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Charla con Lettys

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Letra pequeña

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Charla con Lettys

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Gleiber Alvarez

—TODAVÍA tiene el aguijón—dijo al trasluz de la mañana, sosteniendo la piedra ovalada—. Sí, todavía lo tiene, Lettys —repitió, cerrando el ojo izquierdo y entornando el derecho.

—Sí, ya sé. Ya se lo vi —confirmó la muchacha.

Él seguía con la piedra ambarina al sol mortecino, en medio del bulevar, contemplando el aguijón puntiagudo de una avispa prehistórica. Lettys permanecía cerca de él, con las manos en las caderas, mirando, más allá de los apamates, a las frutas del Mercado del Pueblo.

—Dime, Fer, no vamos a pasar toda la mañana llevando sol, ¿sí? —le espetó ella, ahora dirigiendo su mirada al muchacho que aún estaba absorto en la avispa.

—Es tan bonita —exclamó él, tornándose hacia ella y empuñando el ámbar—. Hasta me parece un escarabeo —dijo, mostrándoselo por última vez.

—¿Y por qué crees que te la regresó? —inquirió Lettys, asiéndose al brazo de Fernando que sostenía el ámbar.

—Dime tú —le contestó, ya caminando al Mercado del Pueblo.

Ella no le respondió y siguieron oyendo el ruido de los tacones de Lettys contra los adoquines del bulevar. Avanzaban uno junto al otro, sin sombras, con el susurro de la brisa; ella de negro de los pies a la cabeza y él con un sobretodo también negro.

—Míralos. Se parecen a nosotros —reparó él, señalando a una pareja de cuervos que permanecía silente mientras pasaban por el último de los apamates desnudos.

Los cuervos dejaron de hundir su pico en los yerbajos, a los pies del árbol, para contemplar a la pareja que pasaba frente a ellos. Lettys farfulló. Cuando estaban a punto de cruzar la avenida para entrar al Mercado del Pueblo, él se puso a imitarla.

—¿Qué coño dices? —le preguntó ella, esbozando una sonrisa.

—Que qué fue lo que me dijiste hace rato que...

—Nada, chiquitico. Fue una tontería sobre los cuervos... sobre un collar con sus plumas.

Cruzaron la avenida, demorándose en silencio en las chirimoyas que habían atisbado desde el bulevar.

El vendedor, un hombre andrajoso y mellado, les preguntó si venían de un entierro. La pareja solo veía las chirimoyas. Chirimoyas era todo lo que había en esa frutería.

—No me gusta cómo se ven. Vámonos —le dijo Lettys.

—¿Tú crees, amor...? Me dijo que era vegetariano. Yo le pregunté que si le gustaba el faláfel y me dijo que no sabía qué era —le contó, apenas viendo las mandarinas y las naranjas de los siguientes puestos—. Después le pregunté que si le gustaba la chirimoya y me dijo que tampoco sabía lo que era.

Conversaban cabizbajos, tomados de las manos.

—No entiendo por qué siempre se hacen los interesantes conmigo —se lamentó—. ¿Tú crees que yo soy negativo?

—El hecho de que no sepa lo que es un esplín, no quiere decir que tú seas negativo —le respondió ella con un beso, mientras agitaba un par de maracuyás.

—A ti te quedaría mucho mejor como una gargantilla —le sugirió él sacando el ámbar de su sobretodo.

Sonó el teléfono y Fernando se dirigió al final del mercado, bajo un samán desnudo, a contestar la llamada.

—Mi vida... Bueno, dasayuna tú solita —le informó Fernando, entregándole un billete—. Es que debo cubrir el puesto... Por eso me llamaron —y se despidió con un mordisco en los labios de Lettys—. ¡Aunque sea, déjame una!

Cuando salió del Mercado del Pueblo, se percató de que solo había guardado su celular. El ámbar estaba en sus manos. Y ahora, detenido, deslizaba las yemas de sus dedos por la superficie traslúcida, como si fuese una guija. Después, con un movimiento rápido, lo lanzó hacia el apamate, causando el revuelo de los cuervos.

A un par de cuadras, al introducir sus manos en los bolsillos, sacó el billete que le había dado a Lettys.

Gleiber Alvarez (Venezuela) Blog: aburileoblog.blogspot.com

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