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Asesinato en el Olympia

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Charla con Lettys

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Asesinato en el Olympia

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Manuel Serrano

HABÍA TERMINADO la sesión de las cinco de la tarde aquel frío día de enero de mil novecientos veintinueve. Esperaba en el vestíbulo del cine a que se despejara la sala después de haber encendido las luces. La gente salía subiéndose el cuello del abrigo a la luz de las farolas de la calle San Vicente. Los carteles anunciaban la sesión del día bajo las luces del Teatro Olympia.

Juan acompañó a los últimos espectadores hasta la puerta de doble hoja y la cerró con llave.

Movió sus cincuenta años con parsimonia hacia la sala. A su lado iba Jacinta, la mujer de los lavabos, que se encargaba de limpiar las butacas, los suelos y los aseos, terminada la sesión.

—Voy a dar una vuelta por los baños, a ver la mierda que han dejado esos guarros —dijo ella.

—Te veo después, en la sala.

Jacinta traspasó las cortinas y desapareció hacia el cuarto de la limpieza.

Juan empezó por detrás, como siempre. Su labor consistía en levantar los asientos de madera para que cualquier cosa que hubiera cayera al suelo y así lo recogieran después. Hacía un ruido muy particular, como el de cerrar las puertas, con cada asiento. Los llevaba hacía arriba y los soltaba. Sonaba como una sinfonía de tambores. Empezaba por el extremo izquierdo y terminaba por el derecho para comenzar desde la derecha la siguiente fila. Le costaba unos cinco minutos levantar las treinta filas de asientos. Aquella tarde no tenía pintas de que fuera diferente.

Hacía su tarea sin levantar la vista de sus propios pies. Cuando llevaba más de media sala se dio cuenta de que había un espectador dormido con la cabeza echada sobre su parte derecha en una de las butacas de delante.

Se acercó a él por detrás y le llamó:

—Señor, señor. Pero el señor no se inmutó. Odiaba tocar a la gente. Incluso llevaba los guantes blancos para evitar el contacto. Lo zarandeó y entonces vio que el hombre llevaba un prendedor de pelo que le salía del oído derecho.

Dio un respingo y se echó las manos a la boca.

—¡La madre que me parió! —dijo cuando pudo dominarse.

No era la primera vez que el bueno de Juan veía un muerto en la sala. Pero muerto, no matado. A las voces acudió Jacinta moviendo sus enormes caderas.

—¿Está muerto? —preguntó cuando estuvo a su lado.

—Tieso como un palo —le contestó—. Hay que llamar al jefe y a la policía.

Al momento se presentó don Mariano con su impecable traje de tres piezas sudando sus kilos pese al frío de aquella tarde.

—¿Dónde está? —dijo nada más entrar en el vestíbulo. —Dentro, don Mariano.

—Ya. Me lo imagino. No va a estar en medio de la calle.

Pasaron a la sala y le enseñaron dónde estaba aquel pobre hombre.

—Lo que nos faltaba. Ahora habrá que suspender la sesión y no sé cuántas más. ¿Habéis llamado a la policía?

—No, don Mariano. Estábamos esperándole a usted —le contestó Carmelo, el chaval que llevaba la venta de refrescos.

—Está bien. Así se hace.

Don Mariano llamó a la policía, que se presentó al cabo de poco rato. Se presentó un hombre esquelético, calvo, que olía a brandy barato y con un cigarro que le bailaba en los labios.

—Soy el inspector Sancho. Estoy encargado de este caso —dijo presentándose ante el dueño del cine.

—¿Quién lo ha encontrado?

—Yo, inspector —contestó Juan alzando la mano.

—¿Has tocado algo?

—No, solo lo zarandeé un poco.

El inspector Sancho entró en la sala seguido de un policía vestido de uniforme. Otro más se quedó en la puerta para que nadie entrara.

Llegó hasta el difunto y comprobó que estaba realmente muerto. Frío. Rebuscó por los bolsillos y encontró su cartera. Tenía el carnet de identidad y una tarjeta de visita. Doctor Agustín Forner. Médico Traumatólogo. Hospital General de Valencia.

Ya tenía la identidad del fallecido. L

lamó al Juzgado de Guardia para que se procediera al levantamiento del cadáver. Tendrían que esperar al Juez de Guardia y a los del retén. Después habría que aguardar a que se le hiciera la autopsia.

Tomó declaración a todos los trabajadores del cine. Nadie había visto nada. Nadie recordaba nada raro. Además no habían podido ver al muerto porque lo sacaron tapado con una sábana encima de la camilla y no sabían quién era.

Se suspendieron todas las sesiones hasta que la policía obtuvo sus pruebas. El suceso salió en la prensa y al día siguiente acudieron muy pocos espectadores.

Los cuatro empleados del cine cumplían su obligación como siempre pero el ambiente estaba enrarecido. No en balde había muerto un hombre en su cine. Don Mariano bajó las entradas para ciertas sesiones con el fin de que se fuera animando la demanda pero ni aun así consiguió que se llenara como antes.

Un mes después, lo sucedido en el cine había perdido la facultad de ser novedad y empezó a recobrar sus espectadores de siempre.

Mientras tanto el inspector Sancho había hecho ciertas indagaciones sobre el fallecido. Además del nombre, apellido, dirección y centro de trabajo, sabía que había tenido una amante. Se enteró por medio de los chismorreos de una de las enfermeras del hospital. Incluso tenía el nombre de su amante: Laura Ferrer, una auxiliar de la planta de trauma.

—Señorita Ferrer, ¿puedo hablar con usted? —Era hermosa, esbelta y con una cara angelical.

—Por supuesto —contestó en cuanto se repuso.

—¿Hay alguna salita donde podamos hablar con tranquilidad?

Laura Ferrer lo condujo a la sala de descanso del personal no médico. —¿Conocía usted al Dr. Forner? —Trabajaba con él. —No me refiero en ese sentido. Me refiero a si lo conocía usted de manera íntima.

—No, señor —mintió poniéndose colorada.

—No me mienta. Sabemos que usted era su amante.

Laura escondió la cara entre las manos y se puso a llorar.

—Hemos sido amantes. Iba a dejar a su mujer y sus hijos para irnos a vivir a Zaragoza. El inspector la interrogó en profundidad y fue tomando notas.

—¿Dónde estuvo el día que murió el doctor?

—¿Qué día fue?

—El cuatro de enero.

—Esos días estaba de permiso y fui a cuidar a mi tía Enriqueta a Sagunto, desde el dos hasta Reyes.

—Lo comprobaremos —dijo el inspector anotando la dirección de la tía que le dio la chica.

Pasaron quince días hasta que el inspector reunió todos los datos. Efectivamente, había estado con la tía los días que le dijo. No había salido sola en ningún momento.

Volvía a estar en un punto muerto de la investigación. Sobre su mesa tenía la fotografía del muerto y el prendedor que le clavaron en el oído. Tenía la víctima, el lugar, el arma, pero le faltaba el asesino, o la asesina.

Después de hablar con Laura, interrogó a la mujer del médico. Ella le confirmó que su matrimonio pasaba por un mal momento y que aquellos días los pasó con su familia en Cullera. No sabía que su marido quisiera separarse de ella y dejar a las niñas.

El concienzudo inspector comprobó aquella coartada. También era buena.

Solo le quedaba la posibilidad de que hubiera sido un asesinato al azar. Pero su experiencia no le permitía quedarse con aquella solución.

Pidió al fotógrafo de la comisaría que hiciera fotos a la amante, a la mujer y a cuantos pudieran estar en relación con el médico.

Al mismo tiempo, en el cine, los empleados comentaban lo sucedido con el muerto. Esperaban que se acabara aquella película en la que eran actores involuntarios.

Pasados casi dos meses acudió el inspector Sancho al cine. Era por la mañana y don Mariano los había llamado para la reunión.

Lo recibieron en el vestíbulo, alrededor de una mesa, todos a un lado y el policía en el otro.

—Gracias por venir —agradeció el veterano inspector.

—Estamos para colaborar —le contestó el empresario.

—Les he hecho venir porque necesito comprobar con ustedes unas cuantas cosas.

—Lo que necesite, inspector.

Puso sobre la mesa la fotografía del médico, la de su mujer, la de Laura, la de algunos de sus colegas y algunas más que tenía por el despacho.

Se las fueron pasando sin prisa. Las miraron con atención y entonces dijo Noelia, la taquillera:

—Yo conozco a este señor.

—¿Seguro?

—Sí, ha venido muchas veces con una señorita. Y yo juraría que era esta —dijo señalando la foto de Laura.

—¿Está usted segura?

—Sí, señor. Estoy segura.

—¿Se acuerda de algo más? ¿Algo de aquel día?

—Pues ahora que lo dice, sí. Este señor —dijo señalando la foto del médico— compró dos entradas y dejó una en la taquilla para que la recogieran más tarde.

—¿Entonces vino con alguien o esperaba a alguien?

—Sí, pero no la recogió nadie.

—Ahora me acuerdo —dijo Juan—. Esta chica y este hombre salían juntos y desaparecían hacia María Cristina. La dueña de la pensión de la esquina me dijo que acababan allí muchas tardes.

Estas nuevas noticias hicieron que el inspector sospechara de nuevo de Laura. Si era ella a quien esperaba, ¿cómo es que no había ido? Si ella no era la asesina —seguro, tenía coartada— entonces, ¿quién había asesinado al amante?

El inspector Sancho puso un dispositivo de seguimiento a la amante. Durante quince días, el guardia Antúnez fue la sombra de la muchacha. La seguía cuando salía del hospital. Fuera donde fuera.

Un día se acercó al Teatro Olympia en compañía de un mozo bien parecido. No iban cogidos de la mano, por lo que intuyó que no eran novios. Entraron en el cine y salieron al terminar la función. En la calle se separaron con un casto beso en la mejilla y cada uno se fue por un lado.

El guardia Antúnez siguió al desconocido. En los alrededores de la Estación del Norte, la estación churra, entró en una de las pensiones de viajeros en tránsito. Lo siguió hasta el portal. Cuando pensó que ya no estaría por allí, llamó a la puerta.

La mujer de la pensión le abrió gritando que aquellas no eran horas. Rápidamente cayó en el silencio, en cuanto el policía le enseñó su placa tras la solapa. La interrogó sobre el muchacho que acababa de entrar. La mujer fue a por el libro de registro y señaló con el dedo:

—Este es —dijo dejando ante la vista del policía aquel nombre. Antúnez tomo nota del nombre y salió dando las gracias a la dueña.

Al día siguiente cuando llegó el comisario le tenía preparado el nombre del desconocido: Lorenzo Ferrer.

Laura no le había dicho que tenía un hermano en Valencia. Cada vez parecía más claro que ella era la asesina. Pero no podía probarlo.

Sin más miramientos mandó buscar al muchacho. Lo metieron en la sala de interrogatorios. El comisario empezó con su rutina. El muchacho, un aragonés de pura cepa, con un fortísimo acento, que hablaba cantando, contestó de manera coherente a todo… Cuando el inspector vio que llegaba a un punto muerto lo dejó marchar, pero lo hizo seguir.

El seguimiento cambió de nombre pero no de apellido. En este caso mandó al guardia Gámez, el mismo que había estado cuando se descubrió el cadáver.

Durante casi un mes la rutina de aquel mozo no pasaba de ir a trabajar en una agencia de mudanzas, subir pesados bultos, beber cuatro vinos, salir con alguna criadilla y poco más. Pasado otro mes, Lorenzo Ferrer se encaminó solo al Teatro Olympia. Era otra de sus rutinas. Gámez se pegaba a él. Estaba en la misma cola mientras esperaban el turno para las entradas. Iba a ser un día como otro cualquiera pero…

—¡Hola, mañico! —le dijo una chica guapa y bien plantada—. ¿No te acuerdas de mí?

—¡Sí, eres la Andrea! —se acordó de repente.

—¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Dónde has estado?

—Trabajando.

—¿Te acuerdas del frío que hacía el día que nos vimos?

—Sí. Hasta había nevado. Y lo pasamos de maravilla, ¿verdad?

—Pues claro. ¿Lo podíamos repetir hoy mismo?

—No sé, no sé, pillín, la otra vez me robaste lo del pelo y no me lo has devuelto.

—No te preocupes, te regalaré otro más bonito.

Gámez tenía bastante con lo que había oído: día de invierno, nieve, prendedor del pelo… aun así, esperó a que saliera y siguió a la muchacha. Entró en una casa de la calle de la Paz. Tomó el número.

En la comisaría se lo contó al inspector. Ahora ya había más que indicios para ir a por él.

Gámez, Antúnez y dos policías más se presentaron en esa casa. La sirvienta que abrió la puerta se quedó pasmada ante tanto policía. Antúnez dio la descripción de la muchacha y del cuarto de la plancha salió un ser asustado que acompañó a los policías hasta la comisaría.

Entre sollozos, hipos, lágrimas y mocos fue contando lo que había sucedido aquel día en el cine. Se excusó por «haber hecho cosas feas» con el mañico, pero no sabía nada de un muerto. No había visto nada.

El inspector preguntó por el tema del prendedor.

—No era más que una horquilla larga con la que me sujetaba el pelo. Normal y corriente —dijo ella.

—¿Es esta? —le preguntó el inspector Sancho enseñándole la foto del arma del crimen.

—Sí —dijo ella—. ¿Cómo la han encontrado?

—Eso no importa —le cortó seco—. Lo que importa es que usted la identifique. ¿Puede usted darme alguna seña particular de este artilugio?

—Sí. Le faltan dos perlas en la parte de arriba, donde tiene la flor esa de plata.

El inspector mandó a por la prueba ya que no se veía ese detalle en la fotografía. Cuando abrieron el sobre cayó el prendedor y en efecto le faltaban dos perlas a la flor. Sin duda era el suyo.

Ya tenía al asesino.

Cuatro policías de uniforme se presentaron en la agencia de mudanzas y se lo llevaron detenido.

Ya en la comisaría y con todos los hilos trenzados empezaron a interrogarlo. Más que interrogarlo lo asediaron a preguntas durante más de quince horas. Los tres policías que habían intervenido, Gámez, Antúnez y el propio comisario Sancho, se fueron turnando para hacer que aquella roca de muchacho se derrumbara.

No parecía que nada le afectara. Ni las súplicas, ni que estuviera sin dormir todo el tiempo, ni que se hubiera meado encima… Nada.

El inspector Sancho cambió de táctica. Si con él no podían, atacaría directamente a su hermana.

—Trae a la chica. Los pondremos juntos y a ver qué pasa.

Dio en la diana. En cuanto estuvieron juntos, le dijeron que su hermana estaba detenida y que le iban a dar garrote vil por asesina. Entonces se rompió. No podía consentir que culparan a su hermana por algo que no había hecho.

—Se lo contaré todo. Pero deje libre a mi hermana. Ella no sabe nada de lo que pasó.

—Cuéntamelo todo y después veremos qué hago.

—Me lo tiene que prometer.

—Si ella no sabía nada, no te preocupes que quedará libre.

—Está bien. Se lo contaré todo. Mi hermana vino al pueblo.

—Lorenzo, vente a Valencia que tengo un problema gordo.

—¿Cómo de gordo?

—Cada día más.

—No me digas que estás preñada.

—Sí. Y el padre no quiere saber nada. Al principio decía que sí, que se separaría de la mujer y nos marcharíamos juntos, pero ahora dice que no.

—Iré y hablaré con él. A ver qué pasa.

Y llegué a Valencia. Unos familiares me encontraron faena en las mudanzas. Un día me lo encaré a la salida del hospital.

—¿Qué dices, churro?

—Que soy el hermano de Laura y quiero saber cuáles son sus intenciones.

—Déjame en paz. Tu hermana se dejó y le ha pasado lo que le ha pasado.

—Pero ella dice que usted se iba a ir con ella…

—¡Qué más quisiera ella! Lárgate o llamo a un guardia.

Luego le dije a mi hermana que quedara con él en el cine, tal día a tal hora. Yo estaba detrás del médico aquel de mierda cuando pidió los asientos y pedí justo los de detrás. La taquillera me los dio sin decir nada y me dispuse a esperar el momento de matarlo. Le juro que no sabía cómo iba a hacerlo pero la suerte hizo que apareciera aquella muchacha, la Andrea, que además llevaba el prendedor y se me ocurrió: se lo clavaría por la oreja.

Cuando se descubrió toda la trama, el periódico Las Provincias sacó una portada que todavía hoy, noventa años después, puede verse en un cuadro a la entrada del cine.

Manuel Serrano (España) Blog: raniamvlc.blogspot.com.es

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