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Los girasoles de Van Gogh

A los 4 años Alicia no hablaba, así lo había decidido. Pasaba gran parte del tiempo jugando en su velador.

Ya no existen esos veladores, tenía en su parte superior un cajón y en la parte inferior una puerta que abría a un gran espacio normalmente destinado a los zapatos o a la bacinica. Allí ella albergaba un mundo de fantasía en miniatura, mundo al cual nadie más tenía acceso.

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Alicia cerraba las pesadas cortinas del dormitorio, se estremecía con la penumbra, buscaba su muñeca de porcelana, una lámpara y el juego de dominó. Del ropero sacaba la caja que contenía todo aquello que pudiese servirle para la creación de su escena: pedazos de géneros, de encajes, de alambres de cobre, botones, bolitas, perlas, conchas, trozos de vidrio,

papeles de celofán, de mantequilla, trozos de cartón, piedras, semillas, ramas, algas secas, panales de abeja y muchas otras maravillas. Durante largo rato, con el ceño fruncido, observaba bajo la tenue luz, el contenido de su caja que alumbraba con la lámpara dirigida hacia su interior.

Destellos de luz emanaban de ella.

Luego apagaba su lámpara y en la penumbra iba suavemente tomando las piezas de dominó con las que construía la arquitectura de la escena. El trabajo requería de gran destreza, con sus pequeños dedos iba poniendo una pieza de dominó sobre la otra. Intuitivamente había comprendido las reglas del equilibrio y cómo, dentro de este equilibrio, el peso de los objetos podía, sea mantener en posición un alero en voladizo, sea echar por la borda el trabajo de varias horas. Una vez listas las edificaciones, Alicia decidía la posición de su muñeca y sólo después de ello iba componiendo el entorno. Amaba las transparencias. Los tules y cintas colgaban, se entrecruzaban, atravesando el espacio, el piso sembrado de piedras, cuencas, vidrios multicolores parecían vibrar. A menudo atardecía cuando consideraba su trabajo terminado y solo en ese momento dirigía la lámpara al interior del velador, surgía entonces la escena y siempre, siempre se sorprendía al verla, como si no fuese su propia creación, como si la descubriese por primera vez sin saber lo que encontraría.

Permanecía algunos instantes quieta, la respiración agitada, los labios entreabiertos, la mirada brillante; no podía mirar más que eso, pues, aunque no lo sabía, la emoción era más intensa de lo que sus 4 años podían resistir. Plácida, cerraba la puerta del velador, que no volvería a abrir sino hasta el día siguiente para desarmar el cuadro.

Alicia soñaba con ser capaz de reproducir una escena de la vida real, le atraía la casa de sus tíos, le gustaba su tamaño, su luz, el azul claro de las paredes, la chimenea, los muebles y los cuadros, particularmente uno en tonos amarillos, ocres anaranjados, rojizos que representaba una jarra con grandes flores. Había visto estas plantas desde el tren y su madre le había dicho que eran girasoles, durante el día se tornaban en busca del sol. Alicia comprendió a través de este movimiento que tenían vida, y eso la desconcertó. La imagen de las flores buscando la intensa luz permaneció varios días y aún ahora, después de un año, volvía a veces a pensar en este campo lleno de girasoles, todos mirando al sol.

Era domingo, estaban invitados a almorzar donde sus tíos. Desde temprano su madre los había preparado, las niñas con vestidos de organdí, los niños con pantalones de cuero cortos que su abuela les había traído de Suiza, Alicia, aunque no lo expresaba estaba feliz. Al llegar, sus hermanos y primos salieron inmediatamente a jugar, ella, como siempre, permaneció silenciosa escuchando la conversación de los adultos. Vendría

una amiga que vivía en Francia y que se encontraba de vacaciones en Chile, los tíos y sus padres estaban ansiosos de reencontrar a Gloria después de 10 años fuera. Siempre había sido una mujer un tanto excéntrica les escuchaba decir, sin comprender realmente lo que aquello significaba, Chile le quedaba chico agregaban y Alicia se preguntaba cómo un país tan largo, podía “quedarle chico” a alguien.

Gloria llegó y su entrada inundó el espacio de perfume, de elegancia, de movimiento, Alicia la escuchaba y pensaba que seguramente excéntrica quería decir mágica, pues el momento se había transformado. Fue un almuerzo diferente a todos los almuerzos de la vida de Alicia. Gloria no necesitó explicaciones para comprender que la niña no requería palabras, de tanto en tanto parecía hablar solo para ella. Al momento del café Gloria se levantó y trajo a la mesa un hermoso paquete, explicó que eran chocolates franceses de una marca que se llamaba “Les peintres á Paris” la línea de chocolates que reproducía en sus cajas a los Impresionistas y Post Impresionistas. Cada caja llevaba en la portada un cuadro. Su tía después de agradecer abrió el regalo y alabó la calidad de la reproducción de la tapa, la cual levantó.

Sobre los chocolates, como si se tratase de una pinacoteca, estaban en miniatura los cuadros de la colección.

Todos comentaban, “El almuerzo de los remeros“ de Renoir,

“Otoño, Álamos, Ëragny“ de Camille Pisarro, y Degas y Sisley e inclusive Caillebotte. Febrilmente, iban nombrándolos uno a uno. La alegría llegó a su punto máximo al constatar que estaba el cuadro que colgaba en la pared, “Los Girasoles” de Van Gogh.

Alicia se había levantado sobre la silla para poder mirar mejor.

¡Allí estaba! Al interior de un marco de curvas y arabescos dorados, el mismo cuadro, exactamente el mismo, los mismos girasoles, de los mismos colores, pero de unos 3 cms. de altura.

Justo, justo el tamaño necesario…

Todos vieron que Alicia palidecía, la mirada fija en los diminutos girasoles, dos lágrimas suspendidas.

Le preguntaron qué sucedía, qué deseaba. Alicia, levantando la mirada, respondió:

- “Los girasoles” de Van Gogh

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