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Luisa y María

Luisa y María Tome asiento José, es necesario que conversemos de un tema que me preocupa.

Desde el triste fallecimiento de su padre, pese a su juventud, y gracias a Dios, usted ha sabido asumir el rol que le corresponde, de lo cual me siento muy orgullosa. Como usted bien sabe nunca he controlado la elección de sus relaciones, pues siempre he tenido confianza en que sus decisiones estarían acorde a los principios que con su querido padre, que en paz descanse, procuramos siempre inculcar en todos ustedes. Dios elije el modo en que cada uno de nosotros debe servirle, para ello venimos a este mundo y a pesar de que para nuestro Señor todas las criaturas ocupan el mismo lugar en su corazón Él decide ponerlas en el lugar exacto en que a cada uno de nosotros le corresponde. Usted es el mayor de los hermanos Latorre Fuenzalida, sus acciones no conciernen solamente su

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vida sino la de todos sus hermanos y más especialmente la de sus 4 hermanas. Nuestra familia ha ido perdiendo parte de su patrimonio, mi difunto marido, en su afán de aventurarse en distintas empresas, no supo preservar lo que con tanto esfuerzo nuestros padres habían logrado construir, debemos entonces ser intachables en nuestras relaciones, el futuro de sus hermanas depende de ello.

Usted sabe de qué estoy hablando. He sabido que aquello que pensé ser solamente una experiencia propia de su juventud se ha ido extendiendo más allá de lo permisible.

Sí, me refiero a su relación con María. La conozco desde que era niña, pues su madre solía venir a la Hacienda a realizar trabajos de costura, de ella aprendió a coser y cuando Dios la llamó a Él, aunque María tenía apenas 15 años no dudó en dedicarse al cuidado de sus 7 hermanos pequeños y no sólo eso, después de sus largas jornadas, cosía, pues como usted sabe, cuando se es pobre cuesta alimentar a una familia tan numerosa y desgraciadamente, como suele suceder, el padre era propenso a emborracharse de modo que una buena parte de lo poco que ganaba quedaba en la taberna. No me cabe ninguna duda, es una buena mujer, el padre Angel también me lo confirmó, pero usted no negará que la diferencia entre ustedes es demasiado importante, si ella ni siquiera terminó la sexta preparatoria, entonces de qué podrán ustedes conversar cuando al atardecer se sienten juntos. Cómo ve no estoy ni

siquiera hablando de apellidos o fortuna, le estoy hablando como una madre que vislumbra las terribles dificultades a las que ambos se enfrentarían si permaneciesen juntos. ¿Se da usted cuenta José?

¿Porque recordaba hoy, después de 30 años, esta conversación o más bien monólogo de su madre? No se había atrevido a confesar que había nacido su hijo Osiel, que efectivamente la dulzura de María lo tenía cautivado. Ella no exigía nada exceptuando que él le permitiese quererle y así lo hacía. Al término de la jornada en la fábrica pasaba a la casa que secretamente había comprado en la calle Bezanilla para María y el hijo de ambos, un niño grande y risueño como él, con una hermosa tez oscura como la de su madre, ella le esperaba con la mesa puesta para la once, retiraba su delantal y mientras el niño jugaba en el piso ellos tomaban té en silencio, un silencio interrumpido por algunas preguntas que ella le hacía en voz baja:

.- ¿Y terminaron el pisadero?

.- No, pues pude alquilar sólo 2 caballos, de modo que no alcanzamos, pero seguramente mañana voy a contar con 3 y deberíamos tener todo mezclado, conseguí 6 cortadores, es de esperar que no llueva, si todo va bien podríamos comenzar el horno, tenemos mucha mezcla de manera que el montaje nos tomará al menos 3 días, podríamos empezar la quema el

viernes. No podré venir el sábado.

.- No se preocupe José, el lunes le esperaré con pancito amasado ¿Y cuántos ladrillos piensa quemar?

.- Unos 15.000, ya están vendidos.

José cerró los ojos, pensó que para estar recorriendo así su vida era que probablemente no le quedaba mucho tiempo…

Había conocido a Luisa en el tranvía, le había llamado inmediatamente la atención: era bella, alta, delgada y en cuanto la vio supo que sus padres debían ser italianos: su rostro recordaba algunos de los de las madonas de la casa de la calle Carrión. Había varios cuadros de la Vírgen y el Niño, casi uno en cada dormitorio. Fue ella quien le sonrió cuando él se sentó a su lado en uno de los tantos trayectos en que habían coincidido, en realidad había sido más que una sonrisa, su mirada le sorprendió, tenía un dejo de burla. No hablaron ese día, pensó que no había conocido antes a una mujer tan directa, era evidente que ella procedía en la forma en que normalmente hacen los hombres: mirar como diciendo Tú me gustas.

Pensaba en ella especialmente cuando estaba con su dulce María y en las noches no podía evitar pensar en ambas simultáneamente. Los sentimientos que cada una evocaba en

él eran de naturaleza muy distinta: María le serenaba, Luisa le despertaba. Supo que si la encontraba nuevamente no se limitaría a hacer el trayecto a su lado. Transcurrieron apenas 3 meses cuando ella le dijo que estaba embarazada. Se casaron y se instalaron en la casa de Carrión, se les asignó un ala del segundo piso. Su suegra y cuñadas no tardaron en cambiar de opinión. Habían acogido la noticia del matrimonio con alivio: por su belleza, distinción y cultura la joven esposa, estudiante en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, les había parecido contar con las cualidades necesarias para formar parte de la familia, sin embargo nadie había supuesto un hecho que por su gravedad se revelaba inaceptable: Luisa era atea y, aún más, defendía los derechos de las mujeres, leía autores de izquierda, autores que en esa casa nunca se habían siquiera mencionado. La madre de José estaba desconsolada, el padre Angel le recordó que todo, absolutamente todo, formaba parte de los designios de Dios.

Nació Sergio y este nacimiento borró el pesar que había invadido a todas las mujeres de la casa. Rara vez se había visto un niño tan hermoso y Luisa a través de él pudo dejar de lamentar su matrimonio, el abandono de sus estudios y su vida en una familia que parecía detenida en el siglo anterior.

José iba menos a casa de María, ella le recibía como siempre, agradecida por sus visitas, sin reprochar, sin agitarse, atendiéndole y acogiéndole con el mismo amor de siempre y lo

más increíble de todo, siempre parecía feliz. Luisa en cambio no tardó en exigir independencia, se trasladaron a una casa ubicada un tanto lejos de Carrión, de Bezanilla y de la fábrica de ladrillos, decidió que continuaría sus estudios, una empleada podría cuidar al niño, retomó la Universidad y logró titularse justo antes del nacimiento de su segunda hija Mireya.

Después de 6 años, Luisa le pidió que se separaran, quizás habría podido perdonar el que hubiese ocultado su relación con María y la existencia de su hijo, pero no podía aceptar la manera en la cual José se había justificado: en el campo así sucedía desde siempre. Su padre, su abuelo y probablemente su bisabuelo también habían tenido hijos con las hijas de sus inquilinos, pero él, a diferencia de ellos, no podía abandonar a María y a Osiel, por lo cual estaba obligado a llevar una vida paralela.

José aliviado, retornó a la casa de Bezanilla.

Luisa no volvió a tener una vida de pareja. Ingresó al Partido Comunista, fundó un colegio particular que en las noches funcionaba gratuitamente para los obreros, dedicó su vida a la defensa de los derechos de las mujeres.

María entró al dormitorio, abrió las cortinas y dijo:

.- Recuerde José que hoy vendrá a verle su hija Irma.

José no lo había olvidado, era la menor y más cercana de los hijos que tuvo con Luisa, era dentista y él se alegraba de haber podido regalarle, al momento de su titulación, el equipo dental necesario para que instalara su consulta, hoy no hubiese podido hacerlo: tanto la fábrica de ladrillos, como el picadero de leña habían terminado por llevarlo a la quiebra, la antigua casa de Carrión había sido vendida y le había permitido solventar los gastos de su familia, la familia que había formado con María, la mujer de su vida, aquella con la que nunca se casó, que le había dado dos hijos, y que le cuidaba hoy en lo que comenzaba a comprender eran los últimos días de su vida.

Una vida tranquila, una vida campestre en medio de la ciudad, en la cual ambos María y él se habían sostenido recíprocamente. Su madre se había equivocado, el amor, el verdadero amor, pensó José, no necesita cultura, tampoco belleza física, requiere simplemente tener la capacidad de saber dar, recibir y aceptar.

Rodrigo Abbott Santiago

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