! Manuel, amigo mío, pasa por favor. —Don José, maestro de las juventudes, que dicha volverlo a ver.

—¡La dicha es mía! Mira, te presento a unos amigos.

Pellicer se retira. Los cuatro recorren la sala hasta llegar a unos sillones de cuero marrón dispuestos en un rincón.

—Tomen asiento por favor. Manuel, él es Diego. —Manuel aprieta sus ojos y los abre acompañados de una amplia sonrisa. Le estrecha la mano.

—Claro que se quién es. Debo confesar que soy un admirador de su trabajo. Ahora mismo acabo de ver su obra ¿Es la misma del Centro Rockefeller?

—No, hay algunos cambios —señala Diego. José retoma la reunión.

—Ella es la señorita Kahlo, acompaña a Diego.

—Mucho gusto, en realidad soy su esposa Frida, solo que el panzón —dice la inquietante mujer, dando golpes al estómago de Diego— aún no lo acepta.

—Encantado —responde Manuel.

—Me gusta mucho su traje, es de…

—De Oaxaca, así nos gusta vestirnos allá. –concluye Frida.

—Te cuento Manuel, antes de que llegues, le decía a Diego que quiero otra de sus obras en este edificio. Como puedes ver, aún faltan cosas, pero esperamos que en menos de un año ya esté terminado. La idea es hacer aquí una casa para el arte y la cultura de México. Ya lo verás. ¡Será todo un palacio!

Manuel se mueve con interés al filo del sillón.

—En la parte superior del edificio ya tenemos dos obras, queda un espacio y ese quisiera que lo ocupe Diego, para que presente al México hispano, pero él insiste en hacer uno indígena, ¿Qué piensas tú?

—Don José, no quisiera ofenderle, pero es lógica la propuesta de Diego. Un mural para admirar la aristocracia hispana está demás, cuando se sabe que las bases de este país y de toda América están en la sangre indígena,

de ellos se nutre este presente. —Alzando la voz y con un golpe de su zapato en el piso Don José insiste.

—Pero Manuel, tú más que nadie sabes que los indígenas tuvieron su época de gloria. Este país no es azteca, ahora es mexicano, y su presente hispano y mestizo está por encima de su pasado indígena.

—Es lo más lógico que podemos hacer, José. No podemos cambiar el país haciendo lo mismo. ¡Así no es la revolución! —sentencia Diego. Con las cejas fruncidas y los puños cerrados.

—Pero debemos, necesitamos, mejor dicho, reconocernos en algo y no podemos hacerlo en los caídos. Por eso debemos vernos en Cortés, en Sebastián Granado, Juan de Palo y muchos más; porque, y en esto hay que ser sinceros, lo mejor de España llegó a América a fecundar la nueva raza.

Manuel, estrechando sus manos, interrumpe.

—Maestro, a pesar de que América no estaba a la altura de las proezas griegas o latinas, tenía su gloria.

—Tú lo has dicho, no estaban a la altura de Europa, por eso perecieron.

—Lo que se debe hacer es dejar la huella real de lo que quedó. Sin engrandecer o empequeñecer la realidad —concluye Manuel.

—Manuel, ¿tú eres historiador? Quiero decir ¿Cuando tú escribes, lo haces en estricto apego a los hechos, o los interpretas y escribes tus conclusiones?

—No maestro, mi verdad es mi emoción.

—¡Sí! eso es. Yo no hago historia, yo hago un mito. Y este mito tiene una parte del rastro azteca y tres partes de la raza que nació de Cortés y Malincha ¿Me entienden? El pasado ya está hecho, el presente y el futuro lo hacemos nosotros: la raza mestiza.

El turno, es de Manuel; éste se levanta del sillón apoyando sus manos en cada una de sus rodillas, se remoja los labios y dice.

—México, y para el caso toda Iberoamérica, ya no es indígena, pese a ser su pasado, y tampoco chapetón. Es un cúmulo de razas que se abrazan en la indohispania. Es un pueblo clamoroso que pide libertad, justicia y pan y, si en esa empresa ayuda el arte, seguro que nuestro amigo Diego sabrá hacer un excelente trabajo en este edificio.

—Eso es verdad —interrumpe Frida— mírense, ustedes hombres de traje y corbata, fumando puros caros en un país destruido, discutiendo cómo pintar la miseria del pueblo, cuando lo que se necesita es lo que menciona Manuel: libertad, justicia y pan.

Las palabras de Don José se quedan atrapadas en su lengua y garganta. Se abre la puerta del despacho de improviso y deja ver a un hombre de ojos ocultos, contorneados por unas cejas cargadas. En sus manos lleva un dibujo.

—Perdone la interrupción Don José, pero su secretario, el señor Pellicer, lo manda a llamar.

Todos se levantan y van a la puerta. Manuel se acerca a Don José y le toma del brazo.

—Don José, aquí tiene algunos apuntes del manuscrito. Ojalá le sean de su ayuda.

Mirando fijamente los papeles Don José responde. —Lo había olvidado. Gracias. Manuel, espero te quedes al discurso. —Manuel confirma con la cabeza. Todos salen, excepto Manuel que, concentrado en el cuadro, se sume en el silencio. En el lastimero dibujo se ve el busto de un hombre de perfil, con los ojos cerrados y con la boca entreabierta, como lanzando un desmayado aliento al cielo en reclamo al universo por dejar caer a su dios: el sol. El hombre sufre al ver cómo una carabela, que surca el mar, eclipsa el sol. Una imagen apocalíptica.

—¿Moctezuma? —Pregunta Manuel

—No. Atahuallpa. —Responde el tipo de las cejas cargadas.

En una tarjeta, al pie del cuadro se lee:

Título: Atahuallpa Técnica: Carboncillo al Cartón. Autor: Rómulo Rozo, 1933.

—¿Usted es...? —dice Manuel apuntando con el índice al sujeto de cejas cargadas.

—Sí, yo soy Rómulo Rozo. ¿Y usted?

—Manuel Benjamín Carrión Mora. ¿Lo está vendiendo? —La imagen es lo que Manuel está buscando, la cereza de su pastel de más de 200 páginas. ‹‹¡Atahuallpa!, se llamará así.›› cruza por su mente.

—No, es una imagen que quería presentarle a Don José para un proyecto en Chetumal.

—Mmmm ya veo… —La discusión fue un tira y afloja, hasta que finalmente Rozo cede a las peticiones. Manuel compra el cuadro y, en lugar de quedarse, sale presuroso del edificio rumbo a la embajada.

Ya en su despacho, con el cuadro al frente y con variada información de cronistas, se escucha toda la tarde y noche un rápido tac tac tac; es Dorothy que canta a través de los dedos de Manuel. Él sabe que Atahuallpa es tan sólo un fragmento en su obra, pero al mismo tiempo, la base mítica que necesita.

La novela se acerca al final, Atahuallpa cae prisionero de los españoles y su protector, Hernando Pizarro, lo abandona.

“Cuando te vayas, capitán, estoy seguro de que me van a matar tus compañeros. Ese ‘tuerto’ (Refiriéndose a Diego de Almagro) y ese ‘gordo’ convencerán a tu hermano que me mate”.

El inevitable final está cerca. Contar sin alejarse de la realidad y rasgando la divinidad, le resulta un reto. ¿Cómo matar a Atahuallpa, hijo del sol, un dios? Esa era la frontera que Manuel aún no cruzaba.

El silencio se asienta en el despacho. Más de una hora de absoluta nada. A lo lejos en la noche, se oye el ladrido de un perro, el motor de un auto que se aleja y nada más. Observa el cuadro y su mente atrapa una frase escondida en la memoria.

—¡Anocheció en la mitad del día!

Esta semilla fértil se siembra entre sus cejas, y como si fuera una enredadera crece en sus brazos hasta dar frutos con punto y coma en el papel.

“El Inca, acosado por las torturas niega a su padre, y éste se pierde entre nubes espesas y negras, ofreciendo un escenario nocturno. Valverde riega las aguas del bautismo sobre la cabeza del Inca que yace atrapada. Al tiempo que se dice ´Yo te bautizo con el nombre de Juan Francisco´ se escucha cómo las vértebras del cuello de Atahuallpa se rompen por la presión que vierte Pedro Pizarro al dar la vuelta a la rosca del garrote que le quita el aliento al último hijo del sol. Un gélido viento sopla en el valle y las nubes, ahora, cubren todo el cielo”.

“Una mujer Zarza dijo al saber la noticia: Chaupi punchapi tutayaca. Anocheció en la mitad del día. La mala nueva se regó en todo el imperio, desde el Chincha hasta el Collasuyo. Todos supieron que era el final”.

Unos párrafos más abajo y, pensando en su discusión con Don José, busca poner punto final a su obra.

“Hoy es la hora de la construcción en Indohispania. Todas las voces –que se expresan indeclinablemente en español– afirman su anhelo de vivir en justicia y en igualdad social. Desde el México eterno de Zapata, pasando por el Perú de Mariátegui, hasta el sur fecundo de afirmación y anhelos, Atahuallpa no dice en estas páginas su odio hacia Pizarro. Cuatro siglos ya Atahuallpa y Pizarro esperan –y harán llegar– la hora de la tierra y la justicia”.

A su regreso, Manuel encuentra un Ecuador tan o más convulsionado que cuando salió. El país está desmembrado por la guerra, la represión de los carabineros y el temor de un fraude electoral se respiran en el aire.

Pero el Manuel de 1944 no es más el de 1933, ahora está imbuido por las buenas nuevas del mundo.

En Quito, a dos meses después de una revuelta popular llamada “La Gloriosa” y a once años y un mes de la conversación mantenida en el palacio de Bellas Artes de México, Manuel levantará un palacio para el arte y la cultura de su país.

En su biblioteca quedarán los testigos de su peregrinar: el “Atahuallpa” de Rómulo Rozo, que yacerá junto al Premio Nacional Eugenio Espejo; también estará Dorothy, ya vieja y abandonada.

A más del cuadro de Rozo, Manuel traerá algo de México: el Premio Benito Juárez, que se dice lo disputará con Jorge Luis Borges, Asturias, Rómulo Gallegos y Arguedas. México también guardará algo de Ecuador, en la plaza de Santa Veracruz a una escultura de Manuel en bronce jugando plácidamente ajedrez, le acompañará la frase “Seamos una gran potencia de cultura porque para eso nos autoriza y alienta nuestra historia”.

Al morir Manuel, en tierras ecuatorianas, en 1979, Jorge Enrique Adoum, insigne poeta ecuatoriano, apodado el turco, le escribirá…

“Él hizo más grande nuestra patria. La llevaba orgulloso como una flor en el ojal a donde iba, y de donde iba volvía dejando amigos que la querían por contagio”.

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