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C. Complicado paso por Santiago
ausencia de su esposo; alejarse de una ciudad en ruinas; arrancar de las continuas réplicas del terremoto, etc.
Frente a lo sucedido, Floreal especi ca que, “Mi mamá nunca se acostumbró y pasó muchas penurias en Chillán”.
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Por su parte María Inés, como la mayoría de las mujeres de la época, dependientes económicamente de su marido, se sentía impedida de tomar una resolución drástica, como pudo ser el abandono del hogar compartido, ya que pensaba en la desprotección en que quedarían sus hijos y, en consecuencia, agachaba la cabeza, sin reprocharle nada, sometiéndose al actuar de quien, socialmente, era “el dueño de casa”.
Sin duda que, si el traslado a Chillán dejó a una perjudicada en el camino, ésta había sido María Inés.
C. Complicado paso por Santiago.
El viaje a Santiago que emprende María Inés con su hermana e hijos, se inicia en una micro que las lleva a Parral, donde tomarían el tren para Santiago. Iban esperanzados de encontrar a Juan Bautista. Emprendían una aventura de incierto resultado. Ni siquiera tenían claro dónde dirigirse. Ignoraban la dirección en que residía el padre de familia. Sí sabían que se alojaba en casa de su tía-madrastra, en calle San Gerardo. Pero desconocían en qué sector o barrio quedaba ésta. El viaje no fue del todo agradable. Al llegar al puente Ñuble los hicieron bajar y debieron atravesarlo a pie; seguramente éste no soportaba el peso de la micro repleta de pasajeros. Una vez en Parral y ya en el tren, María Inés y Ester entablaron conversación con una pasajera, que se mostró conmovida y muy comprensiva
ante la historia de la familia nortina, al punto de ofrecerles alojarlos en su casa en Santiago, mientras ubicaban al jefe de familia.
Floreal recuerda que durante ese viaje explotó su condición de damni cado. Iba a pie pelado y se bajaba en cada estación donde paraba el tren. Quienes lo veían se compadecían, tal vez porque era una de las primeras víctimas del terremoto que tenían ante sus ojos y hasta lo premiaban dándole dulces, bebidas y algunas monedas. Para el pequeño Floreal fue un viaje placentero y lucrativo.
Al llegar a la capital, la señora con quien habían compartido en el tren los llevó a un edi cio donde, según ella, vivía. Pero cuando subían las escaleras, María Inés advirtió que en habitaciones cuyas puertas estaban medio abiertas, se veían mujeres escasas de ropas y hombres bebiendo, lo que la hizo concluir que estaban en un hotel parejero o casa de citas y que no era recomendable quedarse ahí. María Inés le dijo a Floreal: “hijo acompáñame”, bajaron a la calle e hicieron parar al primer taxi que vieron. Tuvieron suerte. Una vez que el grupo se acomodó en el auto, el taxista preguntó: ¿adónde las llevo señoras? Titubeante e insegura, “Somos damni cados de Chillán señor —contestó María Inés—, desconocemos Santiago y necesitamos ir a la calle San Gerardo”. El conductor, experimentado en su trabajo, la tranquilizó sin hacerse mayor problema, respondiendo: “Ok, me parece que está por Independencia abajo, cerca del Hipódromo Chile, de la Plaza Chacabuco, por ahí está”. En el sector, tras dar una vuelta por los alrededores de la plaza, encontraron la calle.
Viajar y aventurar, suelen ser la misma cosa. Ahí comenzó otro dilema. María Inés sabía que su marido vivía en esa calle, pero desconocía el número de la casa. Una
vez más el conductor, demostrando una amalgama entre amabilidad y solidaridad, dijo “no se preocupen, esta calle no tiene más de 5 cuadras, encontraremos donde vive su esposo”. Resumiendo, el taxista se estacionaba a mitad de cuadra, se bajaba para preguntar, casa por casa, si ahí vivía un tal Recabarren, hasta que dio con la tía de Juan Bautista. “Listo señora, encontramos donde vive su marido”.
Pero, ahora... ¡había que pagar la carrera del taxi! María Inés tenía unos pocos pesos, pero sumando hasta las monedas recolectadas por Floreal en las estaciones en las que se bajó, comprendió que eran insu cientes para cancelar el servicio. De todas formas, María Inés sintió una obligación moral y con tono entre avergonzado y tímido dijo ¿cuánto le debemos? El taxista, sin duda un esforzado padre y muy probablemente también abuelo, miró al grupo, deteniéndose en los niños y al advertir la indefensión que estos proyectaban, dijo simplemente: “qué le voy a cobrar señora, ustedes la están pasando muy mal, olvídese, y ojalá que Santiago las trate bien”.
Cuando la tía vio el numeroso grupo, prácticamente desconocido, que llegaba intempestivamente a su casa, en principio se abismó. Luego consciente de la realidad de la que venían arrancando, sólo tuvo palabras amables y una recepción cálida y comprensiva. La casa no era muy grande, pero rápidamente, se asignaron lugares donde dormir, utilizando hasta los sofás del living y el suelo, obviamente. La casa mostró un hacinamiento extremo, sin embargo, para los recién llegados, el poder contar con un techo y una alimentación segura, ante la emergencia que enfrentaban, ese repentino desorden representaba un detalle insigni cante.
Para Juan Bautista que se desempeñaba como vendedor de perfumes, grande fue su sorpresa al llegar y encontrarse con toda su familia ahí instalada. Ese domicilio sólo los acogió por corto tiempo. María Inés se informó de la existencia en Santiago, de una serie de albergues habilitados por el gobierno, en establecimientos educacionales. Allí acogían a damni cados del terremoto (afortunadamente estos establecimientos no se utilizaban, porque era período veraniego y no había clases). Ella decidió que su familia se trasladara a uno de esos locales para no continuar viviendo amontonados como estaban. El primer destino fue una escuela técnica femenina, en calle Moneda, cerca de Riquelme. Los damni cados, eran ubicados a razón de 3 a 4 familias por sala. En la escuela permanecieron hasta que comenzaron las clases.
Luego los trasladaron a otra escuela técnica del sector, en calle Matucana. Floreal fue matriculado en la Escuela Salvador Sanfuentes ubicada en la misma calle entre Catedral y Compañía, frente a la Quinta Normal. Un ejemplo de la admirable memoria que todavía posee Floreal, es que, a pesar de haber estado sólo un año en dicha escuela, aún puede cantar algunas estrofas de su himno. María Inés, entre tanto, se enfermó de ictericia y estuvo largo tiempo en una pieza, aparte de su familia.
La cercanía de la escuela a la Quinta Normal, gran pulmón verde y uno de los paseos más importantes y visitados de la capital, permitía que las familias albergadas, dispusieran de un gran parque urbano para solazarse con sus múltiples atractivos: la laguna, el tren y su amplio y atractivo recorrido, el Museo de Historia Natural, el invernadero y sus extensos jardines en los cuales se podía practicar todo tipo de juegos.
Mientras Floreal estuvo albergado también participó de algunas travesuras, cercanas a fechorías. Con otros niños encontraron la forma de sacar las ampolletas de las salas de clases de la escuela. A una larga vara de coligüe le adicionaron una especie de corneta, artilugio que, al hacerla girar, permitía retirar las bombillas. Luego las vendían por el barrio y compraban sándwiches, dulces y bebidas.
Floreal opina que el período vivido en estos albergues no fue tan malo. Muchos nes de semana visitó a su tío Luis Recabarren, que lo había acogido cariñosamente en Chillán y que se encontraba radicado con su familia en la capital, en un cité de calle Larraín Mancheño, sector de Blanco Encalada. El cité tenía un pequeño jardín, un banco y un farol central que le otorgaba una visión muy atractiva al lugar. Su tía Berta Hidalgo, le hacía una cama en el suelo con una lona y Floreal, como todo invitado a casa ajena, no se complicaba y se acomodaba con placidez y disposición de niño pobre. Ahí se reencontró con sus primos. Franklin que era profesor y Lautaro que estudiaba secundaria, quien lo integró, sin ningún problema, en sus panoramas y juegos con otros amigos de la cuadra, con quienes hacían visitas al Parque Cousiño y al cine del barrio.
A todo esto, su padre ya no estaba en la venta de perfumes. Se desempeñaba como inspector de los tranvías eléctricos que recorrían una serie de barrios santiaguinos. Cuenta Floreal que, en esta labor, en una oportunidad que exigía el boleto a algunos sujetos que no pagaron el pasaje —¡nada nuevo bajo el sol!—, le “sacaron la contumelia”, ¡tal cual!, y hasta ahí no más le duró el empleo.
En el país de esos días, no era fácil encontrar trabajo. La economía no andaba bien y la cesantía crecía. Ante
esta situación el Gobierno desistió de nanciar albergues y creó un subsidio de $ 300 pesos, para aquellas familias que los dejaran y se trasladaran fuera de Santiago. Los Recabarren Rojas accedieron al bene cio. Informaron que se iban a Rancagua. ¡Y se fueron a Rancagua! Sin embargo, no para quedarse, sino tan sólo para obtener la subvención. Floreal de ende esta maniobra (ocurrencia de su madre). Estaban pasando hambre. Empobrecidos al extremo y vistiéndose casi con andrajos. “La comida de los albergues, era poca, desabrida y sanitariamente, dejaba mucho que desear, al extremo que, en una oportunidad, apareció un ratón muerto en una olla común”.
Llegada la familia a Rancagua, averiguaron a qué hora partía el tren de regreso a Santiago y supieron que tenían varias horas libres. Decidieron ir a disfrutar... de un almuerzo “como Dios manda”, como hacía meses no probaban. Floreal todavía rememora con gozo las papas fritas del menú consumido, todo un banquete para las privaciones a que se habían acostumbrado en esos últimos tiempos. Más tarde, abordarían el tren de vuelta a Santiago y de ahí se irían directamente a otro albergue, ubicado en calle Vivaceta, donde no les pusieron ningún obstáculo, dado que no existía control alguno que les impidiera el ingreso.
En el nuevo albergue, vivieron idéntica rutina de necesidades, desamparo e incertidumbres. Pero, como diría un cristiano, ¡los milagros existen! Al poco tiempo, María Inés se encontró casualmente con la profesora, Raquel Osorio, que había sido su vecina mientras vivían en calle Orella en Antofagasta, quien le preguntó por su estadía en Santiago. La síntesis de sus recientes dos años, fue muy emotiva, pero estrictamente real. Su trasplante a Chillán,
su experiencia con el terremoto, su deambular por albergues en Santiago, la situación laboral de su marido, etc. Las carencias y avatares que había sufrido con sus hijos mientras estuvo fuera de su tierra nortina, conmovieron a tal extremo a doña Raquel, que ésta le dijo: “Usted no puede continuar aquí María Inés. ¿Quiere regresar conmigo a Antofagasta? Yo pago los pasajes.” ¡Por supuesto que sí!, fue la respuesta inmediata. Viajaría María Inés y sus dos hijos solamente. Juan Bautista se quedaría un tiempo más, estaba en la búsqueda de un nuevo trabajo. Su tía Ester tampoco sería de la partida, ya que se desempeñaba en el Hospital de San Bernardo.
Gracias a esta decisión, dejarían atrás la aventurada permanencia en Chillán, tierra que vio nacer a María Eugenia y que les mostrara la naturaleza en todo su esplendor y, además, la enorme desgracia que era capaz de provocar cuando despertaba furiosa. También en el recuerdo quedarían las carencias del aciago paso por Santiago. Retornarían a Antofagasta, sin nada, prácticamente con lo puesto, a empezar de nuevo, pero a su lugar de pertenencia. Viajaron en tren de Santiago a La Calera, para hacer transbordo al Longino. Más de dos días después, llegaron a Antofagasta, a la pieza alumbrada con vela que arrendaba la madre de María Inés, en calle 14 de febrero, entre 21 de mayo y Orella, frente al Liceo antiguo. Retornaban desvalidos y pobres como ratas, pero felices de estar en su tierra.
Los episodios de infancia, adolescencia y juventud de Floreal, ya deparan algunos elementos de juicio como para entender su real condición de nortino. Un nortino tipo, forjado como muchos otros. Un nortino común, integrado en esa mayoría que se sabe dispuesta a contribuir
con algo para estas tierras de su querencia y los hombres que la honran con sus obras. La experiencia y las relaciones sociopolíticas, profesionales y culturales de este nortino, serán determinantes para su condición personal y el peculiar rol de hombre público que le asignó una parte de la ciudadanía antofagastina.