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A. Los primeros años

A. Los primeros años.

El matrimonio Recabarren Rojas, tuvo en Antofagasta varios hijos. Floreal, el primero de ellos; Mario, el segundo, nacido con pie equino, una malformación congénita; el tercero, Juan José, nació muerto, al igual que el cuarto, una niña, Anita, nacida estrangulada con el cordón umbilical; la quinta hija, María Eugenia, vino al mundo sin problemas, en la ciudad de Chillán.

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En sus inicios el matrimonio, más la hermana de María Inés, Ester y su madre Dolores, vivían en calle Orella esquina del Pasaje 14 de julio.

Juan “Sordo”, era un buen hombre albergado en casa del matrimonio. Tenía una perra llamada Pocha y al nacer Floreal, no se le ocurrió nada mejor que referirse al niño como Pocho. Para el anciano, tal vez fue una extensión y demostración del cariño que sentía por su animal. Así nace el apodo de “Pocho”, como casi toda su familia y amigos más cercanos, se han referido siempre a Floreal. Inexplicablemente sus padres no objetaron el apodo, demostrando la bonhomía del matrimonio, al no atribuirle mala intención alguna al creador de ese canino alias.

Su hermano Mario falleció a los 3 o 4 años. Floreal no recuerda haber jugado con él. Éste, por su problema en los pies, prácticamente permanecía postrado. Su memoria

retiene su rostro difuso y su cabello ensortijado. El día de su muerte, causada por una meningitis cerebroespinal, recuerda que en la casa se vivió un ambiente especial. Todos andaban silentes, casi murmurando entre ellos. Él, por supuesto, no captaba lo que sucedía. Su abuela lo invitó a los juegos infantiles, cosa que lo entusiasmó. Pero al regresar a casa vio que su hermano no estaba. En la sala había una serie de artefactos, desconocidos y, en su entorno, cirios encendidos. Alguien, simplemente, le dijo: “murió tu hermano”. Ese momento fue la primera aproximación temprana y cercana, demasiado cercana, de Floreal con la muerte.

Esta desgracia, sumada a la de sus otros hermanos nacidos muertos, hizo crecer en el interior del pequeño Floreal una sensación de incertidumbre y pesimismo que lo persiguió por años, hasta que María Eugenia, nacida sana y normal, contribuyó a que la pesadumbre que lo aquejaba desapareciera.

Tuvo buenas migas con su abuela, a quien llamaba Yaya. Aunque supone que no tendría más de unos cincuenta años, la recuerda extremadamente delgada y absolutamente arrugada, con profundos surcos en su rostro. Era la típica mujer de pueblo, apechugadora desde sus primeros años, cuando abandonó su hogar y se lanzó una vida desconocida y de incierto futuro.

Era muy graciosa y juntos se divertían, pero a veces él la desquiciaba y la hacía perder la paciencia y explotaba, incluso al extremo de que, en una oportunidad, llegó a lanzarle un tenedor. Con seguridad este acto fue con la intención de dirigirlo lejos de la humanidad de su nieto, sólo con el propósito de asustarlo. Sin embargo, el intento falló. El utensilio fue a dar justo sobre su mano izquierda,

a la altura de la muñeca, provocándole una pequeña herida, cuya cicatriz, hasta hace poco, todavía recordaba el episodio. El pesar se apoderó de la abuela que le con denció a su nieto, el arrepentimiento por la tontera cometida. No fueron pocas las noches en que ésta, sentada a la orilla de su cama, le contaba cuentos, como “Las Doce palabras redobladas”, para inducirle el sueño. Alguna vez fue ella la que, a medida que avanzaba en el cuento, se adormilaba. En una ocasión, contándole las peripecias de una culebra, iba diciendo: “culebrita, culebri..., cule”... se durmió y ¡plaf!, se cayó de la cama.

Floreal ingresa a la edad de 5 años a una escuelita particular —en calle Ossa entre Orella y Uribe— perteneciente a la señorita Matea. Ésta era una profesora jubilada, muy sui generis: aparte de enseñar a leer a los niños, también los motivaba para coser y pegar botones y, en una oportunidad, les pidió que llevaran un huevo duro... y ¡les enseñó a utilizarlo para zurcir calcetines!

En esos tiempos era usual dar a los niños vitaminas vigorizantes. María Inés era muy amiga del doctor ecuatoriano, Gerardo Zúñiga, al que le llegaban muestras, desde Francia, de unas vitaminas inyectables que le convidaba. Sin embargo, ella no lograba que Floreal se dejara colocar las inyecciones. Arrancaba y era imposible pillarlo. Su madre elaboró un inteligente plan para lograr su objetivo. Visitaba, de improviso, la sala de clases de su hijo y luego de saludar al curso, decía: “¿niños saben ustedes que mi hijo es muy valiente? ¡yo le entierro una aguja y ni llora!” ...y procedía a colocarle la inyección a Floreal, quien, para aparentar la valentía anunciada por su madre, se quedaba quieto y serio, sin decir ni pío, sin evidenciar el dolor provocado por el pinchazo. “Las vitaminas se lla-

maban Gaurol y deben haber sido harto buenas, porque nunca he tenido problema en los huesos”, acota Floreal.

A los seis años ingresa al Colegio San Luis. Dentro de las anécdotas que recuerda de esa época está la de Mr. Collins. Un ecuatoriano, que hacía clases, muy especiales, de inglés. De cierto modo, algunas palabras básicas les enseñaba y, además, matizaba sus clases con todo tipo de frases pronunciándolas, como lo haría un gringo. Decía algo así como “youu planchou osh panchtalunes” para que repitiera, a coro, todo el curso. Los alumnos se sentían felices y satisfechos porque el idioma de Shakespeare se les presentaba demasiado fácil, pero cuando tenían la oportunidad de probar sus conocimientos, en alguna serial en el cine, se daban cuenta que “no cachaban ni una”. Aunque Floreal, estuvo poco tiempo en este colegio, lo recuerda como el lugar en el cual su infantil espíritu, se impregnó de la religiosidad que se respiraba en el ambiente. Su salida, se debió a la anulación de su matrícula por no pago de la mensualidad.

A inicios del siglo XX ya había llegado el agua a Antofagasta, pero las redes de distribución no cubrían toda la ciudad y esta carencia se suplía con pilones en algunos sectores. Los vecinos acudían a buscar el vital elemento, en bidones. También existía la venta de agua, a través de aguateros que, apoyados por una mula, recorrían las calles con un carro y un pesado tonel.

La Región en esos años, contaba con algo más de 178.000 habitantes, incluida la gran masa otante asociada a la industria salitrera. El país, por su parte, tenía una población de casi 4.300.000 ciudadanos.

Floreal habitaba una céntrica casa que contaba con agua y luz. “De todas formas acumulábamos agua en

un tambor para las emergencias. Yo, con esa, no necesitaba tanta, porque... ¡no me bañaba muy seguido, en esos años!”

Antofagasta se abastecía de algunas verduras y hortalizas cultivadas en pequeñas parcelas agrícolas llamadas “quintas” localizadas en el sector céntrico de la ciudad. En recuerdos de Floreal: “Mi mamá me mandaba a comprar verdura a la Quinta Casale, al oriente de Avenida Argentina. La entrada estaba en Uribe y la venta se hacía por calle Esmeralda donde atendía una dependiente, cuya faz llegaba a intimidar a los niños, por los “lentes poto de botella” que utilizaba. Recuerdo que las lechugas se vendían a $ 2 cada una. Donde actualmente se encuentra el estadio Sokol, estaba la Quinta Monzoncillo que nosotros llamábamos “Calzoncillo”. Al frente de nuestra casa estaba la Quinta San Juan y también quedaba cerca la Quinta Tiro al Blanco, en Avenida Argentina”. A partir de la década del sesenta algunas quintas se trasladaron del centro al sector Covie . Una de las últimas, al promediar la década del ochenta, fue la ubicada en calle Poupin, casi al llegar a Avenida Argentina. “También iba a comprar a la carnicería del chino Arturo, en calle Uribe con Esmeralda y al almacén de Vicente Goic, ubicado en 14 de febrero, esquina Uribe, donde adquiría 50 centavos de mantequilla. El pan lo compraba en la panadería La Patria, que lo hacía muy bueno y daban yapas”. No recuerda que en casa se comprara una sandía o melón entero, sólo un “mono” (porción), ni que hayan consumido pavo y las gallinas, que a veces cocinaban, eran las que lograban criar en la casa.

A mediados de la década del treinta, Floreal fue testigo de gente que deambulaba en harapos por las calles,

a pie pelado y que evidenciaban la hambruna producida por la crisis salitrera. Por estas circunstancias se crea el Comisariato, donde trabajó su padre, institución estatal que brindaba ayuda en alimentos, a la gran masa de cesantes afectados por el cierre de muchas o cinas salitreras de la Provincia, debido a la irrupción del nitrato sintético elaborado a menor costo y más cerca de los grandes mercados mundiales.

En los años treinta, la radio, llegada en la década anterior, rápidamente se había transformado en un gran elemento de entretención. Ésta, por su costo, no era accesible para la gran mayoría de los hogares de las clases media y baja del país. Los niños de la época se divertían en la calle —el gran espacio abierto—, libre, seguro y disponible para participar, con amigos del barrio, en juegos callejeros como “la pichanga”, “el trompo”, “el emboque”, las bolitas” (con todos sus juegos), “el run run”, “el luche”, “el paco ladrón”, “la pelota envenenada”, “el paso”, “el un, dos, tres, momia”, “el caballito de bronce”, etc. Septiembre monopolizaba la práctica del volantín y la cambucha y los azules cielos de la Perla del Norte, se engalanaban con multicolores pájaros de papel.

Eran entretenciones inocentes, absolutamente pueriles, donde lo importante para practicarlas, eran las habilidades físicas, de piernas, brazos y manos. No prevalecía en ellos un afán competitivo exacerbado, sino que predominaba el objetivo de pasar el tiempo con agrado y generar una armónica iniciativa colectiva y entretenida.

Este escenario bucólico, de una niñez y juventud cándida y soñadora, se extendió en el país, por lo menos hasta los años sesenta, para ir decayendo dada la profunda penetración de la televisión en los hábitos de las personas. En esa

época, la imaginación y la creatividad eran fundamentales para pasarlo bien. Uno de los artefactos de fabricación casera muy populares y utilizados fueron los “teléfonos conserveros” compuestos de dos tarros de conserva, abiertos en un lado, conectados por un cordel, que permitía establecer una rústica comunicación a cierta distancia, que, en todo caso, dejaba satisfechos a los hablantes. Esta comunicación la practicaba Floreal con un vecino, hijo de un sastre de apellido Vítore que vivía, a los pies de su casa, en calle Uribe. También fabricó y vendió radios a galena, otra onda juvenil que duró varias décadas en el país.

Desde muy temprana edad gustó del cine. Recuerda que su madre, sabiendo de esta predilección de su hijo y, además, de lo malo para comer que era, le daba permiso para ir siempre y cuando fuera su amiga, Blanca o su tía Ester y, a su vez, que llevara una buena merienda, normalmente consistente en un sandwich de pescado. Al respecto, recuerda perfectamente una oportunidad en que, en medio del lme exhibido, se detuvo la proyección para anunciar por los parlantes internos del cine, que en un accidente aéreo, en Medellín, Colombia, había fallecido Carlos Gardel. Era el 24 de junio de 1935. Floreal tenía 8 años y, posiblemente, algo sabía de quién era Gardel. Le impactó el murmullo de asombro y pesar que se apoderó de la sala, donde primaba un público mayor que, con seguridad, admiraba al Zorzal Criollo.

En la década del 40 mucho comercio y variados servicios se realizaban en forma ambulante. El semanero era, tal vez, uno de los más útiles, cercanos y reconocidos comerciantes de esos tiempos. Este personaje pasaba por los barrios todas las semanas con un amplio surtido de mercadería, ropa para toda la familia, géneros por metros,

vajilla para la casa, etc. Las ventas eran a plazo. Semanalmente cobraba una cuota del monto vendido y si la dueña de casa, que era con quien se entendía, no podía pagarla, no hacía mayor cuestión y regresaba la semana siguiente. También hubo semaneros que vendían novelas de amor, de aventuras y policiales.

Los pescadores callejeaban por los barrios vendiendo congrio, cojinova y jurel que exhibían colgando en los extremos de un palo llevado al hombro. El a lador de cuchillos anunciaba su presencia con un pito de sonido muy agudo. El hojalatero era muy requerido para reparar ollas, teteras y sartenes deteriorados. Otro llevaba, en un carro de mano, una cocinilla y un tiesto con almíbar, e iba voceando su mercadería: ¡sopaipillas y picarones pasados!. El Sapolio, una ceniza volcánica envasada, se vendía para fregar utensilios de cocina. También existió la venta de leche de burra o de cabra, directamente ordeñada al pie del animal. Hasta dibujantes callejeros existían, los que montaban su trabajo en marcos ovalados de madera. Entre los más populares comerciantes callejeros, estuvieron los compradores de botellas, huesos, metales y papeles.

Los años comprendidos en estas pocas páginas tienen características propias. En un extremo resuenan las consecuencias de la post primera guerra mundial y, en el otro, hablando en términos locales, se vive el estruendoso desastre del mundo del salitre natural. Lejos, en el corazón de Europa, el nacional socialismo y otras colectividades de ideologías a nes, crecían al amparo de una indiferente permisividad. Fácil resulta comprender la diversidad y trascendencia de los elementos de juicio que se integraban, culturalmente, en la visión de mundo que se forjaba el joven Floreal de aquellos días.

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