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A. Años de Liceo

A. Años de Liceo.

El traslado a Chillán, las peripecias de su estadía en dicha ciudad y luego su azaroso paso por Santiago, afectaron a Floreal en el desarrollo normal de sus estudios primarios, retrasándolo en un par de años. En 1940, recién ingresa a estudiar al Liceo de Hombres de Antofagasta, a sexto de preparatoria, a la edad de 14 años.

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Lo anterior signi có que siempre fuera el mayor de su clase. Según él, aparte de su mayoría de edad, reconoce que era “viejo de pensamiento”. Esto de alguna manera le sirvió, pues se habituó a estudiar y asumir con responsabilidad una etapa educacional, en la cual no le fue fácil tener un buen rendimiento. Su madre se disgustaba cuando obtenía bajas cali caciones. En una oportunidad obtuvo un 3 en inglés, nota que lo motivó para superarla. Partió con un 4, después subió a 5, para terminar con un 6. Esta experiencia le demostró que, si se proponía mejorar su rendimiento, podría lograrlo.

Desde niño su apodo fue “Chino”, por su extrema delgadez y sus ojos casi orientales; luego, al integrarse al Liceo, pasó a ser “Huaso” por provenir de Chillán.

En los primeros años tuvo un compañero venido de Tocopilla, de apellido Espinoza, quien en su primera clase, como cualquier novato, al sentarse en un banco que se

encontraba aislado, al fondo de la sala, éste se desplomó porque estaba inutilizable. El recién llegado lo ignoraba, no así el resto del curso que, al sentir el estropicio, a coro gritó “¡Shazam!”. Esta exclamación, era ampliamente utilizada por la juventud de la época, imitando al héroe de la serie cinematográ ca “Capitán Marvel”. Años después se enteraría que Juan Antonio Espinoza Prieto, con el nombre artístico de Antonio Prieto, quien entonando “Blanca y radiante va la novia...”, del tema “La Novia”, (la canción chilena de música popular que más impacto internacional ha tenido), de la autoría de su hermano Joaquín, se convertiría en uno de los cantantes chilenos más reconocidos en el mundo. Curiosamente, Floreal no recuerda que éste haya dado el más mínimo atisbo de que, con su voz, conquistaría múltiples escenarios.

En segundo año de humanidades se integró en un grupo de compañeros que funcionaba como clan, participando en todo tipo de actividades. En cierta ocasión, entre ellos surgió con fuerza, la idea de irse a estudiar a la Escuela de Grumetes de la Armada. La mayoría adscribió a esta iniciativa, pero Floreal se restó diciendo: “vayan ustedes, a mí no me interesa”. Todos partieron. Él se quedó, sin tener claro lo que haría con su vida, sólo aferrándose a un pálpito interno que le decía que su destino era otro. En esa época comienza a tomar conciencia de realidades sociales y a albergar sus primeras inquietudes espirituales. Por esos días, todos hablaban de las obras misericordiosas de Monseñor José María Caro y muchos se sentían atraídos por las prédicas del jesuita Alberto Hurtado en su intento de “conquistar al hombre para que vuelva a ser hombre” movido por la cordialidad, la paz y el compañerismo. Su madre que, a pesar de considerarse católica, no

iba a misa, pero hacía mandas y las cumplía, no tuvo una gran in uencia en este despertar. Ella era una mujer que tenía a Dios en la punta de la lengua. Lo responsabilizaba de todo cuanto ocurría; le agradecía lo bueno de cada día, pero de igual forma le reprochaba lo malo.

A pesar de ser casi un niño, Floreal sostenía conversaciones internas en su sano afán de buscar respuestas a temas trascendentes: cuál es la misión del hombre, de dónde venimos y hacia dónde vamos, cómo pensar a Dios, etc. Él hizo la primera comunión y su padrino fue un sacerdote, el Padre Moya, que era, a su vez, su profesor de Religión. Su intranquilidad espiritual, iba muy asociada a esa preocupación temprana por la cuestión social.

Como otros niños de su época, Floreal se estaba educando. De futuro, quizás poco sabía, pero ya estaba en manos de buenos profesores. Luego entendería que, con lo mejor de sí, el buen educador, saca lo mejor que en sí tienen aquellos que con él se vinculan. Educar siempre ha sido un servir. Por lo tanto, sirve de mejor modo quien educa con la equidad del justo. Ser educador siempre ha sido lo sustantivo; imposible no pensar en Gabriela Mistral. Títulos, grados y cargos son tan adjetivos y adjuntos que cualquier indebida aplicación o desempeño, desvirtúa la condición de educador. El educador lo es de modo permanente, en un continuo, similar al del agua que uye, siempre una bajo el puente, pero nunca la misma.

Por tradición pedagógica, en muchos casos, los profesores tenidos en distintas etapas de la vida, de una u otra manera, in uyen en la formación, personalidad, decisiones y hasta en la visión de futuro que se logra construir en la juventud. Floreal no escapó a este ascendiente

y recuerda con especial respeto y admiración a un par de sus educadores.

Uno de éstos, por el que guarda especial reconocimiento y consideración es Mario Bahamonde, destacado escritor de la generación del 38 y gran defensor del acervo nortino. Floreal le agradece el haberle enseñado a “leer”. No la lectura inicial y de silabario, sino la de libros con contenido. Libros redactados para promover inquietudes en sus jóvenes espíritus; que los entusiasmaran por la literatura, en especial por la literatura universal. Libros de autores americanos, ingleses y rusos. Estos últimos, de gran aceptación en esos días, tuvieron en él un fuerte ascendiente en su inicial formación político-social, dado que retrataban con prístina crudeza la realidad del pueblo y la pobreza del campesinado.

Bahamonde recomendaba la lectura de libros de aventuras y románticos, adecuados a su edad, pero también al praguense Franz Kafka, como una especie de desafío intelectual. El maestro iluminaba sus clases con su enorme capacidad pedagógica, sus conocimientos, su domino del lenguaje y su estilo coloquial. Lo curioso es que no planteaba una lectura obligada: sólo las sugería y los alumnos, a quienes lograba entretener al máximo, lo seguían. En sus interrogatorios preguntaba ¿qué fue lo que te llamó más la atención en el libro? ¿Por qué? ¿Qué frase o pensamiento te interesó? Invitaba a re exionar sobre el contenido de los libros, a detenerse en las situaciones con ictivas, en escenas emotivas que los impactaron, etc. O sea, buscaba sacarle al alumno respuestas a la acción de un determinado personaje, con el antiguo procedimiento pedagógico de “leer para pensar el futuro”.

Cuando Bahamonde narraba o se refería a un libro, lo hacía con tal propiedad, sabiduría y simpleza, que la clase se sentía poco menos que hipnotizada con el relato. Tenía mucho “cuento y mundo”. Sus anécdotas las exponía con algo de teatralidad. Había conocido a Neruda y compartido con él más de una jornada de la bohemia intelectual santiaguina, seguramente en el mítico café-bar-restaurant Il bosco.

En la década aquí aludida, Bahamonde escribía su novela “Puerto de embarque o Desde la tierra misma” y para el Antofagasta de siempre, dejó esta descripción: “El Centro Español estaba casi a un cuarto de cuadra. Empujaron los grandes tiradores de la mampara y se acomodaron en un apacible rincón. Otras mesas naufragaban en el recinto enorme y apenas algunas personas interrumpían la amplitud.”

Dado que esa “cuadra”, ya la ubicó, continúo con la cita: “Afuera, esa cuadra de la calle contenía, en cierto modo, la síntesis del pueblo. Un Banco extranjero en una esquina. Una joyería también de un extranjero, donde se conservan viejas joyas de la época fastuosa. Algunas tiendas en cuyas vitrinas el sol destiñe colores chillones. Un negocio de lotería, cuya suerte, como la fortuna, también se embarcó para otros pueblos. La reja de erro de un viejo pasaje que rompe la mañana y en cuyo ángulo un chileno vende cigarrillos. Al frente, el Club de la Unión, vanidad y único blasón de algunos enriquecidos. Hay gente que atropella y pasa. Hay gente que camina midiendo con calma el tiempo que ronda sin apremio sobre las horas. La cuadra casi es una síntesis del corazón de la ciudad.” Así veía Bahamonde el entorno donde se instalaría el Café del Centro.

Una situación que gra ca la cercanía que Bahamonde propiciaba con sus alumnos, es la siguiente. Al terminar el sexto de humanidades, a los alumnos del curso se les ocurrió dejar testimonio de su presencia en la sala de clases. La sala era angosta y alargada. La idea que prosperó fue grabar sus nombres en la parte alta de los muros, cerca del cielo, para lo cual instalaron una silla sobre un pupitre y encaramados en esta improvisada plataforma, procedían a estampar su nombre. En esta maniobra estaban y apareció Mario Bahamonde preguntando qué hacían. Al explicarle el propósito de la operación, la mayoría de los alumnos pensaron ¡hasta aquí no más llegamos!...sin embargo, el maestro, dándoles una mirada de complacencia y complicidad, dijo, “yo también me inscribo” y se subió al andamiaje y estampó su rúbrica y fecha.

Floreal mantiene nítida en su mente, una ocasión en que Bahamonde entró a la sala y lo primero que dijo fue: “en este curso hay un maricón”... Silencio total. Luego, reiteró la a rmación: “en este curso hay un maricón que molesta a las mujeres y no se atreve a dar la cara”. Se refería a un alumno que se interesaba por una profesora de inglés, con la que, aparentemente, él mantenía cierta relación sentimental. Obviamente que a quien iba dirigida la acusación, no dijo ni pío. Pero, sin duda alguna recibió una lección para el resto de su vida y, con toda seguridad, no volvería a molestar a la profesora. Los demás alumnos, asombrados con la actitud del profesor, pues no la esperaban, también sacaron una enseñanza al respecto.

Bahamonde tenía fama de galán, lo que en jerga popular se conoce como un “picado de la araña”. A pesar de poseer un rostro algo rústico que denotaba reminiscen-

cias chilotas, era poseedor de una atracción especial para el sexo opuesto, lo cual, aparte de la excelencia docente que exhibía en sus clases, lo hacía aparecer como un personaje muy llamativo y admirable para quienes tuvieron el privilegio de ser sus alumnos. Sus últimos 20 años tuvo de pareja a Germana Fernández Arancibia, una de las principales gestoras literarias del norte, locutora, bibliotecaria, administradora de la Librería Universitaria y destacada académica de la ex Universidad José Santos Ossa.

Pero el académico que marcó a Floreal fue, sin duda, Augusto “Chato” Malebrán, profesor de Historia. Floreal lo considera su mentor, detonante de su vocación y espejo al que imitó en la forma de transmitir esta asignatura. “El Chato hacía clases espectaculares, entretenidas, amenas y ágiles. Era imposible abstraer la atención cuando explicaba distintos tópicos de su materia y cuando captaba que alguno de sus alumnos no entendía lo que intentaba enseñar, recurría a la expresión “hay que machacar el erro, para que la gente aprenda”, como una forma de explicitar, que el maestro, didácticamente, nunca debe claudicar en su intención de hacerse entender”.

Floreal recuerda una situación acontecida al inicio de una clase, en que el profesor, pues sin mediar una palabra, escribió en el pizarrón: “Serenidad”. Luego, dirigiéndose al alumnado, expuso con claridad una detallada argumentación del signi cado de la palabra escrita y el porqué, en toda ocasión, debía ser considerada para no perder el aplomo, la frialdad y la entereza. Es decir, uno debía mantenerse sereno, porque esta actitud, propiciaría un desempeño equilibrado y dentro de un estado de autocontrol tan necesario ante cualquier situación. Con el pasar del tiempo Floreal especula, que Malebrán, probablemente, antes

de entrar a clases, debió enfrentar alguna circunstancia difícil y quiso aprovecharla para ofrecer una lección de vida a sus alumnos.

Actitudes como ésta, era habitual apreciarlas en aquellos maestros de antaño, que traspasaban las fronteras de la materia a enseñar, utilizando cualquier situación, por trivial que ésta fuera, para inculcarle a sus discípulos reglas de buen vivir, valores, normas de conducta, principios y deberes, o sea, se preocupaban por transmitir todos aquellos elementos que contribuirían en la formación de personas íntegras y respetuosas. De aquí a que esos alumnos se consideraran formados y con educación adecuada para la vida laboral, explica el hecho de que muchos de ellos, una vez concluidas sus humanidades, se integraran en actividades productivas, de administración o en las de servicios públicos donde, en plazos relativamente breves, eran contratados, por méritos, para hacer verdaderas carreras profesionales.

Otro profesor recordado, pero en un plano distinto, es uno apellidado Ramos, que era ojonazo y remolón, características que el curso aprovechaba, proponiéndole hacer un “calducho” (una especie de jolgorio) para declamar poesías, cantar, contar chistes y, de este modo, se obviaba la clase. En el curso había un alumno bastante porro y grosero. Contaba chistes y no se hacía de rogar para mostrar sus habilidades, en cualquier oportunidad que se le presentara. En uno de estos calduchos, impactó con un chiste que provocó la risa generalizada del curso y del profesor, al extremo que éste insistió para que contara otro que fue bastante subido de tono. Pero luego, en la tarde, terminadas las clases el “humorista” fue llamado a la Inspectoría, por grosero. El “profe” —el mismo que lo

estimulara para que continuara divirtiendo al curso—, lo había delatado.

También recuerda a un matrimonio compuesto por una estupenda profesora de Biología, la señora Elena Mena y un inspector, Pedro Córdova, padres del que fuera elegido, en el período 2002-2006, rector de la Universidad de Antofagasta, del mismo nombre que su progenitor. De otros docentes, como el de Matemáticas y el de Música, pre ere no referirse porque nunca entendió los conceptos y si se salvaba sólo era recurriendo a su buena memoria. Esta cualidad le permitió aprobar varios ramos en los que no llegaba a captar el sentido o el concepto de la materia tratada en clases, repitiendo como loro lo que decían los libros. También su memoria jó poesías que hasta hoy recuerda, como aquellas décimas octosílabas de Calderón de la Barca, que dicen:

Cuentan de un sabio que un día tan pobre y mísero estaba, que sólo se sustentaba de unas hierbas que cogía. ¿Habrá otro (entre sí decía) más pobre y triste que yo? Y cuando el rostro volvió, halló la respuesta, viendo que iba otro sabio cogiendo las hierbas que él arrojó.

Quejoso de la fortuna yo en este mundo vivía, y cuando entre mí decía: ¿habrá otra persona alguna

de suerte más importuna? piadoso me has respondido; pues, volviendo en mi sentido, hallo que las penas mías, para hacerlas tú alegrías, las hubieras recogido.

En esos años los Recabarren-Rojas tenían de vecinos a una costurera, doña Ester Ormeño y su marido Lalo, un taxista que todos los días, al pasar por su casa, les golpeaba la puerta y decía “¡buenos días!, ¿cómo está la economía?, ¿hace falta algo?, ¿pan, tal vez?”. Floreal nunca supo si lo hacía en forma servicial o simplemente para divertirse. El matrimonio tenía una hija, que Floreal recuerda como una morena muy atractiva y hasta con una dosis de ingenua complacencia.

Dado que Floreal era el más maduro de su curso y quien albergaba más inquietudes, normalmente sostenía, posiciones que solían verse enfrentadas con más de algún profesor. Una de éstas fue una ardua discrepancia, con uno de ellos: el poeta, profesor de matemáticas y arquitecto, nacido en Pampa Unión, Nicolás Ferraro, quien era conocido como “Colacho”. Éste al saber que Floreal era ferviente cristiano, reiteradamente lo instaba a defender su creencia e incluso a justi car la existencia de Dios con argumentos concretos, cosa que él, pese a su absoluto convencimiento, carecía de evidencias como las exigidas por su profesor. Hasta que un buen día, cansado por esa insistencia, en un encomiable arranque de madurez, para sus adolescentes años, le dijo: ¿sabe por qué soy cristiano y creo en Dios?... simplemente, porque “creo” y, como dice la oración, “creo en Dios Padre todopoderoso”. Ante esta

respuesta, que implicaba indiscutible posesión del don de la fe, el profesor dejó de aguijonearlo. Como diría el poeta Armando Uribe, “la fe es una adhesión brutal a ciegas, igual que el amor de nitivo”. Cabe señalar que, con el tiempo, Floreal logró establecer una muy buena amistad con el profesor Ferraro.

Los religiosos del colegio, por disposiciones congregacionales, motivaban a los estudiantes de los cursos superiores, a considerar la posibilidad de ingresar al Seminario y así poder constatar eventuales vocaciones sacerdotales. Floreal no escapó a este llamado. Sin embargo, la invitación no pasó de ser una fugaz luz incandescente en su mente. Uno de los argumentos para desistir de inmediato de la posibilidad de aceptar la invitación de los sacerdotes, fue su oposición al celibato de éstos, ya que, desde siempre, él aspiraba a formar una familia y su futuro no lo concebía sin ésta.

“Yo viví un tiempo cerca del internado del liceo ubicado en calle Orella. De ahí recuerdo a otro profesor, Don Santiago, era chiquito, muy servicial, de esos profes “normalistas” que hacían de todo, hasta lavativas, ¡sí, señor y no es una exageración!, que se usaban mucho en esa época, cuando un alumno por alguna dolencia las requería”.

De sus compañeros de época recuerda a Astete, con quien compartía la tartamudez; al Chino Hunfan, que venía de Taltal; al Negro González, buen basquetbolista; al Turco Abuhadba y al Mocho Arce. Uno de sus grandes compinches de juventud fue Carlos Rivera. Su padre era jinete y su madre, una mujer extraordinaria, que lo atendía con mucho afecto cuando visitaba su casa. Tenía tres hermanas, con dos de ellas Orfa y María, además de Carlos, Floreal jugaba tenis. Un golpe muy gran-

de para él fue enterarse, tiempo después, que su amigo del alma se había quitado la vida a una edad cercana a los 30 años.

Floreal iba a estudiar con uno o dos compañeros a la Avenida Brasil. En una ocasión cuenta que un tipo con una especie de brazalete amarillo se acercó a preguntarles qué estaban haciendo. ¡Estudiando!, dijeron a coro ¿Qué estudian? ¡Historia! fue la respuesta, a la vez que uno de ellos le preguntó ¿y por qué lleva esa cinta amarilla?: “Soy un decepcionado de la vida —especi có, agregando—, mi esposa me dejó. Yo continúo amándola y me siento como un viudo moral”. Los muchachos, por edad, distantes de ese tipo de contingencia emocional, no supieron qué decirle para conformarlo y lo vieron alejarse cabizbajo y algo enajenado.

En los veranos, iba con otros amigos a acampar a la quebrada Carrizo o a Coloso. Allí permanecían por una semana. Llevaban todo tipo de vituallas en un carretón de mano. Comestibles como deos, atún, algo de frutas y verduras para matar el hambre. Lo pasaban muy bien, sobre todo en las noches encendiendo fogatas y contando cuentos de ánimas o del diablo (típico) y aventuras, algunas inventadas y otras exageradas, lo importante era entretenerse y socializar.

Otra de las entretenciones de esos años, eran los concursos de conocimientos o de ortografía que se hacían en las radios, con la participación de estudiantes. Los auditorios de las radios se llenaban de niñas, lo que constituía una atracción para los jóvenes. Floreal se reconoce bueno para las composiciones y en más de una ocasión fue felicitado por los profesores, además tenía facilidad para deletrear palabras en inglés. Si de concursos se trata,

según revista “Ercilla”, en 1940 “...un varón de buen aspecto dijo: “Yo quiero rifarme”. Santiago Cruz Aguilera, de 26 años, con aba en el azar, y aceptaba la esposa que el destino le diese, representada en un número que se sacaría de una bolsita.” La ganadora, de Coquimbo, con el número 2037... no recibió su “premio”. Del galán rifado, nunca más se supo...

También el paseo de sábado y domingo en la Plaza Colón, entre las 19:00 y las 21:00 horas, constituía una actividad imperdible para los jóvenes de la época que, elegantes y agrupados circulaban por la plaza. Ellos en sentido inverso al de las niñas, cruzando furtivas e insinuantes miradas. Este circuito era conocido como el tontódromo y no hubo muchacho, entre 15 y 18 años, que no hiciera su recorrido con la esperanza de llamar la atención de la niña de sus sueños. En la década del 50 en la Plaza se podían apreciar pavos reales que, desplegando sus colas multicolores, entusiasmaban a la concurrencia. Además, en la pileta de los peces, los niños se extasiaban con ellos. El Caruso era el fotógrafo o cial, quien, premunido de su máquina de cajón, perpetuaba a visitantes y parejas de pololos que se juramentaban amor al lado del león, del reloj o bajo el orfeón.

La tradición venía de lejos. La ciudad siempre ha tenido algo que destacar. En septiembre de 1939, ya Ángel García Agra en “Ciudad de Antofagasta”, la había laudado con pomposas palabras: “¿Quién habrá que no cante tus alabanzas, ni enumere tus hechizos, ni proclame tus excelencias, ni exalte tus virtudes, ni deje de sentir profundamente conmovido el ánimo a la contemplación deleitable de tus prodigios y de tu belleza? ¿Quién, bajo tu cielo purísimo, que hienden altivas a tu espalda las

crestas empinadas de revueltas sierras y que a tus plantas el Océano va cantando tus alabanzas y te sirve de espejo donde poder admirar tu graciosa imagen no se apasiona de ti y te ama? Yo hubiese celebrado que el que no conoce Antofagasta, llegase una mañana cualquiera a esta eterna primavera a contemplar y a embriagarse en el perfume de las ores a la Plaza del Mercado o Avenida Brasil, y a la hora del cierre de los negocios, admirar los vestidos claros y vaporosos de las señoritas o cinistas que alegran las calles. Querría llevarlo yo mismo un domingo cualquiera hasta la Plaza Colón, para presenciar el des le de muchachas que vuelven de misa y que luego prolongan su paseo por ambas aceras de la calle Prat...” Fueron otros tiempos, sin duda. Pero, siempre una mirada al pasado ha de traducirse en un impulso hacia días mejores.

En esos lejanos nes de año se acostumbraba fabricar salnatrones que eran tarros con una mezcla de salitre, carbón molido y azufre (una especie de pólvora casera), al que se le agregaba una mecha. Al encenderse y tomar contacto con la amalgama se provocaba fuego, para luego dejarlo caer cerro abajo, con el consiguiente efecto lumínico que se apreciaba desde todos los puntos de la ciudad.

En los barrios antofagastinos, los grupos se juntaban en torno a la “patota de la esquina”, que era el núcleo social más popular entre los jóvenes de aquel tiempo, una especie de red acotada a la cuadra en que se vivía.

Su época fue la de los primeros “malones” o bailes realizados en casas particulares, en horario de 19:00 a 22:00 o 23:00 horas. Normalmente se juntaban en casa de un compañero, Mario Argandoña, que facilitaba estos encuentros ya que contaba con tocadiscos o pick up. Si la casa donde se reunirían careciera de este esencial elemen-

to, no había problema, porque no faltaba quien lo llevara. En estos encuentros sabatinos, cada asistente se encargaba de ofrecer algo para compartir. Unos aportaban bebidas; otros, queques o sándwiches de paté o queso; y otros que llegaban con los discos de moda en las radios, ya fueran los de 45 (rpm) con un tema por cara o los long play (de 33 rpm), que contenían 5 o 6 temas en cada cara. Todo se consumía sin jarse en cuánto había llevado uno u otro. Se formaba, casi espontáneamente, una especie de cooperativa juvenil para pasarlo bien y ¡sí que se pasaba bien! (En los “malones”, no se fumaba ni se bebía alcohol.)

También había locales, a los que asistía la juventud de la época, uno era el Club Ferroviario. Aquí actuaba la orquesta de Choche Mérida, con sus ritmos tropicales y la de Juanito Pollanco, cuya especialidad eran los tangos y valses.

En una ocasión Floreal, ya de 19 o 20 años, regresó tarde a su casa tras una larga noche bailable. Un sueño lo despertó muy angustiado y desesperado: en él, divisó a su abuela fallecida, tendida en un diván con gente extraña a su alrededor, observándola. Se levantó con alguna di cultad, aún somnoliento. Se dirigió al comedor: allí estaba su abuela compartiendo con sus padres, sin problemas. Por supuesto que no re rió a nadie la aprensión que lo había despertado. A la noche siguiente, asistió al salón de baile, pero en su interior no lograba aislar la gran angustia que le apretaba el pecho, por la situación en que había visto a su querida Yaya. Esta misma razón, determinó su regreso a casa más temprano que la noche anterior. El trayecto era corto, sólo un par de cuadras, pues vivía en 14 de febrero, entre Uribe y Orella. A medida que se acercaba a ella, vio algunas personas en su puerta, situación que lo alarmó y le hizo apurar el paso. Al ingresar a su casa, divisó en

un diván a una persona cubierta con una sábana: ¡era su abuela que había fallecido de un ataque al corazón! Esa imagen nunca se le ha borrado de la mente. Increíblemente, Floreal tuvo dos premoniciones nefastas, la muerte de los dos únicos abuelos que conoció.

El cine continuaba siendo uno de sus pasatiempos favoritos. Recuerda la existencia de los cines Nacional, Latorre e Imperio. Sus películas predilectas eran las mejicanas con Jorge Negrete y las románticas, siendo su preferida de todos los tiempos, “Casablanca” con Ingrid Bergman y Humphrey Bogart. Con esa haberse maravillado por la protagonista, a quien consideraba la máxima expresión de la ternura y hermosura. Una anécdota de esta etapa de ciné lo, la protagonizó uno de sus profesores, Antonio Salas Faúndez, quien por un tiempo llegó a ejercer provisoriamente de alcalde. Este personaje era un apasionado moralista, llegando al extremo de ordenar encender las luces de los cines en plena proyección, para sorprender y expulsar de la sala a aquellos jóvenes que, aprovechando la oscuridad, se entregaban a los escarceos amorosos que les permitía el pololeo, en la “ la de los cocheros”.

Dentro de la juventud de esa época, subyacía en la generalidad del comportamiento masculino, rasgos marcadamente machistas, en cuanto a la manera en que miraban y se comportaban con las mujeres. Existía, una equivocada relatividad al dividirlas en dos injustas categorías. La primera correspondía a aquellas féminas, a las cuales se les miraba con seriedad y respeto, dado que se suponía que con ellas existirían posibilidades de acceder a una relación más formal, con más proyección, como el matrimonio y con quienes era un pecado, sobre todo si ambos eran católicos, avanzar en una relación de ma-

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