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Letra pequeña
Letra pequeña
Enrique Angulo
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ALFREDO PENSÓ que alguien le estaba gastando una broma cuando aquellos dos elegantes y educados caballeros, perfectamente trajeados, a los que acababa de abrir la puerta de su casa, le dijeron que venían a llevárselo a un hospital para quitarle un riñón.
Así que se echó a reír, pero ellos mantuvieron su seriedad, y uno de los dos le dijo: «En la letra pequeña del contrato que firmó usted con nuestra compañía de seguros hace un par de meses, nos autoriza a disponer de uno de sus riñones cuando lo necesitemos, en concreto, puede leer la cláusula donde lo pone, está hacia la mitad de la página diez, es la 4C».
Al oír aquello su risa se convirtió en una mueca. «¿No ha leído la letra pequeña de su contrato? Les pasa a la mayoría de nuestros clientes», aclaró el que parecía llevar la voz cantante de aquellos dos individuos. «Pero esto es absurdo», balbuceó Alfredo. «Si no nos acompaña por las buenas nos veremos obligados a utilizar la fuerza. En el portal de su casa esperan unos agentes de seguridad de nuestra compañía por si fuese necesaria su intervención».
Intentó cerrar la puerta de su casa, pero el pie de uno de aquellos hombres se lo impidió. Al poco, estaban en el interior de su vivienda y lo miraban desafiantes. Los amenazó con llamar a la policía, ante lo que ellos se quedaron impasibles. «Hágalo, si así lo desea», dijo con su voz átona el que ya calificó como el de mayor cargo.
Lo hizo, una amable voz femenina le preguntó qué deseaba. «Hay unos hombres en mi casa que dicen pertenecer a la compañía de seguros con la que firmé un contrato, en cuya letra pequeña afirman que pone que pueden disponer de uno de mis riñones cuando lo deseen». «¿Y realmente pone eso en la letra pequeña de su contrato?». «No lo sé, no lo he leído». «Pues léalo antes de molestarnos, y si en alguna de las cláusulas pone que pueden disponer de uno de sus riñones, la policía no tiene nada que hacer al respecto». «Pero...», acertó a decir. «Seguro que tampoco se leyó el programa del partido político al que votó en las últimas elecciones generales, es usted un irresponsable como muchos de los ciudadanos de nuestro país, así nos luce el pelo a nivel internacional. Estoy segura de que no ha leído ni un solo contrato de los que ha firmado durante toda su vida, por tanto, es muy probable que esta no sea la única sorpresa desagradable que se lleve». «¡Pero si aunque los lea no los entiendo!», protestó con una voz que pareció salirle de lo más hondo de su garganta. «¡Es el colmo! No quiero seguir hablando con usted porque si lo hiciese nos veríamos obligados a detenerlo por multitud de delitos de toda índole que seguro que ha cometido», le dijo aquella voz femenina que, de agradable, se había convertido en áspera. Al instante, la comunicación se interrumpió.
«Vístase y prepare una bolsa con lo que quiera llevar al hospital. Tiene quince minutos para hacerlo. Y recuerde que los gastos de la intervención correrán de su cuenta, como bien especifica la cláusula que le ha citado mi compañero. Los podrá pagar hasta en veinticuatro mensualidades, gentileza de la empresa a la que representamos. En caso de que no pueda hacerlo sufrirá un embargo de la parte de sus propiedades que sirva para cubrir los gastos», dijo el hombre que no había hablado hasta ese momento.
«Me gustaría llamar a mi pareja», suplicó Alfredo. «Ya no hay tiempo. Cuando le quitemos el riñón podrá hacerlo. Yo mismo me encargaré de las gestiones necesarias para que pueda establecer esa comunicación. Entonces podrá contarle lo ocurrido a su amorcito, y decirle que todo ha salido bien, de eso no me cabe la menor duda; pues, hasta hoy, todas las intervenciones que hemos encargado a distintos hospitales han sido un éxito. Por otra parte, debería alegrarse, pues ese riñón que le vamos a quitar servirá para salvar una vida». «La de algún millonario», se atrevió a decir, pero se tragó al instante sus palabras porque las miradas de aquellos tipos parecían tener la intención de fulminarlo.
De camino hacia el armario donde tenía la ropa, lleno de miedo y perplejidad, echó una ojeada al anodino patio de luces de su casa, miró, durante unos instantes, una camisa blanca que azotaba el viento; mientras, pensaba que quizá no fuese tan mala su vida futura al tener que vivirla con un solo riñón, era probable que esa carencia no le afectase demasiado en su existencia cotidiana. Trató de darse ánimos y se dijo que todo saldría bien y que en unos días recuperaría todas sus rutinas.
Por otra parte, pensó que cuando estuviese recuperado de la operación, tenía que leer con urgencia la letra pequeña de todos los contratos que había firmado, incluso, debería asesorarse al respecto con algún avezado profesional. Entonces, pensó que si en alguno de aquellos contratos había más cláusulas como aquella, quizá lo mejor sería irse de su país a otro que ofreciese mayores garantías de libertad; otro donde no fuera posible perder un riñón por despiste o por desidia a la hora de firmar un contrato.
Cuando acabó de vestirse y tuvo dentro de una bolsa las cuatro cosas que consideró que podrían hacerle falta en el hospital, se presentó ante aquellos hombres, los cuales se habían sentado en el sofá de su salón y hojeaban unas revistas que tenía encima de una mesa. El que había identificado como el de más cargo, le dijo que se asegurase de que todo estaba en orden en su casa antes de salir, y que cerrase la puerta con llave.
En el portal, efectivamente, había un par de individuos esperando que parecían jugadores de rugby americano dispuestos a saltar al campo de juego. El individuo que llevaba la voz cantante les hizo una seña y ellos se pusieron en movimiento.
Salió a la calle acompañado por aquellos cuatro desconocidos, lo rodeaban de tal forma que no tenía escapatoria posible. Tuvieron que recorrer unos cien metros hasta llegar a una furgoneta. Le pareció que las personas con quienes se cruzaba le miraban con conmiseración, como si fuese un reo camino del patíbulo. Ni siquiera se le ocurrió ponerse a gritar, pedir ayuda, decir lo que le iban a hacer, era como si le hubiesen dejado sin sangre, como si estuviese viviendo una pesadilla en la que su voluntad hubiera sido completamente anulada.
Lo invitaron a subir al vehículo; uno de ellos le puso la mano en la cabeza para que no se golpeara con el techo, como había visto por la televisión que hacía la policía con los delincuentes a quienes llevaba detenidos. La furgoneta se puso en marcha; a través de los cristales vio los comercios, los edificios, los jardines, algunos árboles, gente que iba y venía ajena a su desgracia. Era una mañana como otra cualquiera de un día de entre semana aquella en la que iba camino de perder un riñón, o quizá de algo todavía peor.
Enrique Angulo Moya (España)