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D. Un niño travieso

el tango canción de Horacio Pettorossi, C. Gardel y A. Le Pera, “Silencio en la noche... Ya todo está en calma...” Para Floreal, ella era de baja estatura, razón por la que el Dr. Antonio Rendic, con quien trabajó por muchos años, la apodó “María Chato”.

María Inés era más bien callada y solía recurrir al garabato con facilidad. No ese garabato ordinario que suele ofender. El suyo, leve, surgía como un apoyo oportuno y divertido en medio de su vivaz conversación. “¡Era una garabatera con gracia!” La característica la habría heredado Floreal que, desde muy pequeño, “garabateaba pa’l mundo”. El paso del tiempo, todo lo cambia. En la actualidad, ¿cuántos declararían haberle escuchado proferir una mala palabra?

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D. Un niño travieso.

En sus primeros años, Floreal siempre se mostró como un niño inquieto y travieso al máximo (no se condice con la imagen que siempre ha proyectado de adulto). La siguiente anécdota, cuando tendría 5 o 6 años, re eja esta característica. Una vecina de la familia, Blanca Aztorquiza, que vivía en calle Orella esquina Pasaje 14 de Julio le comentó a su madre: “cuidado con tu hijo María, que cuando grande puede ser un malandrín...” ¿Por qué dices eso?, preguntó su mamá: “porque a la vecina del fondo (Doña Honorata, de nacionalidad boliviana), siempre le he escuchado reclamar: ese niño Floreal, del lado, es un carajo porque se pasa encaramado arriba de la muralla y cuando paso por debajo me chorrea entera”. Efectivamente a Floreal, como a otros niños, le gustaba subirse

al techo de su casa y a los muros divisorios y desde ahí, cuando divisaba que la vecina venía..., no encontraba nada más entretenido que esperar que ella, desprevenida, pasara por debajo de él, para empaparla con su orina, sin contemplación alguna.

Otra de las víctimas del inquieto niño Floreal, fue una amiga de su madre, Chepita Meneses, que era cocinera y le ayudaba en su casa. Él no era muy bueno para comer y cuando ella llegaba, de inmediato la recibía con un “Chepa conch’e tu m...” y salía corriendo. La pobre Chepa, que era enjuta y de poco movimiento, nada podía hacer y sólo se limitaba a reclamarle a su mamá “¡María, tu hijo me ha insultado, es malo, muy malo!”. Que su hijo fuera malo y mañoso para comer, constituía un problema permanente para María Inés. Ella, como toda madre, se esforzaba porque se nutriera adecuadamente. Cuando Floreal no quería comer, le llamaba la atención diciéndole: “Anda a comer a la Intendencia, entonces”, como una forma de reconocer que en esa repartición pública la comida era de primera, por información que tenía de la Chepita, que trabajaba allí.

El sabotaje también lo practicó desde temprana edad. Había un vecino corpulento, más grande que él, el “Zaino” Lito, de una casa contigua, al fondo de la suya, por calle Esmeralda. Éste era reconocido en el barrio por hacer el mejor “hilo curado” para volantines. Nadie lo superaba en las “comisiones” (así se llamaban las batallas de volantines). Nunca aclaró ni se supo, cuál era la fórmula que utilizaba para aderezar el hilo hasta dejarlo insuperable en esas contiendas aéreas. Floreal era admirador de su vecino, pero, a su vez, un saboteador. En efecto, premunido de una larga vara de coligüe, a la que le había adosado un

gancho de alambre en la punta, se parapetaba al fondo de su casa. Permanecía al aguaite, como un bandolero cualquiera, esperando una de esas cabriolas que, por los caprichos del viento, suelen forzar a los volantines a piqueros que los llevan casi hasta el suelo. Entonces, aprovechaba la baja altura que alcanzaba el hilo, para engancharlo con su arma y arrastrarlo hacia él. Muy probablemente fueron pocos los volantines de su vecino que logró rescatar incólumes, dado que la mayoría se destrozaba lejos de su alcance, pero tan sólo la sensación de haber batido al volantinero más exitoso del barrio, enaltecía su infantil actuar.

“Un poco más grande —según sus recuerdos—, participábamos en grupos que jugábamos a esconder tesoros. El tesoro solía ser cualquier elemento que nos llamara la atención. En más de una ocasión, le saqué unas mostacillas que tenía mi mamá, las que escondíamos y luego defendíamos a peñascazo limpio, para impedir que el grupo rival las encontrara.”

Cada época tiene sus rasgos. Las jugarretas de los niños valen como rasgos de la infancia y cada infante es una singularidad absoluta. Salvador Reyes, en uno de los tantos y tan diferentes ejemplos, al recordar su infancia nortina, dijo: “Durante los años de la infancia, que parecen tantos y tan largos, yo sólo siento y veo la ola del Pací co arqueándose en las abiertas bahías de Antofagasta y de Taltal, inundando las noches y entrando hasta el fondo de mi alma. Creo que la mayor felicidad es el haber conocido el mar de niño y de muchacho. Su substancia y su color vivientes nos acompañan después a lo largo de la vida y nos alimentan sin cesar con su misteriosa juventud.” Esta infancia, arrullada por el mar, dispone del aliento libertario para soñar un destino mejor.

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