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Sin armas
La tercera vez que llamamos a los pacos, estos nos recomendaron comprar una pistola. Lo había pensado más de una vez pero que me lo dijera la autoridad me sorprendió y alarmó. Los llamábamos porque desde que llegamos al campo entraban cazadores a las tantas de la madrugada que paseándose con potentes focos disparaban en nuestros mismos patios. Cuando salíamos a pedirles que se fueran nos sentíamos vulnerables en pijamas y solas cada una en su casa enfrentando un grupo indeterminado de hombres que se ocultaba tras la luz que encandilaba. Formaban una presencia amenazante e inaprensible, no era posible adivinar cuántos eran, solo sabíamos que iban armados. Nunca pasó nada, solo el foco nos iluminaba silenciosamente, pero resultaba muy intimidante. Hicimos correr el falso rumor de que teníamos escopetas y empezamos a llamar a la comisaría.
Habíamos llegado hace no mucho al campo instalándonos en carpas para ganar tiempo en la organización de las construcciones por venir, y para ahorrar la plata del arriendo. Llegamos a comienzo del verano y estuvimos acampando hasta fines de mayo cuando se concretó la compra y tomamos posesión de la única casa del campo el mismo día en que empezó la lluvia. Se entiende la curiosidad que despertamos en nuestros vecinos, desde el primer día teníamos observadores desde los cerros que se sentaban en grupo a contemplar por horas nuestras idas y venidas. Se tienen que haber dado cuenta de inmediato que solo éramos mujeres y niños. Eso no les impedía cada vez que pedía autorización para pasar un camión por el camino comunal, o preguntar por quién tiene tractor, o solicitar datos de alguien que quisiera trabajar instalando cercos, pedirme que enviara a mi marido a solicitarlo, que eso eran cosas de hombres.
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El día que llegó el camión con todo lo que juntábamos entre mi hermana, yo y lo poco que le quedo a mi madre después del aluvión, estuve desde temprano persiguiendo a quienes podrían ayudarnos a descargarlo, me prometieron estar atentos a la llegada del camión y llegar junto con él. Llegaron dos horas tarde cuando ya había descargado en conjunto con el chofer la mayoría de las cosas. Había una cierta burla en todos ellos cuando cobraron lo acordado. De alguna manera había una tensión por una ofensa que algo en nosotras les infringía, y nos lo hacían notar cuando podían.
Las entradas al campo a cazar comenzaron cuando la mujer que nos vendió el campo se fue. Antes de eso entraban pero ella disparaba al aire escopetazos y ellos salían antes de acercarse a las carpas. Una vez solas nos tocó a cada cual en su lado del campo enfrentar la silenciosa luz y comenzamos a llamar a carabineros. Llegaban siempre tarde, y con muchas luces, las linternas y foco se apagaban de inmediato y desaparecían mucho antes de que la cuca pasara el portón. La tercera vez fue más escandalosa porque el equipo venía por primera vez y se confundió de casa, por lo que dio muchas vueltas por el camino de tierra hasta llegar donde los esperaba en pijamas. Cómprese una pistola me recomendaron, y dispare al aire, que nos llame no sirve de nada. Viviendo como viven, separadas unas de otras, solas y con niños necesitan una pistola. Háganos caso.
Al día siguiente, que era domingo, estaba tomándome un café cuando vi entrar una enorme comitiva por el portón, eran más de 15 hombres, de todas las edades, que solicitaron hablar conmigo. Quien tomó la palabra dijo representarlos a todos, explicó que no sabía que no queríamos que cazaran en el campo, que pedían disculpas por las molestias, que lo lamentaban y no iba a volver a ocurrir. Yo estaba muy sorprendida, no entendía porque después de nunca dar la cara venían a presentarse, pero me gustó y además de día y sin estar ocultos por el foco no resultaban nada de intimidantes; más bien resultaban simpáticos.
La conversación siguió y se develó el misterio: escapando de los carabineros en la noche y asustados por las vueltas de los mismos en los potreros habían tirado en una zanja los rifles no declarados. En alguna parte del campo estaban sus armas y nos pedían autorización para pasar a buscarlas, no estaban seguros de poder encontrarlas en la noche. Los dejé pasar.
Desde ese día nunca más nos han iluminado los focos en silencio, a veces me llaman pidiendo permiso antes de entrar y aceptan las condiciones de no disparar cerca de las casas ni alumbrar las ventanas.
De a poco el barrio se ha acostumbrado a nosotras y ya no piden hablar con nuestros maridos, solo en un rasgo de paternalismo nos nombran en diminutivo: Alejandrita debiera hacer un surco aquí, sino se le va a inundar el camino, ya Amandita le consigo esas gallinas que quiere, no se preocupe.
Siento que hemos ido ganándonos el respeto y ya no los ofendemos como antes.
No hemos comprado pistolas ni escopetas, pero en la noche cuando estoy inquieta, miro a mis niñas volviéndose mujeres y pienso que debiera hacerlo. Por mientras tengo un puñal en mi velador y el arpón listo para cargarse detrás de mi cama.