DOSSIER
Ecuador: Cuestionamiento a la literalidad del poder Víctor Vimos
E
s 10 de octubre en la mañana, y al interior del Ágora de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, cerca de cuatro mil personas, en su mayoría quechuas provenientes de las regiones centro y sur de la sierra, corean consignas, aplauden, y son alentados por los discursos que emiten, uno tras otro los representantes de distintas organizaciones indígenas, heterogéneas entre sí, a ratos –incluso– opuestas, pero coalicionadas ahora alrededor de un hecho fundamental: pronunciar el cuerpo de Inocencio Tucumbi. A esta altura, suman diez días desde que el gobierno de Lenin Moreno, comprometido con el FMI, emitió un decreto que eliminaba los subsidios de la gasolina y el diésel, y afectaba los derechos laborales, ampliamente precarizados en las últimas dos décadas. La respuesta a estas medidas fue la movilización progresiva de miles de indígenas hacia la capital, y sus réplicas al interior del país que sumaron, además, a una serie de grupos sociales, trabajadores, estudiantes. La represión policial, desplegada desde el primer momento, recrudeció al sumar el apoyo del ejército, dejando un saldo en el que la Defensoría del Pueblo contará, después de trece días de conflicto, mil trecientos cuarenta detenidos, mil trecientos cuarenta heridos, algunos con pérdida parcial o total de la vista, y once muertos.
10 | contratiempo
Inocencio Tucumbi es uno de ellos. Llegó a Quito junto a su familia los primeros días del conflicto, y anoche, corriendo entre la multitud despavorida que huía de las bombas lacrimógenas, su cuerpo se perdió. Algo tan simple, tan amargo. Esta mañana su hijo Ángel, le dijo a la televisión que su padre fue aplastado por los caballos que monta la policía. Otros comuneros, vecinos y compadres, juraron haber visto el instante en el que una bomba le partía la cabeza. Los primeros informes policiales –no podría ser distinto– insisten en esperar la autopsia, el papel, el certificado que pondrá nuevamente al sonido de la letra escrita sobre el ruido de la multitud que ha vuelto para cuestionar la validez de las palabras. “Democracia”, por ejemplo, es una palabra cuestionada en el Ecuador contemporáneo: el mecanismo neoliberal ha apartado su significado del ejercicio de ciudadanía, y la ha reducido (¿recluido?) en un discurso que se legitima de forma paralela al fortalecimiento de la propiedad privada y la capacidad de consumo: ser ciudadano en el Ecuador dolarizado es un derecho que depende de cuán cerca se está de la propiedad privada y de qué modo se la consume. Esa premisa segmenta los distintos tipos de ciudadanía que coexisten en un mismo territorio y que responden, de forma desigual, a una misma ley. Y divide, a la vez, a quiénes están más cerca de la “Democracia” y quienes están lejos, a un paso de ser sus enemigos; todo depende de los recursos desde los que se entabla relación con ella. “Recursos”, en esta parte de la historia, son los mecanismos a través de los que se intenta ampliar el significado de las palabras cuestionadas e ingresar en lo que ellas nominan, desplazando los límites de la realidad hacia espacios de
crisis en los que es posible la fundación de nuevas relaciones de poder y formas políticas de enunciación e identificación que erosionan a las palabras cuestionadas hasta desorientarlas en una función de renovación. Aquí, dentro del Ágora, esa tarea es incesante. Los discursos de los representantes indígenas han tejido el cuerpo de Inocencio Tucumbi –ahora dentro de un ataúd, y retenido en la morgue– con los hilos de esa parte desconocida del país para la literalidad del poder: el hambre, la miseria, la desigualdad, el racismo, el machismo, el desprecio entre iguales; elementos disimulados bajo esa frase que identifica al Ecuador con una “Isla de Paz”, se riegan entre los oídos, los ojos, y las bocas de los miles de asistentes quienes, a la par, hacen del diálogo, del abrazo, de la solidaridad un rito enorme que va lavando a las palabras, despintando su ferocidad referencial, para ver que hay debajo, de qué tipo de ruinas está preñado el presente. La crisis ecuatoriana de octubre, signada por la crisis de la palabra, permitió romper con la noción de que la realidad política funcionaba de modo automático en un espacio independiente a la cotidianidad. Esa noción tiene, como uno de sus orígenes, la década correista en la que el uso del lenguaje desde el poder se estableció como el marco normativo de lo real. Las sabatinas, por ejemplo, enlaces televisivos semanales en los que Rafael Correa lanzaba epítetos para reducir cualquier forma de discrepancia a un apodo, a una sentencia, a una mancha que el referido llevaba encima como una condena, quedarán como evidencia del uso funcional y literal de la palabra. Lenin Moreno, holograma presidencial auspiciado por Correa, ha llevado esa literalidad hacia extremos
INVIERNO 2020