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D. Quiebre familiar

el esfuerzo, perseverancia y creatividad puestos en juego por Floreal, en pos de solucionar su trastorno del habla, alcanzó positivo resultado y disminuyó, drásticamente, su tartamudez.

D. Quiebre familiar.

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Al poco tiempo del retorno de María Inés y sus hijos de Chillán a Antofagasta, también lo hizo su esposo que había conseguido un puesto en la sede de la empresa Copec local. Él había hecho todo lo posible para estar cerca de su familia, pero este empeño no bastaba para proyectarse en un vivir hogareño con una perspectiva tranquilizadora, como se vería más tarde.

En la pieza compartida con la abuela Dolores, en 14 de febrero, los Recabarren Rojas permanecieron cerca de dos años. Luego jaron domicilio en la misma calle, entre Uribe y Orella. En esos años, 14 de febrero era una calle con prostíbulos y en ocasiones, con las primeras sombras de la noche, algunos parroquianos despistados o ebrios, golpeaban con un mínimo de discreción la puerta de la casa de los Recabarren e intentaban entrar con un “¿se puede?”. María Inés respondía —tal cual lo hacían otras vecinas del barrio— con airados garabatos que “se fueran a joder la pita a otra parte”, porque esa era una casa particular, decente.

Después de la traumática situación vivida en el sur, María Inés puso más empeño que nunca, en su reinserción en el trabajo que había abandonado por acompañar a su marido. Poco a poco recompuso aquellos contactos y en algo mejoró la situación familiar.

Juan Bautista siempre demostró mucho cariño por sus hijos y, particularmente, una admiración especial por Floreal. Razones su cientes tenía para albergar este sentimiento. Su hijo mayor no era un muchacho problema. Le iba bien en sus estudios. Su comportamiento en casa era bueno. No fumaba ni gustaba del alcohol. ¿Qué más podía esperar un padre que no cumplía a cabalidad su rol?

Un día Juan Bautista (que no era bebedor consuetudinario), tal vez llegó con una copa de más encima y, en medio de una discusión con María Inés, pretendió levantarle la mano. Floreal, con escasos 14 o 15 años, no lo permitió. Impidió el desatino de su progenitor. Se abalanzó sobre él, tomándolo por el cuello y lo apretujó contra los barrotes del catre de bronce de su madre. Su oportuna acción logró aquietar los ánimos y tranquilizó el ambiente: “Es que mi amor y respeto por mi madre, eran exagerados”, acota Floreal.

El clima hogareño se había enrarecido. La naturaleza de Juan Bautista permanecía igual. Su adicción al juego, los amigos, los clubes, el sexo opuesto, nada había cambiado un ápice. Las relaciones conyugales empeoraron. Mientras tanto, María Inés avanzaba con decisión en su campo laboral y se la veía satisfecha de sus logros. Además, de alguna manera, advertía cambios en su condición conformista y nada cuestionadora que, por años, la había caracterizado. Nuevamente se sentía valorada. Su con anza estaba al tope. Le asistía la convicción de poder encargarse de su familia, sin la participación de su marido.

Juan Bautista permaneció alrededor de dos años en la Copec antofagastina, hasta que le ofrecieron un traslado a

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