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Equilibrio
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Equilibrio
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Mario López Araiza Valencia
EL JEFE DE LA OPERACIÓN, una presencia oscura envuelta en una capa negra, se encontraba vigilando que todo transcurriera en orden aquella noche. En medio del bosque, las sombras y el silencio eran sus mejores aliados. Nadie osaba internarse durante esas horas entre los árboles, por lo que se aseguraba un exitoso tránsito de la maquinaria por los senderos improvisados de la zona. Transportaban plata extraída de una mina, bajo el resguardo de minotauros armados hasta los dientes. Justamente ese día, un aviso de uno de estos guardianes haría dudar al jefe de que el bosque era ocupado únicamente por la caravana.
—Señor —anunció el custodio, bufando por la subida a la cornisa desde la que su superior monitoreaba la actividad—, atrapamos a un hombre deambulando, parece sospechoso. Lo tenemos en la cabaña del puesto de avanzada.
Ambos descendieron la cornisa para dirigirse a donde se hallaba el cautivo. Arribaron a una pequeña construcción de madera, iluminada por una lámpara de petróleo a punto de apagarse, cuya tímida lucecilla escapaba por el resquicio de la puerta y una ventana trasera. El personaje se encontraba sentado en un banco de madera, único mobiliario del lugar, esposado. Dos custodios fungían como centinelas a su lado. El aspecto del individuo era deplorable. Tenía una barba larga y descuidada, entrecana, ojos hundidos color marrón, inyectados en sangre. Cabello canoso, sucio y enmarañado, hasta la mitad de la espalda. Sus manos callosas, con uñas largas. Usaba unos jeans empolvados y rotos, mientras que a su torso lo cubría una camisa de manta en la que se apreciaban tonalidades típicas de la ausencia de higiene. Sus pies los llevaba descalzos, ennegrecidos por el contacto con el polvo.
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—¿Qué haces aquí, humano? ¿Quién eres? —preguntó el jefe, debajo de los pliegues de su capa. Quien lo escuchaba temblaba, pues su voz siempre inspiraba miedo.
—Has intervenido de forma irremediable este bosque —habló el hombre con voz pausada, serena.
—Te importa un comino. Seguramente eres un espía.
—Tu maquinaria ha desencadenado impactos graves sobre la flora y fauna de esta área. Es mi deber impedir que sigas haciéndolo.
—¡Vaya loco se toparon! —se burló el jefe—. Sáquenlo de aquí.
Justo cuando se disponía a traspasar el umbral para salir a la noche, se detuvo al escuchar tras de sí el caer de las esposas que mantenían inmóvil al intruso.
—No les he dicho que lo liberen…
Fue lo que alcanzó a decir, pues al voltear se dio cuenta de que los minotauros seguían en su sitio. El hombre se levantó, separando sus brazos.
—Mi nombre es Lucio —se presentó con educación—. He pasado algunos años en este bosque, conviviendo con la naturaleza, conociéndola. Ustedes han abierto una herida terrible para saquear el corazón de nuestro planeta y a su paso, acabaron con la vida de muchos seres. Verán, esas esposas —se dirigió a las que yacían inertes en el piso, cuando segundos antes permanecían fijas en sus muñecas— son poca cosa para mí. —Ante la estupefacción creciente de los presentes, extendió un brazo hacia la entrada—. Una vez conocí a alguien que podía materializar tejidos vivos en el espacio. Esto me sacó de mi mundanidad y decidí desaparecer del mundo, pero antes de hacerlo, aprendí otras cosas.
Como si se tratara de una ilusión óptica, un cuchillo oxidado apareció en su mano.
El jefe apenas se dio cuenta de que los guardias habían sido atacados, pues cayeron tan rápido que ni alcanzó a ver el embate sobre sus cuerpos. Se comenzaron a escuchar algunos gritos provenientes de fuera, por lo que dejó la cabaña, aterrorizado.
Notó que las máquinas se habían detenido. A lo largo de la caravana, pudo ser espectador de una exhibición macabra: todos los guardias estaban en el suelo, inmóviles. Abrió la puerta de uno de los artilugios. El que lo llevaba, un gnomo de los pantanos, yacía sobre los controles, con un corte mortal. La historia se repitió en el resto de los aparatos. Gritó despavorido por ayuda, nadie contestó.
Lucio salió de entre los árboles, caminando tranquilamente.
—Hiciste lo mismo con demasiados seres inocentes.
—¡Asesino! —reclamó el pasmado minero, con el brillo de tres ojos rojos asomándose por la capa.
—La Tierra reclama lo que es suyo. Los organismos en su seno tienen absoluto valor para ella, tanto las bestias, los seres mágicos, como los humanos; sin embargo, era su destino que debían irse para equilibrar la balanza.
—¡Eres un demonio! —exclamó el jefe, fuera de sí.
—Tú también formas parte de ese equilibrio.
Con estas últimas palabras, el jefe minero se lanzó sobre Lucio, dispuesto a silenciar sus disparates para siempre.
Fue entonces cuando sintió golpear el piso, en un charco de agua fría, alimentado por una gotera en el techo de su celda. Emitió un aullido de dolor, al que acudió un oficial robótico abriendo la reja.
—Idiota, sufriste un daño grave en tu pierna. —Lo tomó de los hombros para devolverlo a un colchón desvencijado—. Estas trastornado.
El oficial salió del calabozo, asegurando la reja nuevamente. El desdichado habitaba una mazmorra con una gotera molesta, producto de una cañería rota. La soledad y el frío lo acompañaban. A menudo tenía alucinaciones donde veía al tal Lucio, un demente que lo amenazaba con acabar con sus cargamentos de mineral. Siempre recordaba el momento en que lo tenía enfrente y le decía que él era el último para brindarle equilibrio al mundo. Era entonces cuando se abalanzaba sobre Lucio y caía al firme, del que tenían que arrastrarlo hasta su deprimente lecho, ocasionando que la herida que decían, se había autoinfligido, tardara en sanar.
Aquel recluso constantemente le reclamaba entre las sombras al recorte de periódico pegado en su pared, que tenía por titular: «Capataz de mina enloquece y asesina a sus operarios en lo profundo del bosque mientras transportaban plata de manera ilegal».
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Mario López Araiza Valencia (México)