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A. Estadía en Santiago
A. Estadía en Santiago.
El calor veraniego de 1947 llegaba a su n, cuando un provinciano Floreal de casi 20 años, arribaba por segunda vez a la capital. Era prácticamente el mismo Santiago que había dejado hacía ocho años atrás, luego de la intempestiva huida familiar de Chillán. Sin embargo, su ánimo ya no re ejaba las carencias, el desarraigo, la nostalgia y la incertidumbre que había adquirido durante la anterior permanencia obligada en la gran ciudad.
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En Antofagasta se había hecho muy amigo de Gonzalo Puebla, quien era contador y había heredado el trabajo de su fallecido padre, pero con residencia en Santiago, lo que lo obligó a trasladarse con su familia a la Capital. Gonzalo, ante la muerte de su padre, había asumido la jefatura de su familia, dado que era el mayor de cinco hermanos y el único que trabajaba. La familia la componía su madre Minta Leeson y sus hermanos menores Sergio, Frida, Daisy y Lily, todos ellos estudiantes. Gonzalo le había dicho que, si él tenía que radicarse en Santiago para proseguir sus estudios universitarios, pensara en alojarse en su casa. Llegaron a un buen acuerdo con el pago de una pensión al alcance de la madre de Floreal, que era quien, inicialmente, solventaba sus gastos.
Ahora arribaba en distintas condiciones. Por de pronto, llegaba a la casa de una familia conocida, la de los Puebla Leeson, la que aparte de garantizarle techo y comida, le brindaría algo mucho más importante: afecto y amistad. Además, existía en su joven espíritu, otra razón para estar optimista en este nuevo arribo: la convicción interna de transformarse en Profesor de Historia. Estas dos motivaciones le bastaron para que los aciagos momentos vividos años atrás en la capital, trocaran de un recuerdo de pesada carga, a un aliciente inspirador de un futuro mejor. Esa fue la disposición con que enfrentó su revancha santiaguina.
Floreal recuerda que nunca pudo haber estado mejor tratado en otra parte, que en esa casa ubicada en calle Riquelme a una cuadra de la Alameda. Fue considerado como un integrante más de la familia por doña Minta, a quien recuerda como una mujer santa, amable y cariñosa, que lo acogió con mucha calidez y por la que guarda un gran afecto, respeto y gratitud. Evoca con especial añoranza las exquisitas onces que preparaba, con los mejores queques que él haya probado jamás y que cuando llegaba a la casa de noche, normalmente encontraba en su velador una porción del postre que había preparado ese día. Además, le enseñó a jugar canasta y cuando no tenía clases pasó muchas jornadas entreteniéndose con este juego.
Como en toda casa antigua, obviamente, los ratones se paseaban por el entretecho e incursionaban en las noches por las piezas, en busca de alimento. Floreal se atribuye la muerte de varios roedores a escobazos, los que colgaba en la puerta de la cocina y luego se desentendía del tema, hasta que un grito histérico al otro día en la
mañana de Frida... ¡¡Recabarren!!, lo hacía volver a la realidad de su pesada broma.
En esa época estrechó los lazos con Gonzalo, quien era alto, simpático, de buena estampa y gustaba de la ópera. En muchas oportunidades iban al cine y de vuelta, en la noche, regresaban entonando a viva voz por las calles alguna aria operática, en la que Gonzalo hacía el papel del tenor, mientras Floreal se limitaba a apoyarlo con el coro nal. También viajaron en reiteradas ocasiones a Valparaíso, en una moto, con la intención de conocer en el puerto a algunas chiquillas y poder disfrutar de un buen panorama para pasarlo bien. Como complemento al excelente ambiente en el cual vivió en Santiago, Floreal destaca el haberse llevado muy bien con los hermanos menores de Gonzalo.
Sergio era amigo de Alejandro Jodorowsky y siempre andaba en onda cultural. En una ocasión llevó a su casa un disco long play con una selección de poemas, dentro de ellos estaba “La casada in el” de Federico García Lorca. Floreal se lo aprendió de memoria al escuchar una, dos, tres, interminables veces el disco. Hoy, como si el tiempo no hubiese pasado, no se hace de rogar si alguien le pide que lo recite: “Y que yo me la llevé al río creyendo que era mozuela, pero tenía marido. Fue una noche de Santiago...”.
Antes de matricularse en Pedagogía, cruzó por su mente la posibilidad de estudiar Leyes. Lo anterior, dado que, teniendo el puntaje necesario para ser aceptado en dicha carrera, tuvo un instante de indecisión, motivado particularmente por las perspectivas económicas que podrían “asegurar” ambas carreras, en las cuales la abogacía superaba largamente a la docencia. Sin embargo, preva-
leció la vocación por sobre la tranquilidad económica y en de nitiva ingresó al Pedagógico de la Universidad de Chile. “Creo que, en esta decisión, la imagen que tenía del “Chato” Malebrán in uyó mucho y, además, reconozco que mi tartamudez, aún no superada del todo en esos años, también pesó en la determinación, pues si de algo me convencí fue que, un abogado con tal problema tendría más de alguna di cultad en el ejercicio de la profesión”. A la carrera de Pedagogía no tuvo que postular, debido a que eran muy pocos los interesados. De Antofagasta recuerda que ingresaron el Negro Castillo y una niña muy dijecita de nombre Daisy.
El arribo a la capital le signi có cambios relevantes respecto de su vida provinciana. Por primera vez vivía alejado de su madre. Llegaba a una ciudad prácticamente desconocida. Como nunca antes tenía a su polola cerca. Comenzó a interiorizarse de los detalles de la vida universitaria y a codearse con compañeros de diversos orígenes y también pudo relacionarse con guras políticas prominentes. Sin duda alguna que ese primer año en Santiago, fue como un abrir los ojos a nuevos y desa antes escenarios que comenzaría a enfrentar. “Fue un año de aprendizaje, sobre todo político”, reconoce Floreal.
El ambiente capitalino de esos días, 1947, contaba con la gura del sacerdote Alberto Hurtado Cruchaga. Uno de sus muchos artículos de prensa re riéndose a sus alumnos, como “hijos del siglo XX”, exponía estas ideas: “El mero conocimiento de las verdades religiosas no basta: el catolicismo más que una losofía de la vida es un camino de vida. La fe ha de ir orientada a una vida cristiana tanto individual como social. Los alumnos han de conocer no sólo la respuesta a los problemas de la vi-
da, sino sobre todo cómo vivir frente a esos problemas. Y porque se trata de llegar a vivir estas verdades, hemos de presentarlas no sólo como dogmas que creer, sino como valores amables, que contrarresten la in uencia de los valores paganos del ambiente.”
Floreal ingresó al Pedagógico cuando éste funcionaba en la calle Ricardo Cummings, casi al llegar a la Alameda, al costado izquierdo del Liceo de Aplicación. También alcanzó a deleitarse de las instalaciones más amplias, cómodas y atractivas, cuando éste se trasladó a los terrenos del Instituto Inglés ubicado en José Pedro Alessandri, en el barrio Macul. Las hermosas casonas de tradicional arquitectura inglesa transmitían un toque europeo al entorno. Los extensos prados y la variedad de árboles que prodigaban refrescantes sombras en días calurosos acogían a numerosos grupos deliberantes que pasaban horas y horas debatiendo. El otoño llegaba de improviso componiendo una alfombra salpicada de una variada hojarasca. Mientras que, en invierno, el espectáculo de ver la lluvia bañar los jardines, invitaban a concentrarse en las actividades estudiantiles. En primavera llegaba el color, aroma y alegría que transmitían ores, árboles y arbustos, componiendo un paisaje que estimulaba el romanticismo.
En estos diferentes ambientes educacionales llegó Floreal a dar sus primeros pasos en la formación de su anhelada vocación profesional y, además, sin sospecharlo, a reforzar de nitivamente su pensamiento político.
En sus primeros años en Santiago tuvo breves contactos con su progenitor cuando en sus vacaciones viajaba a Antofagasta en el longino y al pasar éste por Coquimbo debía salvar importantes desniveles aminorando su marcha al mínimo, avanzando prácticamente “a la vuelta de
la rueda”, lo que permitía a los pasajeros bajarse de él y luego abordarlo sin problemas. Juan Bautista aprovechaba esta condición y ascendía al carro donde venía Floreal, quien a través de su ventana abierta ya había advertido a su padre de su ubicación. Una vez juntos, padre e hijo repasaban sus últimas novedades. Floreal a rma, aún con satisfacción, que apreciaba a su padre orgulloso de él. Sin duda que este sentimiento paternal, se basaba en la calidad de universitario que exhibía su hijo y las armas que una profesión le otorgaría, para enfrentar la vida en mejores condiciones que como él la había encarado. Seguramente, también, con una loable autocrítica, apreciaba que su hijo no demostrara haber heredado ninguno de los excesos que lo caracterizaban y que le habían provocado tantos reveses.
En el año 1948, falleció Juan Bautista en ese puerto nortino. Fue la primera oportunidad en la cual Floreal viajó en avión, ya que la Copec le pagó el pasaje y el traslado del cuerpo de su padre hasta Antofagasta. Este acontecimiento, doloroso sin duda, le obligó a replantearse la situación de cómo afrontar su estadía en Santiago, puesto que su progenitor la nanciaba.
Lo primero que decidió fue ponerse en campaña para encontrar algún trabajo. Necesitaba obtener recursos para solventar sus estudios y mantención, para lo cual decidió reprogramar su carrera a un plazo más allá de los 5 años que eran los normales, de forma de obtener cierta holgura para rendir satisfactoriamente en el trabajo y en los estudios.
Siguiendo esta estrategia, le solicitó una entrevista al gerente de Copec. Se presentó informándole que era hijo de Juan Bautista Recabarren, empleado de la compañía
recientemente fallecido en Coquimbo; que él, oriundo de Antofagasta, estudiaba Pedagogía en la Universidad de Chile y que requería trabajar media jornada para costearse sus estudios. Terminó su perorata diciendo que, si había perdido a su padre, haría lo imposible por no perder su carrera.
Según cuenta Floreal, él esperaba que el ejecutivo, al escuchar el nombre de su padre, hiciera alguna demostración de haberlo conocido y de pesadumbre por su deceso. La realidad fue diferente, éste haciendo un gesto como quien intenta recuperar de su base de datos cerebral la imagen del desaparecido empleado, se tomó un momento (que a Floreal le pareció eterno) y, al nal, no dio ninguna señal al respecto, lo que lo alertó a considerar una negativa a su solicitud.
No obstante, grande fue su sorpresa al escucharle: “¿sabes?, me caíste bien cabro, aunque no conocí a tu padre, tuve información que era un buen trabajador, prolijo y ordenado y si tú tienes alguna de estas características, la empresa debe darte una mano” y le preguntó ¿sabes vender bencina?”, a lo que Floreal contestó positivamente, aunque para él, esa labor era absolutamente desconocida. Cuento corto: lo asignó a una importante bencinera frente a Los Cerrillos, que tenía un gran movimiento porque era paso obligado de toda la movilización con destino a Valparaíso y la costa central. El horario le permitiría estudiar en la mañana y cumplir su labor en la bencinera por las tardes.
Floreal recuerda algunas anécdotas de su paso por ese trabajo. En una ocasión se le pasó la mano y rebalsó demasiada bencina fuera del estanque de un auto, cuyo propietario lo “puteó” por incompetente. Intervino su je-
fe, un bonachón y corpulento hombre y le aseguró al enfurecido cliente: “perdone la molestia señor, el muchacho responderá por su ine ciencia”, cosa que después no le exigió y sólo le recomendó ser más cuidadoso. Esta situación a Floreal lo marcó y siempre recuerda haberse topado con un viejo sabio y de gran humanidad. Otras de las anécdotas frecuentes, era atender a estudiantes de la universidad, a veces incluso a compañeras con sus pololos, que iban de paso a la playa y lo reconocían, dejándole buenas propinas.
A los seis o siete meses abandonó el trabajo en la bomba y se tentó por hacer clases en liceos nocturnos, que en esa época eran una opción muy recurrida por personas que trabajaban y les interesaba completar sus estudios. Pero su pasar por esos colegios no le aportaron grandes enseñanzas, aparte de que alguna alumna se le insinuaba con tal de obtener una buena nota, ofertas a las que Floreal hizo caso omiso. Según Floreal “no era una pega muy interesante, pero igual permitía irse fogueando y, además, se ganaba buena plata”.
Luego comenzó a dictar clases en la Academia de Estudios Excélsior (peyorativamente era conocida como el “Reformatorio Excelsior”), ubicada en calle Lord Cochrane cerca de Blanco Encalada. Era un establecimiento orientado a estudiantes con problemas disciplinarios, conductuales y de rendimiento, que provenían de familias de altos recursos o de padres in uyentes, como el caso de uno de apellido “del Pedregal” que era hijo de un ministro.
Floreal recuerda que los alumnos, ¡nada nuevo bajo el sol!, hacían lo que querían e incluso llegaron al extremo de agredir a un profesor de matemáticas. “En una opor-
tunidad cali qué mal a uno, quien me siguió en bicicleta hasta el paradero donde tomaba la micro, insistiéndome que debía subirle la nota, a lo que yo me negué. El cabro no se conformó con mi respuesta y, por un buen tramo del recorrido de la micro, se agarró de ésta y me gritaba con insistencia: “Profe, súbame la nota, súbame la nota”. Por supuesto que la presión del alumno no alteró mi decisión. Yo tuve, en general, una buena relación con ellos, aunque los veía como jóvenes abandonados de hogar, ya que, a pesar de proceder de familias pudientes, re ejaban pobreza de espíritu y falta de afectos”.
Por su parte el director, tenía una forma muy rústica de hacerse entender con golpes de una varilla en el trasero de los estudiantes, que provocaban algún desorden. A pesar de este ambiente agresivo, tipo “semilla de maldad”, Floreal no tuvo problema alguno con los distintos cursos que atendió, dado al estilo cercano que implantaba, lo cual le abonó el camino para tener con ellos una muy distendida y respetuosa relación.
Cuando por alguna razón las clases se suspendían, él llevaba a sus alumnos al ex Parque Cousiño (hoy Parque O´Higgins), que quedaba cerca de la academia y allí, les pasaba la materia igual, logrando mantenerlos concentrados e interesados. Esto que podría pasar como una simple curiosidad, no era tanto por la forma de relacionarse con sus discípulos que ha caracterizado siempre a Floreal, basada en su empatía y manera de enseñar. “A los muchachos les gustaba mi estilo histriónico de enseñar: le ponía color, me tiraba al suelo y me hacía el muerto, me subía al banco, les daba la mano, los abrazaba, hacía como que les tiraba una granada, etc. En n, recurría a una serie de arti cios, con mucha
parafernalia, con tal de atraer la atención del alumnado e interesarlos en la materia que les pasaba”.
Floreal evalúa muy positivamente su paso por dicho colegio, ya que fue un verdadero reto como educador. Económicamente fue una etapa muy productiva, ya que muchos estudiantes eran bastante ojos, pero igual sus padres aspiraban a que pudieran ingresar a la universidad, por lo que les contrataban clases particulares de preparación para el Bachillerato y él acaparó un buen número de ellas. Una de las anécdotas de esa época, fue la ocasión en que un padre le pidió que le hiciera clases a su hijo, en su casa, a la hora de comida: “usted come con mi hijo y aprovecha de pasarle la materia”.
Gracias a la experiencia ganada en la Academia Excélsior y a las clases particulares, logró ingresar al Colegio Don Bosco ubicado por el paradero veintitantos de la Gran Avenida que, en esa época, eran los extramuros capitalinos. “Tenía que tomar una micro que demoraba en llegar. El sector era de puros peladeros. No era difícil hacer clases, porque todos le ponían empeño y los sacerdotes habían logrado establecer una adecuada disciplina. En ese buen colegio, trabajaba de horario completo.
Recuerdo que el cura rector, un hombre gordo y muy simpático, tenía una costumbre muy especial. Mientras estábamos en clases, él utilizaba los alto parlantes del colegio diciendo “¡con permiso profesor! ¿estará por ahí fulanito de tal?..¡si está, que venga a mi o cina por favor!”.. Obviamente las clases se detenían. El alumnado al escuchar la voz del rector se paraba y guardaba un respetuoso silencio. Al terminar el anuncio, el profesor retomaba su rol, mientras muchos alumnos intercambiaban miradas de incredulidad.
Como era un colegio particular, los exámenes los tomaban profesores de liceos scales. “No era raro que, a veces, le correspondiera tomar la prueba a un profesor que no era católico y la cosa se ponía un tanto complicada. En la ocasión que daba mi examen de grado de la universidad, sabiendo que un poco más tarde mi curso sería examinado, tenía el presentimiento que el profesor a cargo los iba a tirar a partir. No sé cómo logré apurar al máximo a mi comisión evaluadora y partí, de inmediato, a presenciar el examen de mis alumnos. Afortunadamente éste se desarrolló con normalidad y casi todo el curso aprobó la asignatura”.
Floreal recuerda muy vivamente, que los nes de año en el liceo se realizaba una muy buena esta, con comida muy rica y vino que hacían los religiosos con uva de su propia viña.
Sin dejar su trabajo en Don Bosco, Floreal comenzó a hacer clases por horas en la Gratitud Nacional, que pertenecía a la misma congregación. “Era un colegio muy agradable, a los profesores nos trataban de maestros, y yo fui el maestrito Recabarren. Yo era joven y de buen ánimo. Me gustaba que los muchachos me llamaran así y tuve, como, siempre, una muy buena relación con ellos: chacoteaba, me ganaba su con anza y me invitaban a sus estas. A mí me gustó mucho ese colegio, se respiraba un ambiente de respecto y de solidaridad. Eran jóvenes muy humildes, me sentí muy bien entre ellos”.
Con la plata que ganaba comenzó a ayudar económicamente a su madre. En unos de los veranos en que viajó a Antofagasta, le preguntó a su mamá por que vestía siempre de café y ella le dijo que, en una ocasión, su hermana menor María Eugenia estuvo muy enferma, a
punto de morir, y ella, con la historia de sus tres hijos fallecidos sobre sus hombros, hizo una manda a la Virgen del Carmen: vestir de café por el resto de su vida, si su hija se mejoraba. María Eugenia se recuperó y ella cumplió a cabalidad su promesa. Floreal sabiendo el compromiso de su madre, de todos modos, pensaba causarle una bonita sorpresa. Le llevaba de regalo un lindo vestido de color café adornado con unas minúsculas pintitas blancas. María Inés lo observó, se lo agradeció y le dijo ¡está bonito, pero Pochito, tú sabes que no lo puedo usar! Para ella el color café de sus prendas debía ser “café puro, total”, sin ningún otro color o adorno, por pequeño que este fuera.
En esa época, la FECH era una instancia de participación estudiantil muy importante. Había mucha efervescencia política en su entorno, en donde guraban rostros que luego destacarían a nivel nacional como José Tohá, quien fuera ministro del Interior de Allende. Otro estudiante de esos años fue Sergio Villalobos, Premio Nacional de Historia del año 1992.
Entre los profesores que Floreal recuerda están Ricardo Donoso un intelectual liberal con una interesante obra historiográ ca. Olga Poblete que tuvo aportes signi cativos en la militancia feminista y la pedagogía llegando a ser la primera catedrática universitaria en América Latina. Guillermo Feliú Cruz, uno de los más brillantes intelectuales del siglo XX, historiador, biblió lo, académico y hombre público y, en especial, a Juan Gómez Millas, uno de los más importantes rectores en la historia de la Universidad de Chile. Este último considerado un gran pensador, les hacía leer libros de losofía y en una prueba les planteó que “el hombre era un ser natural y cultural” y, acto seguido, les dijo: “desarrollen este te-
ma”. Floreal recuerda que el curso quedó para adentro y la mejor nota no sobrepasó un cinco. Sin lugar a duda estaban en presencia de un docente de primer nivel, lósofo, erudito, respetado y entregado a conciencia a su misión de educar.
Durante su estadía en Santiago, no todo fue estudio y trabajo para Floreal, sino que también fue una época de diversión como la disfruta todo joven. Una vez que conoció y estableció relaciones con compañeros del Pedagógico, incorporó a su amigo Gonzalo en salidas y panoramas en el centro de la capital. Iban a espectáculos nocturnos tales como al Bim Bam Bum y otras boites santiaguinas, en las cuales reservaban asientos en las primeras las, para poder apreciar de más cerca, a las vedettes que se contorsionaban en el escenario siguiendo sugerentes ritmos tropicales. Floreal evoca que cuando hacían las reservas de los asientos y al solicitarles los respectivos nombres, echando mano a sus habituales estados bromistas y el a los personajes que estudiaban en su carrera, sus respuestas eran Manuel Rodríguez, José Manuel Balmaceda u otro nombre histórico connotado. Otra etapa de franco divertimento, fue su participación en el conjunto “Os palmeiras du Macul” (en alusión al sector donde se ubicaba el Pedagógico). Una agrupación musical de estudiantes de distintos cursos de la carrera. El grupo lo componía un cantante, dos guitarristas, un pianista y otros dos ejecutantes, de bongó y maracas, siendo Floreal el encargado de tocar estas últimas y, además, participar con su voz en el coro. Cuenta que eran muy solicitados en las estas estudiantiles y que además hicieron varias “giras” al borde costero central, donde actuaban en restoranes por la comida, los pasajes y las bebidas. En su repertorio tenían
los ritmos bailables de esos años, donde destacaban los mambos de Pérez Prado, “La Cocaleca” y boleros como “Per dia” y, en especial, “Caminemos”, el cual se daban el lujo de entonar en portugués. Cada uno de los integrantes viajaba con sus pololas o con alguna compañía femenina del momento.
Floreal se consideraba en esos tiempos, y aún lo hace, un buen bailarín de los ritmos de moda. El bolero, el mambo y, en especial el tango, donde se manifestaba admirador de Gardel, Hugo del Carril y Charlo y, en el cual, particularmente lo atraían los pasos donde el hombre se entrelazaba con la mujer.
Según cree, esos bailes, no tenían secretos para él. La opinión, obviamente, viene de muy cerca, ya que quienes hemos tenido la oportunidad de verlo bailar, somos testigo de cómo “tortura” los ritmos, inventando pasos absolutamente alejados de lo convencional. Sin embargo, lo más destacable en él, es que no le hace asco a ninguna invitación a salir a la pista y desplegar sus “habilidades” de danzante original. Además, se desplaza y contornea con un rictus de picardía y alegría en su rostro, demostrando cuán empoderado y satisfecho se siente bailando, al extremo que a uno no le queda otra opción que admirar su personalidad y evoluciones en la pista.
En el año 1953, Floreal decidió terminar sus estudios en la Universidad. Trabajaba en la memoria de título, bajo la guía del profesor Hernán Ramírez Necochea, historiador, académico e intelectual adherente al partido comunista. Conferencista en múltiples universidades europeas y norteamericanas, hasta que se exilia en París, luego del golpe de estado de 1973, ciudad en la que fallece en 1979. Ramírez Necochea perteneció a una generación que es-
taba fuertemente comprometida con las causas sociales y las contiendas ideológicas del siglo XX, quien siempre lo impresionó por la seriedad y rigurosidad con que abordaba sus clases. A él le había planteado su interés de redactar su tesis de grado, sobre algún tema nortino. El profesor aceptó ser su guía y le sugirió analizar la situación del proletariado del norte de un determinado período. Especi ca Floreal, que, a pesar de que su maestro era de reconocida liación marxista y que conocía sobradamente que su alumno adscribía a los principios demócrata cristianos, nunca recibió de su parte presión alguna, ni in uencia y ni siquiera la más leve insinuación de darle un tinte político determinado a la tesis de titulación, dejando a su alumno con la más amplia libertad de interpretar su trabajo a su absoluto criterio y de acuerdo con los antecedentes objetivos que fuera recabando.
“Pasé las tardes de muchos meses en la Biblioteca Nacional. La investigación de fuentes es casi una prueba de resistencia. Así llegué al término de 1954. La memoria fue revisada y la cali caron Hernán Ramírez Necochea, profesor guía, Guillermo Feliú Cruz, y Olga Poblete Espinoza. Terminaron el informe a rmando la conveniencia de que fuera publicada en los Anales de la Universidad de Chile y concluyeron especi cando que: “Creemos que trabajos tan serios cómo los del señor Recabarren merecen en justicia, los honores de la publicación.”
Aún y con idéntica emoción, Floreal admite que “deseaba con toda mi alma que mi madre constatara que sus esfuerzos no habían sido inútiles. La dedicatoria me acusa: “A mi madre gran amor de mi existencia, cuya vida de heroicos sacri cios es un símbolo de esperanzas en el porvenir. A mi padre que vive en mi memoria”
“En la memoria me demoré dos años. Tuve que revisar todos los diarios de Antofagasta, Mejillones y Tocopilla del período que cubría la tesis”. Su título fue “La historia del proletariado de la Provincia de Antofagasta 1884-1919”, 233 páginas, la cual fue evaluada con tres 7. Mejor, imposible.
La memoria de titulación de Floreal, hoy puede a rmarse, lo situó en el mundo de los escritores. Aún se cita su obra. Una vez leída se revela un contexto socio cultural nortino que induce a una meditación cuyo centro rea rma lo esencial de estas palabras del lusitano Eça de Queirós: “Me convencí que un escritor no puede trabajar lejos del medio en que está su materia artística: Balzac, no podría escribir la “Comedia Humana” en Mánchester; Zola no podría hacer una línea de los “Rougon” en Cardi . Yo no puedo pintar Portugal en Newcastle.” Con esta obra Floreal selló su condición de escritor nortino y, desde ese momento, su pluma ha estado al servicio de su región y sus circunstancias del diario vivir.
Luego de obtener su título, Floreal se convenció que su ciclo en la capital había llegado a su n. La conclusión no obedecía a una decisión tomada a la ligera, muy por el contrario, se fundamentaba en una re exión madura, basada en diversas circunstancias y argumentos, a saber : había terminado satisfactoriamente sus estudios superiores, con excelentes cali caciones nales, titulándose en la Universidad de Chile como Profesor de Historia, Geografía, Educación Cívica y Economía Política; su pololeo con Eloísa ya se extendía por largos nueve años, con frecuentes altibajos y sin una expectativa clara ; había adquirido una potente experiencia pedagógica en los distintos establecimientos y ambientes en que se había desenvuelto;