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B. Chillán, naturaleza y vida familiar

B. Chillán, naturaleza y vida familiar.

En el año 1938 la Compañía de Tabacos trasladó a Juan Bautista a la ciudad de Chillán. María Inés, pensando que tal vez ese cambio de ambiente podría favorecer la relación matrimonial, aceptó el reto de dejar Antofagasta.

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Sus padres, su tía Ester y Floreal, se embarcaron en una nave inglesa desde Antofagasta hasta Valparaíso. A bordo vivieron una serie de chascarros. Cuenta Floreal que, navegando en alta mar, sonó una sirena interna mientras ellos estaban en su camarote. Sintieron que casi les echaban la puerta abajo con golpes y gritos en un idioma que no entendían. Tuvieron pánico. No abrieron de inmediato la puerta. Al nal no les quedó otra alternativa que abrirla. De algún modo les explicaron que era un simulacro y debían ir a cubierta para el protocolo del caso.

Floreal recuerda su experiencia en un comedor con una mayoría de niños que hablaban inglés. Él miraba los platos con gran apetito, pero sin poder pedir nada. Mientras observaba lo que comían los niños extranjeros, señalaba con los dedos a los mozos lo que quería. Por su parte la madre de Floreal, también se hizo entender a puros gestos, llevándose la mano a la boca, para demostrar a los mozos que quería comer, tal o cual cosa.

El viaje de Valparaíso a Chillán fue en tren. Una nueva y excitante experiencia para el niño Floreal. Prácticamente no apartó su vista de los paisajes que atravesaban su campo visual. Luego de varias horas, llegaron a destino, la casa de Luis, hermano de Juan Bautista, que vivía en Chillán Viejo, en calle Mariano Egaña.

El traslado a Chillán representó un gran cambio para la familia Recabarren Rojas. Para Juan Bautista, no fue traumático. Él regresaba a sus raíces, a su tierra, donde aún vivía parte de su familia. Para su madre, signi có un cambio brusco y absoluto de paisaje, de hábitat y, sobre todo, de quehacer. En Antofagasta, había consolidado su trabajo de practicante. Con él, aparte de copar gran parte de su tiempo, había conseguido cierta autonomía económica y le otorgaba seguridad para criar a su hijo. Desde ese punto de vista, el cambio representaba un desafío, no exento de incertidumbres y riesgos, pero que había aceptado como una apuesta tendiente a jugársela por a anzar su matrimonio. Quizás pensó que Juan Bautista tendría la disposición de no caer en los yerros conocidos, sentando cabeza por el bien de todos (tal vez existió, de parte de Juan Bautista, alguna promesa al respecto).

Para Floreal, llegar a Chillán fue un impacto inconmensurable, similar a un nacer de nuevo o un permanente descubrimiento de cuanto le rodeaba. Sus ojos se maravillaban de las cosas más simples, esas que para la mayoría de los mortales parecían normales, pero que a él encandilaban, porque las comenzaba a descubrir.

Hay que intentar meterse en la cabeza de aquel niño de 11 años que, de la noche a la mañana, se ve transportado desde una ciudad costera, enclavada en el desierto más árido de mundo, a un paraje de exuberante naturaleza, con ríos, árboles, ores, matorrales y animales de todo tipo, que tal vez había visto (si es que los había visto), a la pasada en uno que otro impreso, casualmente caído en sus manos y que ahora se le aparecían, todos de una vez, como un relámpago, como un torrente.

Desde su perspectiva infantil, Chillán era un paraíso,

un sueño único, ni siquiera imaginado, que comenzaba a abrirle sus puertas y donde todo lo obnubilaba. Para el caso, este asombro no tan solo afectaba a Floreal. Su madre también fue presa de esos insólitos descubrimientos que a diario compartían. Se apoyaban con ingenuos interrogantes. ¿Qué son esas pelotas amarillas que cuelgan de los árboles, Pochito? ¡Naranjas, mamá!, respondía Floreal... ¿Y ese animal con cachos mamá?... “¡Un buey, Pochito!”. Ambos se fueron nutriendo con los nuevos escenarios que compartían, puesto que ninguno los conocía en vivo y en directo.

Todos los días algo distinto los sorprendía. El canto matinal de los pájaros, el ruido melodioso del arroyo, la sombra de los sauces, el paso polvoriento de las carretas, los perros guiando a las ovejas, las diferentes frutas de verano, las lluvias de invierno, la nieve de las montañas, todo los alucinaba en paulatinas revelaciones. Sin duda que a Floreal esos deslumbramientos por los parajes de Chillán, le provocaron un nuevo despertar, de todos los que la vida le tenía dispuesto.

Experiencia positiva, en Chillán, fue conocer a la familia paterna. Especialmente Floreal recuerda la visita a casa de su abuelo, José Luis Recabarren, en calle Buenos Aires, de Chillán Nuevo. Era un caserón inmenso, rodeado de muchos árboles frutales y un alto parrón, cuya sombra protegía una larga mesa donde se congregaban en almuerzos dominicales o asados por alguna fecha especial, los diez hijos del patriarca (Luis, Ángela, Juan Bautista, Vicente, Custodio, Manuel, Blas, Eleazar, Mamerta y Eliana) y sus respectivas familias. Hay que consignar que el abuelo se había casado con una dama chillaneja, Eugenia Manosalva, de la cual enviudó y luego se casó con una hermana de ésta, con quien también tuvo

descendencia; por lo tanto, todos los hijos del abuelo José Luis, se apellidaban Recabarren Manosalva.

En especial tuvo un muy buen trato con el tío Lucho, quien lo transformó en su regalón, y con sus hijos, Lautaro y Franklin. Con Lautaro estableció una gran relación y cercanía. Al poco tiempo, este primo fue una especie de hermano mayor, que lo iniciaría en una serie de aventuras y actividades desconocidas e impensadas para su corta edad y su mentalidad nortina, como ir a cazar “pajaritos” a perdigones, extraer camarones de las vegas (tarea en la que utilizaba guantes de su mamá, con el consecuente perjuicio) y atrapar ranas.

La primera lluvia que lo sorprendió en Chillán, lo entusiasmó. Ni siquiera la evitó. Por el contrario, la aprovechó y disfrutó hasta quedar “empapado como sopapo” (sic), lo cual derivó en un fuerte resfrío con el consecuente cuadro febril que calmó su tío Luis, con un brebaje frío preparado con una rama de natre que, según Floreal, sabía tremendamente amargo. ¡Santo remedio! A la hora, habían desaparecido todos los síntomas. Su tío, además, se preocupó de la evidente tartamudez que afectaba a su sobrino y, el a viejas tradiciones campesinas, le recomendó hacer un ejercicio que consistía en repetir muchas veces al día el siguiente trabalenguas : “Una perra negra, chiquiturra panturriega, si no fuera perra negra, no tendría hijos, perros negros, chiquiturros panturriegos.”

Este ejercicio perseguía dos objetivos: primero, contribuir a la superación de la tartamudez y, segundo, aprender a pronunciar la “R”, ya que cuando Floreal debía decir su apellido, lo que todos escuchaban era un exótico “Decabaden”. Fue matriculado en la escuela de Chillán Viejo, donde recuerda, especialmente, al profesor Parra, de quien

dice haber aprendido un montón y aunque de su estadía en dicha escuela, han transcurrido más de ochenta años, su memoria aún retiene la letra de un cántico humorístico basado en el himno de la ciudad: “Bajo el cielo azul de Chillán Viejo, los días se pasan sin ningún afán, si es necesario un viaje urgente, para la próxima ciudad, le sale pera, barba y bigote esperando la góndola y las cacharras que son ancianas, que en cada viaje se quedan en pana”.

A pesar de su corta edad, Floreal tuvo, en la escuela una oportunidad para demostrar sus condiciones histriónicas y sus capacidades teatrales. Allí participó en una obra de teatro en francés, montada por alumnos del establecimiento. Su intervención consistía en un pequeño papel. Le correspondía un breve parlamento para un llamado de atención a un personaje que metía bulla con una corneta. Él ingresaba al escenario y en forma circunspecta, se limitaba a expresarle “monsieur, ici ne pas jouer” y desaparecía detrás de bastidores. Este acto fue su debut y despedida de las tablas.

Su estadía en el sur le permitió un estrecho contacto con su progenitor. En las vacaciones escolares, lo llevaba de acompañante en la camioneta de la empresa, cuando visitaba clientes en localidades campesinas que le correspondía atender. “Nos quedábamos en distintas pensiones de los pueblos que visitábamos”. Según recuerda, recorrió una diversidad de pequeños negocios de esa vasta zona geográ ca, donde tuvo la oportunidad de conocer Antuco, Coihueco, Pinto, Cobquecura, San Fabián de Alico, Buchupureo y Bulnes, entre otros pueblos.

Una aventura que retiene clara en su memoria es el cruce del río Laja: la camioneta fue subida a una balsa y ésta, fue tirada con unos cables del otro margen del río.

En dichos viajes constató la mayor virtud de su padre: su facilidad de palabra. Tenía el don del verso y, además, poseía un carácter conciliador, alejado de controversias y discusiones estériles.

En todos los negocios donde paraban, lo recibían con evidente agrado y simpatía. Este per l, de la personalidad paterna, Floreal cree haberlo heredado.

También con esa, que esos viajes con su padre fueron los momentos más íntimamente compartidos. Aún, con sus noventa y tres años a cuesta, los recuerda con calidez. “Nunca sentí a mi padre más cerca de mí. Fue una época hermosa, que guardo con mucho respeto y cariño”.

“Luego de un período de vivir en casa del tío Luis, nos cambiamos a otra de calle Constitución, en Chillán Nuevo, a dos cuadras de la Plaza de Armas”.

Un hecho provocó fuerte y positivo impacto en Floreal: el nacimiento de su hermana María Eugenia en el año 1938. Recordemos que, por la discapacidad de Mario, prematuramente fallecido, no tuvo con él una relación normal de cercanía y, por ende, no alcanzó a aquilatar el cabal signi cado de la hermandad. Con María Eugenia pudo comprobar la fuerza que imprime el compartir la misma sangre y, además, percibió con claridad, en su interior, el origen de un sentimiento de protección con esa pequeña a la que llevaba 11 años de diferencia. Afecto que ha permanecido indeleble hasta la actualidad. Además, acota, que nunca había visto a su madre tan inmensamente feliz como cuando nació María Eugenia. Ella tenía fundadas razones para sentirse así: veía a la bebé sin ninguna de las complicaciones de sus últimos tres hijos, que habían fallecido, y además, era ¡una niña!, que completaba la pareja de hijos. Su

felicidad era total, por lo menos desde el punto de vista maternal.

Aparte del despertar de esta hermandad, con esa que, sin explicación alguna, en otro plano, la ocasional soledad que había experimentado hasta ese momento sorpresivamente comenzó a disiparse, al menos internamente. Estaba jándose en las niñas que conocía y su vecina, mayor que él, acaparó su atención. “Fue en la Escuela N° 1. No recuerdo su nombre. Sólo sé que su apellido era Gutiérrez. Su papá era profesor”. En la escuela tuvo buenos compañeros, con ellos se integró en todos los juegos de la época. “De lo que estoy muy consciente, es que parece que fui un alumno medio al lote.”

Una de las pérdidas que tuvo mientras vivió en Chillán, fue la muerte de su abuelo, a quien rememora como a un viejo gordo, de tez blanca y bonachón. Al respecto Floreal recuerda un sueño en que lo vio muy enfermo y se despertó sobresaltado por la impresión onírica. Instintivamente fue a pararse en la puerta de su casa. Al rato llegó un familiar para informarle: “dile a tu mamá que falleció tu abuelo”. Toda una premonición.

En otro plano, Floreal no recuerda algún regalo especial para uno de sus cumpleaños. “Quizás un par de zapatos haya sido el regalo más signi cativo que recibí en esos años”.

Tampoco podía esperar mucho. La situación económica familiar no era de las mejores, con un padre que no lograba zafarse del juego y de sus otras fragilidades que comprometían parte importante de los recursos obtenidos en su trabajo.

Lo anterior, sin duda alguna, socavaba el ánimo y disposición de María Inés, quien nunca se acostumbró en

Chillán. Enfrentaba sus días lejos de su tierra, a la que añoraba con intensidad, no tan sólo por ser su hábitat natural, sino también por la independencia económica que había comenzado a desarrollar allí.

Floreal no la pasó mal en Chillán. Entre otros recuerdos gratos que aún atesora, están sus visitas al Mercado, donde una tía abuela solterona, Juanita Recabarren, tenía un taller para fabricar zuecos. Él se entretenía conversando con ella y disfrutaba al máximo las cazuelas que preparaba. Esas vivencias tuvieron su contraparte en los inesperados y traumáticos sucesos de la medianoche del 24 de enero de 1939. Esa noche, cuando seguramente todos en la casa y en el pueblo dormían, un fuerte terremoto sacudió la zona. Para los organismos especialistas de la época, el sismo alcanzó una intensidad de alrededor de 8 grados en la escala Richter.

Según informó el periodista Tito Mundt, “Un terremoto asoló Chillán, Talca, Concepción y pueblos vecinos. Hay miles de muertos, faltan el agua y los alimentos, y el pillaje ha debido ser reprimido con la ley marcial...”

“Estábamos de vacaciones —recuerda Floreal—, y había jugado en la calle hasta tarde. Dormía con mi madre, era un mamón. Esa noche me acosté todo mugriento y cansado, lo que debe haber contribuido a dormirme rápido. Desperté al sentir que la cama se bamboleaba. Los gritos de mi tía Ester y de mamá que, tomando a mi hermana, de apenas seis meses, en brazos, me instaban a levantarme y salir de la pieza que compartíamos. Atolondrados, hacíamos esfuerzos para abrir la puerta principal de la casa y alcanzar la calle. La puerta no cedió. Recurrimos a una portezuela falsa para salir al exterior. Esto no

ocurrió tan rápido como esperábamos, sino recién cuando las fuertes sacudidas terrenales amainaron”.

Con la tierra calmada, comenzaron a tomar conciencia de lo grave de la situación. Al menos todos estaban ilesos, incluida una joven empleada y su guagua que tenían en casa. En la calle pudieron apreciar una escena dantesca. El polvo cubría todo. El desastre se apreciaba en vivo: casas, árboles, postes y cables de alumbrado en el suelo. Los gritos se escuchaban nítidos y desgarradores. Los incendios comenzaban a iluminar el cielo. Los perros aullaban. Los ruegos al Señor para que calmara la furia telúrica iban de voz en voz y de esquina a esquina. La sirena del único y escuálido cuartel de bomberos emitía un interminable ulular. Las réplicas impedían volver a las casas. El miedo y espanto era lo que se respiraba sin mayor esfuerzo.

Su casa, entera de adobe, sólo sufrió el derrumbe de un muro, que, en vez de desplomarse hacia el dormitorio, cayó hacia el comedor, por lo que su familia no tuvo que lamentar una desgracia mayor. Sin embargo, al niño Floreal, que intempestivamente tomó conciencia de lo que era un terremoto, el destino le tenía preparada una nueva tragedia. En la calle oyó desesperados gritos pidiendo ayuda. Éstos salían de una de las derrumbadas casas, al frente de la suya. Era la de una familia de apellido Mercado, desde donde se escuchaba con nitidez, lastimeros e impotentes ¡mamá, papá!. Los gritos provenían de un niño atrapado entre los escombros y, que, a pesar de los denodados esfuerzos de familiares y vecinos que se sumaron a los intentos de los padres de auxiliarlo, estos resultaron infructuosos y unas horas después lograron rescatar el cuerpo sin vida, de quien era su mejor amigo. Sintió su

pérdida, como suelen asumirse esos golpes a temprana edad, sin una carga emocional muy de nida y pesada. Sólo sintiendo un vacío inexplicable, una ausencia que se hacía sentir y con la inocencia del momento, apenas lograba conformarse con un balbuceante: “se fue al cielo, lo voy a extrañar”.

“A dos cuadras de la casa, añade a continuación, se incendió la sede de un club, no recuerdo exactamente si era el de la Unión o el Ñuble, que eran los más importantes, cuyas llamaradas iluminaban varias cuadras alrededor y subían altas y amenazadoras buscando las alturas”. Esa noche ningún habitante de la zona durmió tranquilo. Bastantes lo hicieron fuera de sus casas, a sobresaltos, a la intemperie en improvisadas camas, con colchones en las calles, en las plazas o en sitios baldíos.

Nadie a esa altura, con certeza, podía evaluar la magnitud del daño provocado por el sismo. Al otro día, sin tener información o cial, a simple vista se constataba que, al menos, la mitad de la ciudad estaba en el suelo, consecuencia lógica a esperar de un movimiento telúrico, como el acaecido, en construcciones precarias y mayoritariamente de adobe. La Catedral, el Hospital, el Cine y el Correo, los edi cios emblemáticos de la ciudad, yacían desplomados. Estimaciones posteriores, aunque no hay una cifra consensuada, señalan que Chillán tenía algo más de 40.000 habitantes. En el terremoto, que posee el récord de muertos en un sismo en el país, habrían perecido, según la prensa, entre 25.000 y 30.000 personas. Hubo rumores del inicio de peste, incluso las situaciones de pillaje, no se dejaron esperar, pero el control oportuno de la ciudad tomado por el Ejército llevó tranquilidad a la población.

Con este desolador panorama lo recibió la ciudad el día 25 de enero y sus imágenes lo han acompañado por más de ochenta años, como si hubiesen acaecido ayer. A partir de ese día y varios posteriores, vio des lar frente a su casa cientos de cadáveres rumbo al cementerio. Primero en ataúdes normales, luego en cajones artesanales y, al nal, camionadas llevando los cuerpos en simples sacos con destino a fosas comunes. Una visión que tampoco pudo borrar fue la de un hombre que había perdido a toda su familia y se paseaba desvariado frente a su casa derrumbada, con un palo de escoba al hombro como si fuera un fusil, resguardando sus escombros.

Cabe mencionar que el jefe de familia no estaba en Chillán la noche del terremoto. Se encontraba en Santiago trabajando, ya no en la Compañía de Tabacos, porque lo habían despedido, sino en otro lugar que María Inés desconocía, como también su paradero exacto. Hay que considerar que, en la época, las comunicaciones eran bastante débiles. Había pocos teléfonos. El único medio ampliamente usado (aparte del telegrama, al servicio de emergencias y nada de barato), era el correo, aunque tampoco fuera del todo expedito, menos para transmitir noticias urgentes. La red radial del ejército cumplió una labor social importante en ese período, prestando servicios de asistencia pública, difundiendo mensajes y noticias entre familiares que estaban aislados o que no tenían noticias entre ellos.

Al segundo o tercer día del gran sismo, María Inés, decidió dejar Chillán e ir a Santiago a reunirse con Juan Bautista. Floreal no recuerda con claridad el motivo especi co que tuvo su madre para tomar esa resolución, pero razones sobraban: el desamparo que afectaba a su familia; la

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