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Linda Espín Rueda
Quito - 1992
Linda Espín es hija, hermana y amiga. Es amada y alegre. Nació en Puyo y creció rodeada de la naturaleza. Cuando creció vino a Quito a estudiar y a continuar su vida en la capital. Cree que con la escritura puede mostrar el mundo, pero primero debe conocerlo por completo.
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La vida que no vivió
Los rayos de sol entraban por la rendija. Juan miró la delgada línea de luz y supo que pronto pasaría el carcelero como todas las mañanas.
—¡Despertarse!
Gritaba con voz fuerte, dejando a la imaginación el ceño fruncido que pintaba a diario.
Juan era un feto acurrucado en el vientre de su cama. Entre un abrir y cerrar de ojos repitió en su mente su rezar diario, la fecha actual: 11 de noviembre de 2016.
Después de ubicarse en el tiempo, se dispuso a empezar el día. Cada situación era automática. Puso un pie en el suelo y el frío recorrió su cuerpo hasta despertarlo por completo. Su compañero de cuarto, Beto, hizo lo mismo, saltando desde el segundo piso de la litera.
Beto ocupó el retrete y Juan lavó sus dientes. Luego, la ducha en agua fría. Después de cinco años, la vergüenza no importaba.
—Juan, tienes visita —dijo el carcelero.
—¿Visita?
Era la primera vez que alguien lo buscaba. Después de la sentencia, sus familiares y amigos lo desterraron de sus mentes. Cuando ingresó a la cárcel, tenía padre, madre y una hermana. Al pasar tres años, decidió que era preferible borrarlos de su memoria.
Dejó caer los ciento cincuenta kilos de peso sobre la cama. Temblaba. Con la cabeza abajo y sus cabellos oscuros cubriendo la mitad del rostro, disimulaba el asombro en sus ojos. No tenía un discurso para decirle a su familia. Todo lo que planificó por tres años lo había olvidado.
—No creo que te esperen toda la vida —insistió el carcelero.
Juan se levantó y fue detrás del policía. En lo único que podía pensar era en quién habría muerto. A su compañero Beto lo visitaron después de cuatro años para decirle que su papá falleció. El denominador común de los presos era el olvido y la impotencia de estar encerrados sin poder hacer algo por la gente que amaban.
Mientras caminaba, pensó mil formas de iniciar la conversación: ‹‹Hola, siento que haya muerto››. ‹‹Hola, estoy arrepentido››. ‹‹Te extraño››. ‹‹Soñé con este momento››. ‹‹¿Por qué nunca me visitaron?›› ‹‹¡Son unos desgraciados!››
Su mano recorrió y conoció el filo de la silla azul que decoraba la cabina. Durante el primer año, quiso escuchar la frase “tienes visitas”. Después de ese tiempo, prefirió no hacerlo, porque toda palabra que venga de un familiar era ingrata.
Se sentó y esperó a que llegara el extraño visitante. Cuando alzó la mirada, vio que era Julia, su hermana mayor. Volvió a agachar la cabeza. Las malas noticias estaban por llegar.
Tomó el interlocutor. Sus manos temblaban al acercar el teléfono a su oído. Inmóvil, con la bocina a un milímetro de su rostro, sólo escuchaba su respirar. Pasaron uno, dos, tres, cuatro, cinco segundos y nadie decía nada. Ni él, ni quien le esperaba del otro lado.
Diez…
—Hola, Juan
El corazón del preso bombeaba a punto de estallar, tanto así que hasta su hermana lo escuchó desde el otro lado. Ya no le temblaban las piernas, ni las manos. Todo el espectáculo se lo llevó el órgano vital desde el interior de su cuerpo.
—¿Alguien murió?
—Nadie, vine porque...
Hubo un silencio eterno entre los dos. Luego, el teléfono colgaba de una de las cabinas.
—¿Juan?
El preso pudo visualizar su mayor miedo: saberse culpable y señalado por su familia. Su mente voló a aquel momento, se miró agarrando a un hombre pálido, sin luz de vida en los ojos. La ira no encontraba cauce dentro de su cuerpo y se desbordó al ver cómo su cuñado maltrataba a su hermana. Los golpes volaban en todas direcciones. Hasta que, defendiéndose, encontró un cuchillo y lo hundió en el corazón del esposo de Julia. Debía defenderla y acabar con aquel infeliz. Nadie entendió que lo hizo por amor.
Escuchó la voz acusadora de la hermana por el auricular, pero ya no le hizo caso. En silencio, y a paso lento, volvió a su jaula, como un león amansado.