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Seres voladores

Seres voladores

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Carmelo Carrascal

Para Eduardo Martín Zurita, que ha volado a los cielos.

Aunque, cuando ponía a aletear sus palabras, en realidad descendía para sus lectores de la altura suprema en la que residía y era.

EN CUANTO LA BRUJA TORIBIA aparca su escoba voladora, palo de alcornoque y barbas de brezo, detrás de la puerta de entrada al caserón, que deja entreabierta, se vuelve invisible. Ya no es posible saber de ella con certeza, adivinar su estado de ánimo o intenciones por los gestos y expresión del rostro, no queda otra que intuirlo; por ejemplo, la crispación a partir de ciertos gruñidos que, siempre huraña, emite a modo de maldiciones. A fin de seguirle la pista y localizar con exactitud por dónde le lleva su ajetreado afán, que de pararse a mirar a través de los visillos nada, es necesario atender a los ruidos que arma. Y es así porque entre sus poderes mágicos de volar, efectuar curaciones milagrosas y hechizar no está el de evitar hacerse oír. Desde luego que no, si en su avance enérgico tropieza cada dos por tres con sillas, alfombras y demás obstáculos que encuentra en su camino; pues sí, esta vieja melenuda tiene mala sombra aunque no se la perciba.

Además, están otros ruidos que Toribia va orquestando sin proponérselo: mientras camina cojeando con sus toscos zuecos sobre el entarimado destartalado; al agitar en sus desplazamientos las sayas, por lo menos son dos las que lleva habitualmente. Por si fuera poco, carraspea, tose, se suena los mocos, arrasca con furia sus greñas, al avanzar por la penumbra choca con los marcos de las puertas, da portazos... sin contar con que, imbuida en su cavilar, si cae en la cuenta de algo, si de repente recuerda lo que tenía olvidado o desea enfatizar para sí misma aquello que en ese momento le pasa por la cabeza, se arrea ella misma sonoras palmadas en su flaca muslada. Es más, en ocasiones en vez de musitar parece que dijera algo, habla consigo misma, aunque no haya manera de que se le entienda, siempre habla un poco rara. De modo que entonces además de invisible, en tanto que emisora de mensajes indescifrables, puede decirse que «inaudible».

Después de avanzar unos cuantos pasos, tuerce bruscamente a la izquierda y sube los crujientes escalones que le conducen a la buhardilla. Echa allí una ojeada rápida. Entre el amasijo de trastos inservibles velados por una pátina de polvo viejo y una caja de frutos secos, reina la pequeña jaula oxidada. El jilguero que encierra se alborota nada más sentir la presencia de la bruja invisible.

Para mayor turbación, de pronto, por la claraboya abierta desciende un chorro de luz y con él el zumbido seco de una bola de pelo y ropas que al tocar suelo se resuelve en la figura de una niña, bruja junior, con su escobita y todo. Más que a modo de tromba ha irrumpido cual cañonazo. En su mirada no exenta de encanto, todavía azorada, late una suerte de desenfado entre entusiasta y retador. Apenas repuesta del sofoco, aprieta el mentón y recompone el gesto digno propio de la bruja que es, si bien aún inexperta. Hosca, exclama como quien escupe: «¡Ya está, aquí estoy!». A lo que el pájaro enjaulado asiente, más asombrado que turbado ante semejante aparición. Por su parte la bruja Toribia, a lo que parece la más serena, con aire severo alarga el cuello como las garzas y ensancha sus pupilas.

Bruja, brujita y pájaro se miran (es un decir) y no dicen nada. El jilguero titila, lo que la recién llegada interpreta como una muy sutil petición de ayuda. La buhardilla, de paredes desconchadas

y un par de manchones de moho verduzco, de repente se ha convertido en un bullir de presencias, preguntas sin articular y un batiburrillo de sueños, como renacuajos que hierven en un charco, convocados a saber por quién y cuándo.

La brujita mira a donde calcula que debe estar la bruja y la intuición le dice que su colega experimentada debe ser de aspecto físico repulsivo, sí, pero no mala mujer. Ambas tienen en común la audacia de la oruga que se transforma en mariposa, pues no ocultan su determinación de volar por sí mismas, surcar los cielos autopropulsadas, tomar tierra

allá donde sólo ellas dispongan a fin de aplicar sin trabas su sabiduría brujeril. Es su particular manera de entender la libertad, evolucionar y evitar a toda costa encallar en la rutina del vivir cotidiano.

En aquel minirrecinto del vetusto caserón el breve silencio compartido se quiebra por el forzado aleteo del pájaro, los chasquidos impertinentes de la vieja a la que le da por ponerse a partir avellanas y la intervención resuelta de la niña. Se agacha cual resorte hasta acuclillarse, aparta de su cara con una mano unas moscas pertinaces y con la otra, imitando el talante del genio que sale de la lámpara, de un manotazo abre la jaula cochambrosa y el jilguero escapa raudo, sin titubear. Emprende un vuelo vertical como quien trepa por un sendero escarpado y huye por la claraboya. Un tanto aturdido todavía, se pierde zigzagueando en el espacio libre. Le acompañan desde cada vez más lejos las intensas miradas, enardecidas al unísono, de repente iluminadas, de las dos brujas.

Sin saber el porqué o a cuento de qué, por un instante ambas sonrieron furtivamente y recordaron al famoso flautista que ahuyentó las ratas. Extraña sintonía. Al tiempo se imaginaron las dos jugando a los dados, recogiendo hierbas curativas y planeando lúdicamente —par de cometas— los días de sol.

Añoran al pájaro amigo al que tan bien habían entendido y atendido, al que admiran como a todo ser volador. Sobre todo, se reafirman en la convicción de que tampoco en ellas sería posible aplacar el alocado impulso de volar y volar: desafiar al viento y nada más.

NOTA

Pronto se supo que la brujita de este relato no era otra que la niña que había salido disparada por el aire en «Una niña al columpio» (“El callejón de las once esquinas”, nº 7, 2018). Inicialmente ella se perdió entre las nubes, pero al tiempo le cogió gusto a volar y de ahí que decidiera ser bruja. Tras el sorpresivo encuentro que se narra, tomó como tutora y maestra a Toribia; y hasta como compañera de vuelos. En cuanto al jilguero, se le perdió la pista y ya no se ha sabido más de él.

Carmelo Carrascal (España)

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