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Mitografía
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Luis González
SIEMPRE DESTAQUÉ por mi pulcritud. Aun siendo niño, jugaba como todo el mundo pero detestaba ensuciarme las manos; este fue el inicio de mis manías. Mientras crecía y se mostraban los primeros cambios corporales y hormonales propios de todo joven, me enfrenté al primer problema: el vello facial, esos primeros asomos de un primigenio bigote que crecía sin preguntar, sin avisar y peor aún, con espacios que hacían parecer que mi labio superior fuera un jardín maltrecho con trozos de pasto arrancados de raíz por un inexperto jardinero, una persona malintencionada o simplemente un infante que deseaba llegar a China.
Así pasaron los días y el molesto pseudobigote seguía ganando dimensiones. Entonces, a escondidas de mi padre, me escabullí al baño y tomé su afeitadora. Ese aparato de plástico color amarillo me resultaba tan inofensivo que decidí probar su poder cortante en mi dedo para cerciorarme de su efectividad y acabar con el extraño mostacho. Claramente acabó de la peor manera, pues casi mutilé mi pulgar. Mi madre, curioseando, ingresó a escena y gritó con espanto, por no saber qué había sucedido y por la sangre del lugar.
Los posteriores intentos fueron más favorables y el ejercicio se hizo hábito. Por fin un rostro imberbe como en un inicio; sólo dejé que mis patillas crecieran porque jamás debes confiar en una persona que no tiene patillas o las tiene muy pequeñas.
Conforme acontecían los cambios fui aceptando cada uno de ellos, haciendo alguna que otra cosa para dejar lo que quisiese y eliminar lo que no. De esa forma me hice un adolescente con costumbres y exigencias, hasta que surgió un nuevo pormenor inexplicable: mi ombligo diariamente era usurpado por una mezcla de lana y pelusa de color gris. Supuse que esto se debía a la fricción del vello abdominal con mi vestimenta. Rasuré pectoral y abdomen por igual, cambié la ropa de cama para no sospechar de ella en una futura ocasión y compré remeras y camisas nuevas. Entre manías se pasa más rápida la vida.
En un abrir y cerrar de ojos egresé del secundario de una forma más que provechosa, al igual que del instituto, y entré en el mundillo de las oficinas, los jefes poco amistosos, las corbatas y los horarios engañosos y usureros. Hasta aquí la normal vida de un sujeto en una ciudad con miles de personas apresuradas, automóviles que no frenan y edificios que no dejan levantar la vista de tan altos que son. Diariamente despierto antes de salir el sol, con los ojos entreabiertos apago el despertador, abro la cama y voy al baño. Las necesidades básicas deben satisfacerse sin demoras.
Una mañana entré en la ducha y el espanto se apoderó de mí: nuevamente mi ombligo se veía usurpado por una bola de pelusa color gris, pero esta vez su tamaño era inusitado. Traté de quitarla con las manos, pero fue inútil; abrí la llave de la ducha y la presión del agua no generó efecto alguno sobre ella, ni siquiera la mojó; es más, la corriente tomaba una forma tal que evitaba el contacto con ella. El pánico crecía como también lo hacía la bola. Desesperadamente, corrí la cortina de baño y fui directo hasta el estante a por la rasuradora eléctrica, calcé mis pies en las pantuflas y enchufé la máquina. En una oleada frenética de movimientos errantes acabé con ella, no dejé un lugar de mi abdomen sin los trazos y vibraciones. Con la certeza de su extinción, me senté en el suelo mojado. La piel rojiza y aún nerviosa fue la postal de esa mañana. Resultó difícil retornar a la consciencia de una persona adulta, pero logré ducharme y alistarme para salir a trabajar.
Pasado el susto, el camino a la oficina se hizo más corto de lo normal. Una vez allí, me sentí el hombre dispuesto de todos los días, pues nada más cálido que la rutina, los cúbicos blancos y el centellante monitor de la computadora. Cobijado por el ambiente y los reportes, el tiempo voló y lo acontecido quedó como una desagradable anécdota.
Salí con aire fresco del edificio y hallé todo nuevo en mi camino; la tarde brillaba con un esplendor inusual para el mes de abril. Decidí aprovechar esto y pasear. Llegué a casa dos horas más tarde de lo habitual, con sed y cansado por el trayecto recorrido, pero con la cabeza llena de nuevos lugares y rostros vistos. Ingresé a mi departamento, encendí las luces y bebí un poco de limonada. No me atreví a dirigir la mirada hacia el baño y me fui directamente a la habitación. Me desvestí, abrí la cama y de dispuse a dormir.
Me despertó la zigzagueante luz tras una cortina. Lograba distinguir la silueta de una mujer en la distancia de una recámara que no era la mía. Intenté levantarme pero fue en vano, una fuerza ajena a mi voluntad me tenía preso sobre la cama. Recurrí a mi voz, pero también me fue negado este acto. Incliné la cabeza y pude observar muros tapizados con figuras, cuadros de tela, jarrones ornamentados y el armazón de un arco sin cuerda.
De pronto, se aproximó la sombra. Efectivamente era una mujer de cabello castaño oscuro y vestía de blanco. Ella parecía no notar mi presencia. Se sentó sobre el lecho y tocó mi espalda. Su roce era cálido y maternal. Quise voltearme y admirarla; no lo logré. Mientras su mano recorría mis hombros, la calidez se tornó insoportable y mis extremidades comenzaron a arder; la quemazón se extendió por todo mi cuerpo.
No podía soportar más, hasta que el alivio llegó inesperadamente y entonces comprendí el origen de la pelusa embrionaria: aquella mujer destejía un punto de un sudario gris; es decir, mi persona yacía unida al tramado de miles de puntos que conformaban dicha prenda.
Somos las proyecciones, todos los futuros y pasados posibles, somos hijos de la paciencia de una mujer tejendera esperando el regreso de su esposo a Ítaca.
Luis González (Argentina)