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David Noboa Cazar

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Darío Males Alba

Darío Males Alba

Quito – 1976

Una voz que decidió levantarse del silencio intrascendente para entregar un legado al que tenga un corazón para escuchar, al que prefiera experimentar la vida más que el espejismo de lo palpable, al que esté dispuesto a ver sin los ojos de su razón habitual.

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Parálisis

Reluce opaco este pensamiento recurrente una incrustación de la niñez en mi voluntad adulta granizo helado en el alma por la cruenta soledad compañera infausta que con dedicada concentración aparece para sembrar tonadas amargas en el corazón de un incauto soñador que solo quería cambiar al mundo.

Mi vida ha sido una montaña rusa interminable, llena de sucesos repetitivos, curvas, injusticias, gritos desesperantes y malos tratos en cada sacudón; serpiente que ha vencido hasta ahora todas las pugnas que hemos lidiado. Por eso he decidido rendirme. Al inicio pensé cumplir a cabalidad mi juramento hipocrático, pero la vida parece no ser el resultado de los sueños y contratos personales, sino más bien una argamasa de frustraciones que rompen el anhelo de la buena voluntad, y por eso estoy agotado, contra un enemigo imbatible.

Hacer la diferencia, inventar algo, curar el cáncer: loables empeños de un universitario que al pasar de los años se convierten en imágenes borrosas de una tarea inútil, en una sociedad que jamás ahorcará sus hábitos decadentes. Así que decidí quedarme en casa para no tener que contemplar la conciencia pútrida de los que, con pasión ligera, fecundan un vientre y

luego desprecian una vida, de los que escogen matar. Si así son las cosas, yo también prefiero morir, porque débilmente me volví cómplice furtivo de sus intenciones genocidas.

Una lámpara alumbra mi aciaga humanidad echada en el sofá. No hay mucha luz porque decidí cerrar las cortinas para darle la espalda al mundo. Tanto tiempo de sembrar muerte, esperando el momento de cosechar la mía. Mi sacrificio es la única forma de huir de los espantosos sonidos de jirones humanos que habitan mi cabeza, sangre gimiendo desde la tierra con gritos fragosos, gentío exánime en los basureros, ruidos de caracolas pegadas a las orejas. Decidí esconder el rastro de ropa sucia que se dejaba ver desde la habitación y oculté el tablero de ajedrez con esa partida irresuelta desde hace años; así fingía no dejar ningún pendiente. Una gruesa viga sirve de cadalso para la horca inevitable.

—¡Toc Toc! ¡Dr. Peñafiel! ¿Hay alguien ahí?

El conserje del edificio me había visto en la mañana así que poco podía hacer para alejarlo.

—Espere un poco —decía el conserje a alguien más— ha de estar ocupado.

Abrí la puerta con los ojos plisados y mis labios congelados en gesto desaprobador, aunque mi sondeo cambió al instante de censura a expectación. De todas formas, salieron palabras torpes:

—¿Qué quiere?

—Doctor, mi nombre es Ariana, mi hija está en problemas y necesito su ayuda.

—Lo siento, señora, pero yo no puedo ayudar a nadie.

—Por favor, he preguntado por todos lados y me han dado la espalda.

—Señora, usted no entiende, he decidido no atender más abortos.

—Pero… doctor, no es por eso que lo busco.

—Lo siento.

Cuando cerré la puerta. Estaba muy decidido a seguir con mis pendientes, fui directo hacia la soga, pero la frase de esta mujer me llegó como flecha entre las sienes. “No es por eso que lo busco”. Las siguientes horas se convirtieron en una espera interminable con ideas borrosas revoloteando por el aire. Preguntas sin respuesta me ocupaban mucho más que la provocación egoísta de mi propia esquela fúnebre. ¿Alguien confiaría en el criterio de un médico abortista? ¿Quién acudiría a Gabriel Peñafiel? ¿Por qué?

Entre sábanas, brandy, dormidas, desvelos, más preguntas y un juego de mesa que exigía mi jugada, mi propia terquedad era el muro que asediaba una prisión de miedo. Temor de morir, con la soga o con el brandy, morir de hambre, de soledad o gritos en mi cabeza. Tomé el peón de siempre, contemplando las cuadrículas de esa tabla vieja. Le había huido tanto al momento de enfrentar las consecuencias de mis actos repugnantes, que no soporté la idea de que esa partida que empecé años atrás, se quedara sin terminar. Así que me puse sobre mis pies, tomé la soga y la eché a la basura, tiré la botella de brandy, arranqué un abrigo del armario y fui en busca de una razón que no me dejara morir. No logré salir de mi departamento, la mujer había dormido allí, en la puerta. Adalís. Así se llamaba su hija. Sus pies le quedaron adoloridos e inmóviles tras una caída hace unas semanas. Visitaron a todos los ortopedistas, traumatólogos y hasta oncólogos del hospital público, pero nunca encontraron nada. El dolor intenso no cesaba. Ariana me describía la situación de su hija con la confianza con que se deja a un niño pequeño en manos de una nodriza. Aunque no era mi especialidad, llegué a la misma conclusión que mis colegas, pero la insistencia de Ariana, me obligó a hablar con la niña.

—Entonces, Adalís, en estos catorce años ¿nunca te habías caído?

—No —respondió titubeando.

—Y… ¿en qué lugar te duele más?

—Aquí… y aquí.

—¿Puedes caminar?

—No.

—¿Quieres caminar?

Inmediatamente se echó a llorar, dejando un río desabrido por sus mejillas hasta el cuello. Me dijo que antes ya se había torcido un tobillo, en el funeral de su padre, hace dos años, cuando tenía doce, mientras perseguía el féretro por el cementerio. El dolor del corazón se había trasladado a su pie y no pudo caminar por algunos días. Ella no necesitaba un cirujano sino un psicólogo, pero cuando se lo dije sólo conseguí una abrupta náusea emocional en forma de tos seca y más llanto.

Su padre había sido psicólogo y en varias ocasiones auxilió a muchas personas en la ciudad, sobre todo a gente que había practicado legrados, les ayudaba a tolerar el peso de sus decisiones. Al saber esto, la náusea fue mía por esta treta del destino. Tenía una alfombra fétida en el pecho en lugar de corazón y ahora alguien restregaba en ella sus pies enlodados.

Adalís me entregó una libreta en forma de respuesta a su sigilo. Las frases brotaban delante de mis ojos como avisos en una carretera desolada. “No temas, siempre estaré contigo”. “Sigue adelante, nunca te detengas”. “Sé fuerte, hazle frente a todo”. Eran frases de su padre dedicadas a ella cuando supo lo que le iba a ocurrir. Cáncer.

Cumplí doce años cuando mi padre falleció por leucemia. El velorio fue en nuestra casa y, mientras mamá llegaba con su taconeo apurado hasta mi habitación para obligarme a bajar, yo contemplaba el tablero de ajedrez mirando una partida que había empezado con mi padre algunos días antes. Me aferré a ese peón como un ancla que me ayudaba a sostenerme. Así avanzó mi vida. De pie ante los maestros, repetía las lecciones y empuñaba el trebejo en mi mano sudorosa, recibiendo fuerzas para no sucumbir de nervios; y mil veces, paralizado frente a la montaña rusa de la feria, sofocaba la pieza de madera, anhelando que mi padre estuviera a mi lado sobre aquella víbora de cascabel. Doce años tenía cuando decidí ser un médico y curar el cáncer.

Adalís escuchaba mi historia como si encontrara alguna clase de consuelo. Doce años tenía ella cuando a su padre le hallaron un avanzado carcinoma pulmonar, cuando la niña cayó persiguiendo esa caja luctuosa que esconderían bajo tierra. Pasó poco tiempo para que decidiera dejar

de caminar, renunciar a recorrer una vida sin sentido, sin un padre que le otorgaba cordura en un mundo demente. Un día antes también perdí el deseo de transitar la vida, pero esta muchacha logró que salga de mi parálisis, y su padre fallecido volvió a tratar un paciente más.

Juntos extirpamos del corazón de Adalís la desdicha de su pérdida, y yo fui el carnicero. ‹‹Se convertirá en una gran psicóloga como su padre››, pensé.

Miro la montaña rusa para dejar el último vestigio de inutilidad que me detiene. Ahora me enfrento a esta serpiente que amenaza engullirme. Coloco la soga en mi cuello, levanto mis manos exclamando una declaración de libertad, listo para mover mi peón en esta absurda partida de ajedrez siempre inconclusa.

Unos golpes en la puerta interrumpen mi salto; es una voz conocida.

—¡Toc Toc! ¡Dr. Peñafiel! ¿Está ahí?

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