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C. Recurriendo a Demóstenes

Sin lugar a duda, que este episodio da cuenta de la capacidad que tuvo un veinteañero Floreal: realizó un análisis objetivo de costo-bene cio. Optó, no por la alternativa que le ofrecía un panorama más entretenido, pero de corto plazo, sino por la que le iniciaría en el camino que lo acompañaría toda su vida: su carrera.

Este evento y otros, enfrentados a lo largo de su vida, muestran su carácter de invariable línea conductual con convicciones, perseverancia y consecuencia. En de nitiva, su esfuerzo fue premiado: su puntaje, si bien no tan alto, fue su ciente para ser aceptado en la carrera de Pedagogía en Historia y Geografía, en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile.

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C. Recurriendo a Demóstenes.

Floreal nació con una evidente tartamudez que lo acompañó hasta adentrada su juventud. Este trastorno de la comunicación, no le provocó efectos psicológicos mayores, muy por el contrario, fue motivación de un fuerte convencimiento de que lo superaría.

El destino quiso que, durante sus estudios en el Liceo, en su curso hubiera otro compañero, Emilio Astete, también con este problema. Al no ser el único con dicha di cultad, parcialmente disminuyó, la atención de sus compañeros y el acoso escolar o bullying, tan frecuente en este tipo de situaciones.

En esa época, era tradición que, en la “Semana del niño”, los colegios hicieran una serie de celebraciones con participación activa del estudiantado y los padres, contando con la organización del Rotary Club. A Floreal le

gustaba recitar y, curiosamente, al hacerlo su tartamudez desaparecía, como por arte de magia. Cuando su profesor, Erwin Ramos, le encargó aprenderse la poesía “Ser bueno”, para recitarla en el acto que preparaba el Liceo, no dudó en aceptar la misión. Él tenía buena memoria. Poco le costó aprenderse el poema. Sin embargo, cuando llegó el día del acto y estuvo en el escenario, ante profesores y alumnos, quedó paralizado e incapacitado de articular palabra alguna. Su única y desesperada reacción, fue arrancar a casa, que quedaba cerca del colegio. Al llegar, soltó un desesperado llanto, mezcla de pena y vergüenza por la fallida actuación que había representado. Al rato su madre, con la característica serenidad y su actitud cariñosa siempre dispuesta para él, le preguntó qué le pasaba y él le confesó su drama, amargura e impotencia. Floreal cuenta que ese episodio lo enfrentó como el primer gran desafío de su vida, diciéndole a su madre: “mamá te prometo que voy a terminar con esto para hablar como cualquier persona normal.”

Floreal es un convencido que la Historia le ha servido mucho en distintas etapas y circunstancias de su vida. En el caso de su tartamudez y para su superación, le atribuye una primordial importancia. En efecto, en esta eventualidad, recordó que las clases de Historia, le habían revelado a un notable personaje, Demóstenes, el gran orador y político ateniense, que con idéntico problema, lo habría superado, forzándose a hablar con unas piedrecillas en la boca. La idea rondó en su cabeza y consideró que era ejemplo digno de ser imitado.

Si bien Floreal no siguió, exactamente, el camino tomado por Demóstenes, su caso le sirvió de inspiración para el procedimiento con el que eliminó su problema.

¿Cómo lo hizo? Simplemente, y esto va en serio, con total formalidad, se instalaba en el gallinero, ubicado en el fondo de su casa, y sin ánimo de ofender a ninguno de sus tranquilos locatarios, imaginaba que los plumíferos constituían... un público selecto y atento, para quien declamaba, de viva voz y con buena dicción, alocuciones sobre los más variados temas, hasta quedar extenuado por el ejercicio. Lógicamente no había aplausos, ni siquiera leves aleteos de aprobación al nalizar sus disertaciones. Su única recompensa en ese exclusivo escenario era, la íntima y grati cante satisfacción de verse avanzar en su propósito.

En este singular y nada jocoso “ejercicio” ideado y practicado, con disciplina y rigor por Floreal, puso mucho amor propio que era el único recurso disponible que poseía. Su objetivo era hablar sin di cultad. Además, algo, supuestamente, lo habilitaba: se sentía depositario del don de la palabra que caracterizaba a su padre. Anhelaba poseer cierta capacidad para discursear pero, obviamente, su tartamudez parecía insalvable para demostrar su a nidad con la elocuencia y no podía claudicar por un problema comunicacional, que él consideraba manejable. Estima que dedicó alrededor de un año a esta sana práctica, ante ese displicente auditorio que mientras peroraba no lo “pescaba”, limitándose sólo a escarbar la tierra tras algunos granos de maíz.

Sus vecinos —es un hecho imaginable—, quizás pensaron que “el-niño-del-lado-parece-que-se-volvió-loco”, al escuchar los denodados y altisonantes esfuerzos hechos diariamente después de clases, al situarse ante su original, cautivo y no opinante auditorio y practicar una, dos, tres veces, sus encendidos discursos. Hasta que todo

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