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Mi cafetera

A mi cafetera le falta el asa, servirse café con ella requiere de cierta práctica: enrollar un paño, hacer un torniquete apretado que permita tomarla sin quemarse. Servirla es adquirir un gesto.

Mi padre la encargó a París cuando las buenas cafeteras eran difíciles de encontrar. Viajó en la maleta de mi tío y se instaló en la mesa de la casa estando completa: tapa como una cúpula, asa y manilla doradas. Elegante.

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El uso le quitó todo accesorio, primero el asa (¡ahora parece un sputnik!, decía mi papá), luego la manilla dorada de la tapa y luego la tapa misma. Hoy es una especie de tubo con lo imprescindible para cumplir su función: preparar café. Lo hace bien, igual de bien que estando completa. Solo cuesta servirlo.

Lleva años usándose así, más de veinte. Se han servido muchos cafés aplicando la técnica del paño de cocina. Muchos. Recuerdo temporadas de cosecha, trabajando de temporera en la uva: de madrugada el cansancio caía como piedra, entorpecía los movimientos, mi papá me miraba de lejos y a la primera pausa me llevaba en moto a tomar un café, cargado, casi letal. El milagro de la cafeína recorriendo el cuerpo, revigorizándolo.

Recuerdo cafés de desayuno, conversaciones llenas de silencio somnoliento. Cafés de sobremesa alborotados y ruidosos. Y en cada uno de ellos las manos de mi papá torciendo el paño, apretándolo y sirviendo… el gesto.

Mi tío trajo una nueva cafetera en su maleta, una con tapa y asa, completa. Y a mí me regalaron la cafetera vieja.

Por eso la tengo, es lo que me quedó de la casa familiar. El año 2015 la lluvia decidió cambiar el paisaje en el lugar exacto donde vivía mi familia: arrastró medio cerro directo hacia la casa llevándose en el barro a mi papá y a mis abuelos. Donde antes había que bajar varios metros para cruzar el río hubo que rehacer la calle y levantarla dos pisos sobre la original y si no conoces, como yo, cada recodo del camino no es posible llegar a lo que fuera nuestro campo. Todo cambió, el paisaje y nuestras vidas: dejamos el norte y todos los planes fueron nuevos, pero lo más duro fue hacerlos sin mi papá. Creo que a él le hubieran gustado nuestros nuevos rumbos, habría disfrutado de los

pasos que hemos dado y lo que hemos construido, de nuestro nuevo paisaje, del vino…

Hace poco me contaron que la cafetera nueva apareció, había flotado y estaba enganchada a un árbol. La lavaron bien, le sacaron el barro y la tienen ahora en la oficina que construyeron donde antes estaban los naranjos. A mí me quedó la cafetera sputnik con la magia de un gesto que me trae sus manos grandes y cálidas, las veo en las mías cuando sirvo un café. Y lo siento cerca, casi al lado.

Cada cierto tiempo alguien propone regalarme una cafetera completa, no saben que mi cafetera es mágica, que me gusta así y de ninguna otra manera, con la técnica del paño y los movimientos que me transportan a conversaciones pasadas, a las conversaciones por venir y las que ya no serán.

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