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SOLEDAD

Cuando el 20 de diciembre de 2019 se daba a conocer el cartel de la Semana Santa de 2020 nadie podía pensar, contemplando el maravilloso trabajo elegido para anunciar la celebración de la Pasión, Muerte, y Resurrección de Jesucristo a la manera en la que desde siglos tiene lugar en nuestra ciudad, lo que estaba por llegar. Ninguno podíamos imaginar que la imagen de la Virgen de la Soledad de los Pobres no sería en el venidero año 2020 la mejor invitación a los procesionistas y cofrades a participar, y así manifestar la fe en uno u otro de los desfiles pasionales que transitan en sus días y recorren sus calles. Que no sería ese espectacular cartel la anhelada llamada a los cartageneros para asistir y admirar, con respeto, las procesiones, únicas e inigualables, que conforman el personal discurso catequéticos de Cartagena ahormado en torno al arte, la luz, el orden, la flor, y la música. Pero Ella estaba allí.

Ella estaba allí porque, llegado lo que llegaría, quiso el destino que el cartel con su imagen de la Semana Santa de esta ciudad que no pudo celebrar la puesta en escena de sus cortejos procesionales, la espléndida imagen de la Virgen de la Soledad de los Pobres, fuera el irremisible compendio de lo que vivimos ese año en aquellos días de la Pasión. La emotiva estampa de la Soledad de la Virgen que en la noche del Sábado Santo permanece sola ante la Vera Cruz y llora al Hijo muerto. Y la soledad de Cartagena, la inmensa desolación de toda una ciudad y de sus gentes, que aguardaba la llegada de la Semana Santa y poder volver a conmemorar en sus calles el Misterio Pascual para la salvación del hombre.

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Porque, sin nadie poderlo saber aquel mes de diciembre de 2019, Ella resultaría el mejor motivo, el más expresivo y acertado, para un cartel anunciador y tristemente premonitorio de la inconsolable soledad con la que cada uno de los procesionistas y cada uno de los cartageneros vivimos la Semana Santa de 2020 que, de la peor forma que hubiéramos imaginado, escribiría una página de pesaroso recuerdo en nuestra historia.

Ella, la bellísima estampa de una Virgen estaba allí, en ese evocador cartel, porque hacía más de sesenta años, en la tarde del Viernes Santo 27 de marzo de 1959, se bendecían en la iglesia de Santa María de Gracia el grupo del Santo Enterramiento de Cristo y la imagen de una Virgen de la Soledad que el escultor Juan González Moreno había terminado para la Cofradía Marraja. Cumplía de este modo el artista con el encargo realizado tres años antes por los marrajos, que recurrían al escultor murciano para estas dos obras pensando como primera intención en el discurso narrativo de la procesión que en la tarde del Sábado Santo los marrajos aspirábamos a poner en la calle como el cuarto cortejo morado de nuestra Semana Santa. En todo caso el extraordinario grupo que muestra la escena del Entierro del cuerpo de Cristo, y que el propio González Moreno consideraba su mejor grupo procesional, no llegaría nunca a figurar en esta procesión, procesión de la Vera Cruz todavía en ciernes cuando en 1956 recibe el encargo de la Cofradía Marraja. Y por otra parte hoy este soberbio conjunto, viendo cumplido un viejo anhelo de la Cofradía, puede ser admirado todo el año, más allá de su salida en la noche del Viernes Santo a cuyo cortejo procesional quedo incorporado desde su llegada, en la capilla de la iglesia de Santo Domingo que desde el año 2017 lo acoge y donde recibe culto.

Pero situémonos por un momento en esos días más de sesenta años atrás, y en el asombro que sin duda provoca la llegada del Santo Entierro que antes de la tarde de su bendición se exponía en la planta baja de la casa Cervantes de la calle Mayor, sede entonces de la Caja de Ahorros del Sureste de España. Posibilitando que los cartageneros pudieran contemplarlo y maravillarse de la obra llamada finalmente a completar la narración de la noche del Viernes Santo en perfecta armonía con las imágenes y grupos de Capuz que, como sabemos, trazan el guion perfecto en esta representación. Porque, volviendo a nuestra imagen, las crónicas periodísticas de ese 1959 nos hablan de esa exposición donde “separadamente hay una talla policromada de gran tamaño, de la Virgen, de la Soledad, en la que González Moreno ha acertado a dar una elocuente expresión de dolor y de sumisa conformidad en padecerlo”.

Pensemos, siguiendo con esa estampa recreada del instante y de aquel día que refiere el medio escrito de la época, en la monumentalidad del conjunto del Santo Enterramiento allí expuesto que componen las seis figuras de la escena de la Pasión nacidas de la genialidad de su escultor. Y en la presencia, en el mismo lugar, de una delicada imagen que parece en cierto modo y por las palabras del cronista alejada, distante, ajena al revuelo formado alrededor del nuevo grupo que con su imponente presencia requiere y ocupa la atención y las miradas de cuantas personas pasan. En todo caso pareciera que fueran esas mismas miradas anónimas de entonces que, “separadamente”, vislumbran el prodigio de la obra alumbrada en 1959 por González Moreno, como tantas otras millones de miradas que hasta hoy se han encontrado con Ella, las que ante el pudor de una Madre atrapada en su inmenso dolor en la impresionante representación de la Soledad expuesta esos días tras llegar a Cartagena, y que descubríamos entonces, quieren, por respeto, rehuir su presencia y procurar no perturbar su pena y su angustia de madre. La Soledad cuya cara ausente y manos entrelazadas acierta sin embargo a ver el buen cronista que con curiosidad y enorme intuición se aleja y abstrae de la gran escena que llena por completo el espacio, para encontrarse al hacerlo con la mirada esquiva de una Virgen primorosamente tallada. Y concluye en su observación, y nos deja escrito en el resumen del feliz encuentro de ese día, cómo “en la expresividad de esa cara y de esas manos se patentiza un gesto inconfundible de infinita aflicción”.

En la pasionaria de nuestra ciudad sus protagonistas, las imágenes y grupos sobre tronos que rivalizan en la exuberancia del exorno y la luz, interpelan y se dirigen directamente a cuantos los contemplan mientras van desgranando el relato evangélico en cada uno de sus cortejos. Pero una entre todas las presencias que encontramos en nuestra Semana Santa parece romper esta premisa. Una imagen despojada casi de luz y de flor, en penumbra, que en apariencia muestra no tener en cuenta al espectador al pasar ni buscar su diálogo. No refleja en su actitud ni el desafío ni la imploración. No pide la ayuda o el auxilio, no aparenta querer en ese momento nada y a nadie. Sólo esconde su cara, baja la mirada, y recoge sus manos.

Y así, nadie osaría molestarla en sus pensamientos. Pero todos quisiéramos consolarla en ese instante cuando, al caer la noche del Sábado Santo, nos encontremos con la más emotiva, con la más íntima y contenida manifestación del abandono y la pérdida; con la soledad de soledades. La Madre rota y exhausta de la que nos habla la hermosa y primorosa imagen de la Virgen de la Soledad de los Pobres.

La Madre, Ella, que en una primavera de infausta memoria quiso anunciar su callada soledad. Para que todos nosotros, en esa inmensa Soledad, encontráramos el amparo y el consuelo.

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