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Xavier Díaz Quintana

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William Alvarez

William Alvarez

Quito - 1979.

Licenciado en Comunicación Social por la Universidad Central del Ecuador y Magíster en Estudios de la Cultura y Literatura Hispanoamericana por la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador. Actualmente colabora escribiendo artículos periodísticos para la revista Ecuatur y presenta el programa radial El especialista en casa, en Radio Sensación 800 AM. Ha trabajado como analista de medios de comunicación en temáticas de niñez y adolescencia, y como apoyo logístico para proyectos de comunicación y desarrollo enfocados en la participación ciudadana. Es becario del programa ABC del Municipio del Distrito Metropilitano de Quito.

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Sintigo en la distancia

Nosotros, que nos queremos tanto, debemos separarnos no me preguntes más.

Pedro Junco Jr.

Una agradable voz de mujer anunció por los altoparlantes de la sala de espera que el vuelo tres-tres-seis de aerolíneas Iberia, proveniente de Madrid, España, acababa de aterrizar, y que los pasajeros desembarcarían por la puerta número nueve.

Alexandra dejó a un lado el libro que leía sin mucho interés y consultó su reloj: eran las ocho en punto de la noche. Calculó el tiempo que le tomaría a Felipe bajar del avión, recoger el equipaje, pasar por la aduana y salir. «Al menos unos cuarenta y cinco minutos más», pensó y tomó de nuevo el libro sin lograr concentrarse en absoluto en lo que estaba leyendo, porque sus ojos no cesaban de dirigirse a la puerta por la que él tendría que salir.

Junto a ella, en la sala de espera, decenas de personas aguardaban la llegada de familiares y amigos. Para Alexandra, habían pasado cinco años desde la última vez que vio a su marido, una época nefasta cuando los bancos quebraron y miles de personas se quedaron sin un centavo. Muchos decidieron que la mejor opción, al menos en ese momento, era irse. Felipe y Alexandra no fueron la excepción; pero a ella le resultaba imposible

viajar, tenía a su madre enferma y a su hijo Pablito en la escuela. Tras largas discusiones, llantos y peleas, finalmente, y con resignada aceptación, decidieron que sería Felipe quien viajaría. Una mañana de diciembre fue con él hasta el aeropuerto, como tantos otros, y se despidieron.

Mientras se abrazaban por última vez, él le prometió que haría hasta lo imposible para enviarle suficiente dinero que ella podría invertir y, entonces, regresaría. Alexandra, por su parte, prometió esperarlo. En fin… todo ese tipo de cosas de las que hablan las canciones de amor y desamor.

Cinco años después, sentada en una silla de la sala de espera del mismo aeropuerto, se retorcía las manos preguntándose qué pasaría una vez que Felipe llegara y lo tuviera en frente. Claro que se habían escrito. No a través del correo electrónico, sino por cartas convencionales, escritas a mano, en ese papel ultra fino, con líneas impresas para guiar la escritura.

Al principio, se enviaban al menos una carta semanal en las que él le contaba todos los problemas que debía sortear por ser un emigrante latinoamericano. Mostraba, en todo caso, entusiasmo y optimismo, porque otros, que habían llegado hacía tiempo en la misma situación, ahora tenían casa y carro. Las familias que los esperaban en sus países de origen ahorraban en dólares, lo que era una ventaja, porque así no tendría que quedarse por mucho tiempo, decía.

Alexandra también le contaba lo que iba pasando en el país. La situación parecía haberse regulado y el cambio de moneda había estabilizado la economía. Le contaba de su madre, que cada día estaba más débil, y de cómo iba su hijo en la escuela, de lo grande y vivaz que se estaba poniendo. Adjuntaba algunas letras del niño y se despedía hasta la siguiente semana con un te amo que poco a poco comenzaba a leerse mecánico y desabrido.

Conforme pasaba el tiempo, las cartas de Felipe se iban haciendo menos frecuentes. El trabajo que es matador, decía para disculparse, y ella le creía, porque no tenía ninguna razón para no hacerlo. De una carta semanal, después del primer año, Alexandra tenía suerte si recibía correo cada dos o tres meses, aun cuando ella continuaba escribiendo con la misma regularidad de siempre.

Una tarde, después de varios meses sin saber nada de su marido, recibió una carta suya en la que decía que la realidad en España no era la que le habían pintado, y apenas tenía para sobrevivir y, lo peor de todo, que no podría enviar la remesa durante algún tiempo y que debía quedarse por allá todavía más.

Habían pasado cuatro años, la madre de Alexandra había muerto, su hijo había terminado la primaria y las cosas estaban peor que nunca. Un año más, es lo único que te pido decía Felipe en una de sus cada vez más esporádicas cartas. Alexandra le contestó que lo esperaría, y en sus palabras dejaba entrever lo cansada que estaba de hacerlo y lo terriblemente sola que se sentía. Lo mismo leía entre líneas, en las casi inexistentes letras que llegaban.

De pronto, las personas en la sala de espera se levantaron y corrieron, casi hasta amontonarse frente a la enorme puerta número nueve, donde ya se veían a los primeros pasajeros abandonar la estación de arribo, y agitaban las manos en cuanto reconocían a sus familiares y amigos. Una vez afuera, los abrazos, los apretones de manos, los besos y las lágrimas se confundían con las risas, los gritos y los llantos de una emoción largamente contenida.

Alexandra buscaba aprehensiva entre los pasajeros que salían arrastrando sus maletas. Lo vio salir con un traje formal, negro, sin corbata, con una camisa turquesa abrochada hasta el cuello, y la leva completamente abierta, el cabello un poco más largo y cano, y parecía que no se había afeitado en varios días, pero por lo demás era él. Traía cuatro maletas grandes en un carro empujado por uno de los empleados del aeropuerto, y dos más, una en la mano y otra colgada al hombro. A su lado, caminaba otro hombre con el que conversaba y reía hasta que traspasaron la puerta y salieron mezclándose con las demás personas que poco a poco iban despejando la sala. Alexandra se quedó en su sitio. Felipe no la reconoció, o no la vio, sino hasta cuando se encontraba a escasos metros de ella. Dejó ambas maletas en el suelo, pero no hizo nada más que verla con una sonrisa como congelada en el rostro.

Alexandra también intentó sonreír sin mucho éxito y, por fin, se abrazaron. Nada de lágrimas. Nada de gritos de alegría. Nada más que un

abrazo largo y cálido. Felipe le presentó al amigo con el que conversaba y reía. Caminaron hasta la salida y se despidieron.

Ya en el taxi, Alexandra no encontraba la manera de comenzar a explicarse. El viaje era relativamente largo, sobre todo por el tráfico de la noche, lo que le dio tiempo y respiro para ordenar mejor sus ideas, aun cuando no había dejado de pensar en el asunto desde que salió camino al aeropuerto. Felipe también permanecía en silencio. «¿Por qué?», se preguntaba ella, mientras en la radio Joan Manuel Serrat cantaba un bolero, cosa inusual en él, pero que se ajustaba a la perfección en ese minuto de incertidumbre:

No existe un momento en el día en que pueda apartarte de mí. El mundo parece distinto cuando no estás junto a mí.

Y fue eso, más que otra cosa, lo que la hizo decidirse.

—Felipe —dijo, y el hombre se volvió hacia ella, porque durante todo ese tiempo se la había pasado mirando a través de la ventana.

—Cómo ha cambiado todo —dijo él sin preguntarle qué era lo que pasaba, pues estaba seguro de que algo no andaba bien.

—No tienes idea de cuánto —fue la respuesta de Alexandra, y solo entonces Felipe le prestó la atención debida.

—Quiero disculparme contigo —dijo él—. Sé que debí escribir más seguido. Sé que era lo que esperabas que hiciera.

—Lo único que esperaba era que volvieras —respondió Alexandra.

—Bien, pues aquí estoy —dijo él, aunque con tal falta de entusiasmo que de nuevo el silencio se interpuso entre los dos como una cortina sucia y vieja.

Alexandra, en contra de su voluntad, volvió a encaminar la conversación a ese cauce indeseado.

—Felipe, en todo este tiempo… he pensado mucho en nosotros —dijo vacilante.

—Has pensado en nosotros, ¿cómo? —preguntó, mirándola de nuevo a los ojos.

—Me refiero a que ha pasado mucho tiempo… y la distancia…

—Bueno, estaba en Madrid, no a la vuelta de la esquina. ¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó Felipe entre curioso y exasperado.

Alexandra tomó aire varias veces. Estaba muy nerviosa y no dejaba de refregarse las manos, la una a la otra. Felipe, viéndola en ese estado, creyó comprender qué era lo que sucedía.

—¿Hay alguien más? ¿Es eso lo que quieres decirme, que hay alguien más?

Alexandra ni afirmó, ni negó nada, pero tampoco era necesaria mayor explicación.

Serrat terminó de cantar la última estrofa haciendo vibrar su voz, arrancando lamentos y lágrimas a la letra de la canción que se le hundió a Alexandra hasta el fondo de su corazón:

Más allá de tus labios, del sol y las estrellas, contigo en la distancia amada mía estoy.

Permanecieron callados el resto del viaje, en medio del silencio que ahora era como una sustancia que espesaba el aire y lo hacía irrespirable. Cada uno miraba por su ventana; él, buscando reconocer la ciudad que no había visto en cinco años, y ella, deseando que el taxi no se detuviera nunca, lo que a su pesar hizo algunos minutos después al pie de un edificio.

Se apearon. El taxista recibió el dinero por la carrera, y desapareció por la misma calle. Felipe comenzó a meter las maletas al recibidor del edificio, pero Alexandra lo detuvo con un gesto de impaciencia.

—Está allá arriba —fueron las únicas palabras que logró pronunciar.

—¿Sabía que volvería precisamente hoy? —preguntó Felipe, alzando la mirada hacia su mujer, y soltó un resoplido.

—Sí, se quedó cuidando de Pablito —dijo Alexandra, tratando de evitar los ojos de su marido.

—Bien —dijo Felipe, pero todavía permaneció un rato de pie, con las manos en la cintura—. Tengo que ver a mi hijo —concluyó.

—No… espera…

—Alexandra, me conoces lo suficiente para saber que no voy a armar un escándalo. Solo quiero saludar a Pablito y después ya veremos.

—Pero… es que no…

—Además —continuó sin hacer caso del balbuceo de su mujer—, tú misma lo has dicho: ha pasado mucho tiempo. No creas que no sé cómo se siente.

Terminó de meter las maletas en el recibidor y las dejó allí, excepto la más grande, que se echó al hombro y solo entonces comenzó a subir las escaleras, seguido de su mujer que lo veía como si se tratara de un extraño, porque ella misma se sentía como una extraña.

En el rellano de su piso, Alexandra, le cortó el paso con los brazos extendidos.

—Realmente no es lo que tú crees —dijo asustada y pálida.

—Si no lo es —dijo Felipe haciéndola a un lado mientras tomaba la llave que Alexandra empuñaba en su mano y abría la puerta—, lo mejor es que lo aclaremos todo cuanto antes, ¿no te parece?

Entró, y al primero que vio fue a su hijo, sentado en el sillón de la sala mirando la televisión. Era mucho lo que había cambiado en cinco años. Más alto, aunque no podía apreciar cuánto, sentado como estaba. El cabello crecido, abundante y ondulado; ancho de hombros, como él mismo había sido a esa edad en que las hormonas no daban tregua y expandían la vida en todas direcciones. Desde la puerta lo llamó por su nombre, pero el muchacho, atento a la pantalla del televisor, apenas se dio cuenta de lo que sucedía. Alexandra se acercó dejando a Felipe en la entrada y apagó

el aparato. Solo entonces, Pablito parpadeó varias veces y estaba a punto de protestar cuando lo vio.

—Hola, hijo, ¿no vas a decirme nada?

Pablito lo miró perplejo, luego a su madre y de nuevo a Felipe. Sin saber qué hacer ni cómo, intentó levantarse y volvió a caer sobre el sillón.

—Ven acá, muchacho. Dame un abrazo —pidió Felipe, inconsciente de la impresión que provocaba en su hijo.

Por fin, y con mucho esfuerzo, Pablito se levantó y fue al encuentro de su padre, quien ya tenía abiertos los brazos y rodeó con ellos al muchacho sin que este le correspondiera, aunque tampoco esperaba mucho de su parte, al menos no de momento. Alexandra los miraba y sentía que por unos segundos el mundo dejaba de girar.

Con el ánimo de distender un poco el ambiente, Felipe abrió la maleta y le fue entregando las cosas que había llevado para él y para su madre. Entonces, con un gesto de complicidad en su sonrisa, le pidió a su hijo que se retirara a su habitación. El muchacho, presintiendo que algo sucedía, o estaba por suceder, tomó sus obsequios y se fue.

—¿Y bien? ¿Dónde...? —comenzó a decir, pero la pregunta se le quedó a medias cuando, con un leve chirrido, otra puerta, esta vez la de la habitación principal, aquella que por derecho aún pertenecía a Felipe, se abrió poco a poco y por ella apareció la menuda y temblorosa figura de una mujer que tendría más o menos la edad de Alexandra, y que lo miraba aterrada, porque no tenía ni idea de lo que escucharía a continuación.

—¡Ah, caramba! ¿Así que de esto se trataba? —dijo Felipe, ahora él sin saber cómo reaccionar ante la inusual revelación.

—Te dije que no era lo que creías —dijo Alexandra, todavía a la expectativa de lo que Felipe pudiera hacer o decir. Al menos lo peor ya había pasado.

Y en un giro inesperado, Felipe se acercó a la otra mujer, que del terror pasó a la confusión y no supo qué hacer cuando le extendió la mano—. Mucho gusto, soy Felipe.

—Mm… mucho gusto. Carmen —contestó la mujer intercambiando con Alexandra miradas inquietas mientras le daba la mano a Felipe y la retiraba de golpe, como si le hubiera quemado.

—¿Sabes? —dijo el hombre frotándose la nuca—, tal vez esto resuelva las cosas mejor de lo había planeado, porque no sabía cómo decírtelo, y me alegro que hayas sido tú la primera en soltarlo.

—¿Resolver? ¿Qué había que resolver? —preguntó Alexandra, aturdida.

De pronto recordó las cartas cada vez menos frecuentes y sí más breves, y todo cuanto le decía entrelíneas, que era lo mismo que se ella había callado, hasta ese día. Abrió muchos los ojos mientras le decía—: ¿Tú…? ¿Quién…?

—Ya lo conociste, en el aeropuerto. ¡A Esteban! —le aclaró Felipe, porque Alexandra seguía con cara de no comprender nada—. Creo que te va a agradar, es un buen tipo y fue un maravilloso apoyo mientras estaba en Madrid.

Carmen, desde su lugar detrás del sillón donde se había refugiado, los veía como si ambos estuvieran locos, olvidando que ella también era parte de esa locura compartida. Felipe continuó:

—Por Pablito no me preocupo. Es un muchacho grande, y por su reacción al verme hasta creo que entiende y acepta lo suyo —dijo señalando a las dos mujeres con un gesto de la mano—. Espero que asimismo comprenda y acepte mi situación. Y tú también. He vivido durante meses con el remordimiento, con la interrogante de lo que pasaría llegado el momento, pero al parecer ya puedo volver a respirar.

Se quedaron los tres en sus respectivos lugares, inmóviles, hasta sentir que los ánimos se relajaban y, entonces, Alexandra preguntó:

—¿Y ahora qué vas a hacer?

—Solo necesito hacer un par de llamadas —fue la respuesta de Felipe, que parecía haber ensayado demasiadas veces.

En los minutos siguientes Felipe telefoneó, primero al hombre que lo había acompañado desde Madrid y luego a la central de taxis. Antes de marcharse, tocó con los nudillos la puerta de su hijo y entró. Alexandra se puso nuevamente tensa, pero al darse cuenta de que conversaban como dos buenos amigos se relajó lo suficiente. Escuchó a Felipe despedirse de Pablito con un “nos vemos, muchachón”, y lo vio aparecer y dirigirse a la puerta de salida. Al pasar junto a Carmen le extendió de nuevo la mano, que ella apretó con timidez y se despidió con una media sonrisa.

—Vendré a ver seguido a mi hijo —dijo a su esposa ya afuera, en el rellano.

—Cuando gustes —respondió Alexandra con un suspiro ausente.

Todo era tan ridículo, en el buen sentido.

—Gracias por todo —dijo Felipe, y dio media vuelta incapaz de ver el rostro de su mujer por un segundo más, porque era como el suyo propio, con las huellas de la derrota y la dicha impresas en los ojos que ya miraban cada cual en direcciones diferentes.

Alexandra, apoyada sobre la puerta, con los brazos cruzados, esperó inmóvil mientras escuchaba los pasos de su marido que se alejaban escaleras abajo. En la calle, el taxi anunció su llegada haciendo sonar el claxon. Uno o dos minutos después el vehículo arrancó y el ruido del motor se perdió en medio de la noche.

«Vaya —se dijo Alexandra—. ¡Pero qué absurdo!»

Y con la cabeza todavía hecha un avispero por la forma en que se habían resuelto las cosas, regresó al interior del departamento junto a su familia.

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