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Entre el cielo y el infierno
ENTRE EL CIELO Y EL INFIERNO
Felix Wölk y Pablo Heidenreich tuvieron más de lo que pidieron cuando fueron a volar a un volcán de 4.000m en Centroamérica. Por Félix Woelk
El sonido de la erupción del volcán de Fuego sacudió la tela delgada de la carpa. A apenas 2km, la voz del volcán más activo de Centroamérica no nos dejaba dormir. Cada nuevo estruendo me asustaba tanto como el anterior.
Abrí la carpa para echar otro vistazo. A kilómetro y medio, llovían tiras de lava y piedras encendidas, que iluminaban brevemente de rojo sangre las faldas oscuras del cono carbonizado de 3.830m mientras fluían hacia el valle. Más abajo, al pie de este dragón lanzallamas, titilaban las luces de la civilización. Hacía dos años, el Fuego hizo erupción durante 16 horas y mató a 200 almas. Me obligué a cerrar los ojos.
Apenas estaba aclimatado, por lo que el aire menos denso me afectó y el frío, la inquietud de la aventura que intentábamos, que había fracasado por segunda vez hacía unas horas, eran preocupaciones no bienvenidas. Estuvimos en el borde del cráter del hermano mayor extinto del fuego, el Acatenango, a 3.976m. Habíamos inflado las alas y estábamos listos, pero de repente, el viento desgraciado del norte transformó el mar de nubes de 1.000m de espesor en harapos blancos enredados. Regresamos al campo base a 3.600m. La previsión para la mañana siguiente prometía una ventana de buen clima: después, el viento
prevalecería durante días. Sería el tercer intento de volar desde el Acatenango, y nuestra última oportunidad.
Vuelo del Acatenango
Eran las 4am y no tenía idea de si había dormido ni roncado. Pablo agitaba la cabeza mientras empacaba, en señal de descontento. Me aseguró que era por las dos personas de la carpa de al lado que habían intercambiado intimidades.
Todavía tenía la subida de 2.000m en mis huesos fríos. Solo moverme me calentaría. Empezamos a caminar de noche. Con cada paso, el polvo de lava se arremolinaba en la luz de las linternas. Costaba respirar, pero el polvo estático nos animó: no había un soplo de viento.
La subida nos llevó del calor del valle donde habíamos caminado a través de las tierras fértiles del interior del volcán. Después, a altura de la condensación nocturna, subimos por la selva tropical húmeda. Los helechos, enredaderas y árboles enormes con raíces gigantescas parecían salidos de un cuento de hadas. Más arriba, había una zona de árboles muertos - víctimas de la lluvia de ceniza.
A 3.700m, empezó entonces la alta montaña árida, cubierta de polvo y lava. Por cada paso que dábamos, retrocedíamos dos. Nuestros pulmones se quejaban mientras luchábamos para subir, el amanecer transformaba lentamente el horizonte en una tonalidad de gris.
Amaneció cuando llegamos al borde del cráter. Parecía que el viento se había quedado dormido. Sentimos ráfagas suaves del este. Mientras tanto, el Fuego escupía ceniza regularmente cada ciertos minutos al cielo matutino.
Abajo estaba Guatemala, cubierta de una capa de nubes ininterrumpida. Empezaban a alzarse montañas de cúmulos - maravilloso. Hacia el sur, hacia el Pacífico, las nubes empezaban a disiparse. A lo lejos, se abrió un agujero que dejaba ver el suelo, una profundidad borrosa azul oscuro. De repente, brilló una luz fuerte desde el horizonte y el sol ecuatorial se precipitó hacia nuestro día, inundándonos de color, detalle y contraste con el océano blanco a lo lejos.
Pablo y yo intentamos interpretar el viento con el aspecto de las nubes. Calculamos que el viento en el valle era de 20km/h. Podríamos volar en la mañana. Nos apresuramos porque ya habíamos visto el clima cambiar dos veces en cuestión de minutos y abortado el vuelo. Las nubes se sobredesarrollaron desde abajo y nos rodearon, después cayó aguanieve con el cielo despejado. Incluso ahora, se acumulaban señales de cambio en la masa de aire: aproximadamente a un kilómetro más abajo, la capa de nubes se fragmentaba en líneas paralelas. Pero los parapentes estaban listos para despegar. “Ya no se ve tan bien”, todavía oigo a Pablo decir, pero con la imagen de un tercer descenso a pie inflé el ala.
Despegué del cráter tras dar cinco pasos, con la sospecha de que la aventura iba ser más controlar una palanca que volar una máquina elegante. Eran las 6:45am y la mañana era hermosa. Pablo me siguió hacia la incertidumbre.
Viento norte
Empezó como un vuelo celestial. Abajo, a lo lejos, una masa blanca se ondulaba y llegaba hasta el horizonte hacia el norte. Parecía que cubría toda Guatemala. Frente al sol que ascendía, el cono del volcán de Agua creaba una sombra hacia el mar de nubes abajo.
Arriba, había un eternidad azul inalterada. Pero lo que veía abajo me hizo dudar porque las nubes cambiaban cada minuto, transformándose en un paisaje de montaña y valle de onda. Hacia el sur, lograba ver que las nubes se disipaban rápidamente a medida que descendían hacia el aire más cálido más abajo. Después de 15 minutos volando en 48condiciones tranquilas, llegamos a la capa de nubes. Abajo sería un sueño o una pesadilla.
Segundos después de atravesar, nuestra velocidad horizontal era de cero cuando enfrentábamos el viento. Pisé el acelerador y avancé desesperadamente hacia adelante unos momentos y después, una pared invisible me empujó hacia atrás, hacia el sur. Llamé a Pablo, que estaba detrás de mí peleando contra el viento y que se alejaba progresivamente. “¡Hay 70km/h de norte!” leyó en su GPS.
No nos tardamos. Nos dimos la vuelta y nos escapamos hacia la llanura porque el viento se comprimía alrededor del volcán. Volábamos a 110km/h, así que seguimos hacia el Pacífico, con el flujo de lava congelada del Fuego a mis pies.
Cuando se abrió el valle, empecé a buscar un aterrizaje. Unos kilómetros antes de un posible aterrizaje, enfrenté el viento y piloté viendo sobre mi hombro, mientras volaba en retroceso.
Empezó la turbulencia. Comencé a ascender, así que me paré sobre el acelerador. Después, vino el primer colapso y el vario empezó a chillar histérico. Estábamos en un caldero de viento.
Desde el norte, el viento foehn descendente se comprimía debajo de la nube. Dentro de este viento de 70km/h había ondas y rotores. Contra el, chocaba una brisa marina del sur de la costa Pacífica - un fenómeno agradable a final de tarde, pero a las 7am era completamente inesperado para nosotros los alpinos.
El resultado es que estábamos en medio de una convergencia macabra de masas de aire diferentes, que hervían furiosamente bajo la cubierta de una inversión fuerte. Era serio. Pablo salió disparado - lo vi agitándose descontroladamente 400m más arriba hacia el sur - después escuché un estruendo. Mi canopia parecía una salchicha.
Bien, espera, deja que infle, déjala volar. El colapso hizo que me desviara hacia el sur y casi hace que me pasara del aterrizaje. Más allá, el terreno era completamente impredecible.
Cuando se vuela en retroceso con viento fuerte, se lucha por cada centímetro. En turbulencia severa y constante, luché contra las ascendencias involuntarias y me defendí contra los golpes. Pero después cambié a una táctica atrevida. Turbulencia como esta puede ser tóxica, y por tratar de mantener la canopia abierta, los núcleos potentes hacían que el ala se saliera de la vertical. En una situación como esta, sin carga G y sin presión en el ala, la vela puede arrugarse y enredarse entre las líneas. Con viento así, sobre un terreno de este tipo, mi miedo era una corbata irrecuperable y verme obligado a lanzar paracaídas.
Así que en vez de luchar para mantener el parapente lleno de aire, dejé que colapsara como quisiera e intentaba que volviera a una posición más o menos vertical. Funcionó. El prototipo de la Sigma 11 se portaba lo suficientemente bien. Apenas el ala estaba estable, aceleraba.
Un incendio en tierra me dio un poco de esperanza silenciosa. El humo cambiaba de dirección, pero al menos el viento en el suelo no era tan fuerte ni tan constante del norte. Pero incluso abajo sabía que necesitaría un poco de suerte.
A apenas 300m del suelo, seguía luchando sin parar para mantener mi posición. Una y otra vez, subía como un cohete, una y otra vez, los cajones se quedaban sin aire. Tenía los nervios de punta. Me forcé a respirar de forma constante y a concentrarme.
A unos 100m del suelo, me había pasado del aterrizaje. Debajo de mí, había árboles, cables y lechos de ríos destrozados. El incendio indicaba viento este en el suelo. Pisé el acelerador y, con el ala que se agitaba y que le costaba mantener
su forma, logré perder 50m sin un colapso. Después, empecé a avanzar y el aire me empujaba maliciosamente en todas direcciones.
Logré regresar sobre el terreno donde quería aterrizar, estático contra una ráfaga de viento este, y un poco después, tuve contacto con el suelo. Maté el ala: me di dos vueltas en un freno y halé las bandas A con la otra mano, ¡todo un esfuerzo” Tumbé todo y caí de espalda. El ala tocó el suelo. Me puse de pie, me temblaban las rodillas.
Exhausto después de los 20 minutos intensos de SIV llamé a Pablo. Me respondió y también estaba de pie. Aliviado, colapsé en la hierba y volví a respirar mientras veía el cielo. Las nubes se habían disipado por completo y la única evidencia de condensación que quedaba era una lenticular de un kilómetro en el horizonte.
Las calles de Antigua
Pablo y yo regresamos a Antigua en un autobús lleno de gallinas. Mi pelo rubio despeinado parecía una erupción volcánica y era un atractivo extraterrestre para los niños. Con la risa incrédula de un hombre condenado, Pablo leyó los datos
de su GPS: “Despegue: 06:25. Velocidad vertical máxima 11,4m/s. Viento máximo 72km/h”. “Un buen vuelo por la mañana”, añadió para resumir de forma irónica.
Reflexioné acerca del hecho que había soportado el vuelo en parapente más difícil de mi carrera de 28 años. Un ala confiable y un poco de suerte ayudaron a que todo saliera bien. Hoy en día, catalogaría los riesgos de nuestra aventura de la siguiente forma: extranjero se enfrenta a clima local complejo; vientos diferentes a diversas alturas; falta de experiencia en lugar desconocido; presión de tiempo.
Unos días después, nos enteramos que una alta presión en una situación con viento sinóptico de norte tiene un papel especial en Guatemala. El patrón del clima puede comprimirse en zonas bajas porque se forma una especie de inversión. Más abajo, el flujo se concentra y es más exagerado de lo que indicaría el diagrama. Arriba, a la altura de los volcanes guatemaltecos, reina la calma y la paz celestial.
En Antigua, había pasado el viento de norte. Había una fiesta en esta ciudad a los pies de los gigantes volcánicos guatemaltecos. El nuevo alcalde celebraba su toma de posesión. La plaza principal estaba rodeada de cientos de guardias de seguridad armados. La pirotecnia militar se disparaba sin cesar. Las bandas de marimbas se aseguraban de que todos saltaran alegres. Los reflectores coloridos le daban un toque festivo a los edificios gubernamentales. El alcalde no escatimó en entusiasmo. “¡Todo bien, todo hermoso, todos seguros!”, su mensaje reconfortaba a los locales.
En las calles de Antigua, había gran de demanda de galletas de marihuana. En el Café No Sé, la camarera Katrin miraba provocativamente a sus víctimas mientras les servía tragos. Vigilamos dichosos el bar hasta que cerró.
Luego, siguió la acción extraoficial de Antigua. Nos rendimos ante el destino y nos llevaron a un bar lleno de grafitis. ¡El lugar tenía estilo! Las botellas de cerveza y el ritmo latino animaban la fiesta. Después del monumental vuelo por cielo y tierra, estas catacumbas con paredes vacías eran nuestra última parada. Pero seguía habiendo una magia monstruosa en el aire. Una magia que vive, brilla, lanza humo y retumba sin parar, a lo alto, pero no tan lejos.