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Zoo
El Zoo
En las visitas al zoológico hay una ley: la 1ra vez es lejos la mejor, y en adelante cada vez la experiencia será peor que la anterior.
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Aquí estoy, 35 años de edad y la misma cantidad en kilos de sobrepeso, manos en los bolsillos y cabeza gacha, enfrentando mi tal vez 10a visita a estos lugares, resignado en la fila para comprar las entradas del zoológico, mientras mi esposa y mis hijos esperan ansiosos en la sombra.
Con mi mirada en lo que alcanzo a ver de mis zapatillas deportivas, voy enumerando los pecados no confesos que me llevaron a ofrecerme como voluntario a esta animosa espera, rodeado de entusiasmo y expectativas, comenzando por la caña que me tiene encuevado en mis lentes de sol.
Me distrae la gente de delante, una suma de 6 u 8 niñas y niños cuyas edades no me interesan, liderados por la mamá/ tía buena onda que invita a hijos y sobrinos a este lindo día de paseo en familia. Rubia, teñida, bronceada, uñas de manos y pies pintadas con el mismo diseño y esmero, oro y plata en aros, pulseras, anillos y cadena. Cerraba su despampanante presencia unos jeans y blusa azul muy ajustada y una prominente cartera (o bolso, ni idea) marca Armani Exchange. Todos muy ruidosos, ¿por qué no dejó a la manada esperando en otro lado como nosotros y mandaron al más culposo a hacer la fila? -tía esto! -mamá lo otro! -Miren eso! -Cachen esto otro! Es un zoológico por la cresta, dejen ese escándalo a los monos.
Siento un contraste, una armonía hermosa que me invade de ternura, amor y descanso. Sus voces suaves llenas de preocupación y diligencia me conmueven. Giro disimuladamente: una joven pareja, asumo recién casados por los anillos que aún no se ajustan del todo a sus finos dedos anulares. Él probablemente ingeniero comercial, ella probablemente enfermera o psicóloga. Ambos de piel clara, casi lechosa, vestidos de día sábado casual, zapatillas idóneas para una caminata suave y sombreros similares entre ellos para evitar los daños del sol. Hermosos. Tiernos. Los amé. Casi les compro la entrada yo, para que sigan siendo tan lindos.
Vuelvo adelante, pasó la manada a la caja #2, la tía buena onda saca de su bolso (o cartera, ni idea) una cartera (o billetera, no sé) notoriamente Versace llena de tarjetas y billetes y papeles. “Cuántos son?!” grita, dando comienzo al show del cómputo, todos los niños contándose entre ellos al mismo tiempo mientras ella selecciona afanosamente la tarjeta de crédito que utilizará, cuál de ellas más dorada. No puedo ver el desenlace de esta historia porque me llaman de la caja #5, es mi turno de pagar: “hola buen día, necesito 2 entradas para niños y dos para adultos por favor”.
Hay una segunda ley: aquellos que te acompañaron en la fila, te acompañarán toda la jornada.
La pareja tierna nos acompañó en las primeras estaciones, ahora podía distinguir que ambos eran casi iguales: ojos claros, pelos castaños, metro setenta y metro ochenta, finas facciones, buen estado físico, hermosos. Ella iba generando una conexión inmediata con el mundo animal, muy empática, los monos la miraban y se enamoraban, le ofrecían muecas y acrobacias, yo aplaudía sin darme cuenta. Él muy tierno leía los datos necesarios: identificaba los tipos de primates que había en la jaula y lugares de proveniencia, los que compartía sutilmente con su amada. Yo escuchaba atentamente porque mi dolor de cabeza no daba para estar leyendo cartel alguno, manos en bolsillo seguía mi trayecto.
Llegamos a una zona oscura donde habitan serpientes y animales nocturnos, luz tenue que abraza y regocija a mis desgastados sentidos. Pero ahí viene la tía buena onda, la siento venir por el choque de sus doradas pulseras, seguida por la manada que va golpeando los vidrios para que los animales se asomen y hagan algo. En el encierro y la oscuridad aprovecho de sentir su perfume, por un momento me asusto porque pude haber invadido su privacidad, levanto mis lentes para orientarme y exhalo pues ella se encuentra 3 metros delante de mí… está todo bien.
Manos en bolsillo salgo de ahí y diviso el oasis: un kiosko con agua mineral en su interior. A lo lejos escucho unas voces conocidas que me llaman “papá, cómprame agua porfa!”. Me giro, hago una señal de aprobación y vuelvo a mi trayecto, pero la manada me gana la pulseada, luego la tía buena onda y la misma ceremonia: “cuántos son?! quién quiere helado?! -tiene helados, verdad?- ya cuántos helados y cuántas aguas?!”. “Se puede con tarjeta o solo efectivo” mientras baraja las tarjetas doradas. Bajo mi mirada y miro mis zapatillas que se asoman tras mi vergonzosa panza.
Un buen rato después, y para mi suerte, vuelvo a enganchar con los tiernos, ella entablaba una sensible conversación con el orangután que descansaba cercano al ventanal que lo promocionaba, sonrisas y gestos iban y venían. Él, reforzando el bloqueador en los brazos y cuello de ella,
aportaba también con señas, sonrisas y felicitaciones a su amada por lograr esta mágica conexión, la abrazó y la besó. Yo también quise hacerlo, pero me dio lata sacar las manos de los bolsillos, además se habría visto un poco impropio, sobre todo en presencia de mi mujer y mis hijos. Cuando justo venía el aporte de los datos del orangután por parte de mi ingeniero favorito, llegó la tía buena onda con la manada, el orangután se dio vuelta y se retiró a su casucha. La tía no contenta con esto, ofreció sus anillos para chocarlos contra el ventanal una y otra vez para llamar la atención de este desagradecido primate. “Haz algo mono, haz algo! qué hace este?!”
Con espanto, miré a mi mujer, ella me miró, me abrió los ojos con exageración, y con la complicidad de los primeros años nos dijimos “es suficiente, nos vamos!”.
O eso creí interpretar, porque efectivamente nos retiramos del zoológico.
Ya en el auto le dije:
-“menos mal me miraste para que nos fuéramos, me tenía chato la vieja con la manada”
-“no te dije eso, súbete el marrueco, pajarón”