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DE PANDEMIAS y Procesiones
La suspensión de las procesiones de Viernes Santo durante los tres últimos años nos lleva a menudo a recordar el desgraciado precedente que supuso –con muchas y más que palpables diferencias la Guerra Civil española, que implicó que no hubiera procesiones en Cartagena durante cuatro años (1936-1939).
Es cierto que las guerras y posguerras han sido un más que evidente motivo para la suspensión de las procesiones. Al igual que en la ya mencionada, sucedería también en la revolución de 1873 y es de suponer que en otros conflictos bélicos que convirtieron España en un campo de batalla, como las Guerras de Sucesión e Independencia.
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Pero las guerras no han sido el único, ni probablemente el más extendido de los motivos por los que las procesiones no pudieron salir a la calle. Desde la conmoción y el consiguiente luto que se guardó en la ciudad en 1895 por el naufragio del crucero Reina Regente, con 420 fallecidos, la mayor parte de ellos cartageneros, en los primeros días de la Cuaresma de aquel año, al motivo más habitual: la falta de recursos económicos para sufragar los gastos de salida, que motivó que en los primeros años del siglo XX las imágenes se quedasen en Santo Domingo y los tronos en la calle Adarve mientras los marrajos lamentaban aquella ausencia y esperasen a un tiempo más propicio.
Sin embargo, las pandemias –epidemias en un lenguaje menos actual- han estado presentes a lo largo de nuestra historia. De hecho, muy probablemente, el origen de las procesiones marrajas parte, precisamente, de una de ellas.
Sabemos que los documentos más antiguos que conservamos de la historia de nuestra cofradía nos remiten al año 1641, en que nuestros ancestros compraron a la Orden Dominica la capilla que aún hoy poseemos en el templo del que fuera su convento. También que no sería hasta 1663 cuando el Obispo Juan Bravo encomendó a la Cofradía de Jesús Nazareno la organización de las dos procesiones de Viernes Santo, la de la calle de la Amargura y la del Santo Entierro, que hasta unos años antes eran responsabilidad de la Cofradía del Rosario, sita también en el convento dominico.
Es evidente que no existe una documentación concreta, pero sí que sabemos que todo el sur de España vivió una gran epidemia de peste bubónica entre 1647 y 1652. En Cartagena tuvo su inicio en marzo de 1648, provocando las primeras muertes, tanto por la enfermedad como por la hambruna que comenzó a extenderse, al no llegar a la ciudad productos del campo ni salir a pescar los pescadores, pues gran parte de la población se refugió por el miedo que se extendió a la par –o antes- que la enfermedad. Sirva como ejemplo lo que afirma Casal cuando escribe que de “los cuatro boticarios que había en la ciudad, uno murió y los otros tres desaparecieron”.
El Alcalde se contó entre las primeras víctimas; las fuentes de agua dejaron de correr por falta de mantenimiento… y aunque en unos meses la peste desapareció fueron tantas las muertes que prácticamente toda la actividad quedó paralizada.
Las cifras de muertos no fueron oficiales, pero el Ayuntamiento calculó que de los 2.100 habitantes que tenía Cartagena murieron más de 1.500, “quedando reducida la población a unas seiscientas almas”.
Como digo, no hay constancia de que aquel fuera el motivo, pero es más que evidente que la pérdida del 75 por ciento de la población debió ser motivo más que suficiente para que se dejasen de organizar procesiones de Semana Santa, y que no fuera hasta quince años después, cuando la ciudad había comenzado su recuperación, cuando el Obispo Bravo, al igual que haría en otras ciudades de la Diócesis plantease el retorno de las procesiones y, sin salir del convento dominico, fuera a los primitivos cofrades del Nazareno a los que encomendase dicha tarea. No es por tanto descabellado afirmar que las procesiones marrajas tuvieron su origen en una pandemia.
Y desgraciadamente aquella no sería la última con una gran mortalidad, aunque quizá no en tanta proporción como la de 1648.
Una plaga como la del paludismo o la malaria terciana sacudió numerosas veces a Cartagena, al menos diez en diez ocasiones durante el siglo XVIII. La condición de ser una ciudad amurallada, donde la ventilación no era buena intramuros y situada además junto a un Almarjal que, de mar interior había pasado a convertirse en una suerte de zona pantanosa, tendría buena culpa de ello y, con toda seguridad, impediría más de una vez la salida de las procesiones.
De hecho se afirma que sería esta epidemia la que, sin dejar aún el siglo XVII, motivaría la creación del hospital de Caridad, y que también fue la causa que llevó a reemplazar en 1761 a la Virgen del Rosell por la de la Caridad como patrona de la ciudad.
Es complicado encontrar referencias concretas a las procesiones de cada uno de los años en que sabemos a ciencia cierta que el paludismo sacudió Cartagena, como también otras enfermedades derivadas de la escasa calidad del aire en las inmediaciones del Almarjal, algo que afectaría en más de una ocasión al convento franciscano de San Diego, el más cercano a aquellas tierras anegadas, y que fue, precisamente, donde sabemos que se diseñó el Vía Crucis que dio origen en 1614 a la actual procesión de la calle de la Amargura en la madrugada del Viernes Santo.
Esa falta de documentación no se da en la más reciente de las pandemias hasta la actual, la que tuvo lugar en 1918 y que, leyenda negra mediante, pasaría a la historia como la de gripe española.
Aunque el paciente cero de aquella se dio en Estados Unidos (en Kansas, para ser más exactos), y se extendió rápidamente
por toda Europa, casi todos los países estaban inmersos en los últimos combates de la Primera Guerra Mundial, la prensa de aquellos estaba mucho más pendiente del gran conflicto bélico, cosa que no sucedía en España, donde las páginas de los periódicos dedicaron más espacio a la gripe que acabó por tanto bautizada como “española”.
Observar las fotografías de aquellos años, leer la prensa, nos parece de una desgraciada actualidad. Desde las mascarillas, su tipología y utilidad, a los confinamientos, a las restricciones, a las medidas higiénicas y sanitarias, todo es prácticamente igual a lo que hemos vivido desde 2020. Con una clara diferencia: no se suspendieron las procesiones.
Aunque las páginas de los periódicos de Cartagena daban cuenta de los vecinos que habían contraído la enfermedad o se habían curado (en aquellos años era muy habitual dar noticia del estado de salud de muchos cartageneros, de sus viajes, llegadas, vacaciones, etc. en una suerte de crónica rosa en las páginas de información general), no hay ninguna referencia a que se plantease siquiera interrumpir unas procesiones que parecían haber encontrado esos años la estabilidad que se había echado en falta en la primera década del siglo XX. Durante los tres años en que se puede considerar activa la pandemia (19181920) encontramos no sólo noticia de la salida de las procesiones, sino incluso de novedades de lo más destacado en su discurrir.
Así, en 1918 la efímera Cofradía de San Juan, que procesionó esos años desde la Iglesia del Carmen el Lunes Santo estrenó la imagen de su Titular, obra de Sánchez Araciel. El Martes Santo el tercio de San Pedro estrenaba túnicas de terciopelo negro con un peto con el escudo pontificio. El Viernes Santo la prensa da cuenta de que el Encuentro volvía, tras varios años, a realizarse en la plaza de la Merced y se estrenaba reformado el trono de la Verónica. También salían con normalidad las procesiones de Miércoles y Viernes Santo.
Al año siguiente, en 1919, las procesiones salen y la prensa destaca el buen tiempo que hizo aquella Semana Santa, en que se estrenaron la marcha del veterano procesionista marrajo Julio Hernández Costa ‘¡Madre Mía!’ y un nuevo manto para la Virgen Dolorosa en la procesión de la madrugada.
Y por último, en 1920, cuando la pandemia se daba ya casi por extinguida, los marrajos organizaban una procesión extraordinaria con motivo del segundo centenario de la Bula Pontificia otorgada a la Cofradía por el Papa Clemente XI y en Semana Santa sólo fue noticia que pudieron salir todas las procesiones pese al intenso frío y la lluvia que hubo a lo largo de esos días.
Así pues ni la suspensión de las procesiones por causa de fuerza mayor ni la existencia de pandemias –e incluso la conjunción de ambas- ha sido una novedad en nuestra historia, aunque sí en las generaciones que nos hemos visto privadas de procesionar desde aquel 19 de abril de 2019 en que despedimos con una apresurada salve a la Virgen Dolorosa ante la entrada de la iglesia de Santa María.
Agustín Alcaraz Peragón.
Comisario General de la Cofradía Marraja.
BIBLIOGRAFÍA: - CASAL MARTÍNEZ, Federico. “La epidemia de peste de 1948”. Cartagena Histórica, nº19. Cartagena, 2017. Págs. 31-47. - CASTEJÓN PORCEL, Gregorio. Paludismo en España en los siglos XVIII-XIX: Distribución espacial y erradicación’ en DE LA RIVA, J. y otros. Análisis espacial y representación geográfica: innovación y aplicación. Universidad de Zaragoza, 1978. Págs. 69-78.