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Los espiritistas
Los espiritistas
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Plinio el Bizco
EL MANCEBO de la farmacia Ríos no pudo acceder al Pasaje de los Giles por la calle Cuatro de Agosto porque había un piquete sindical que cerraba el paso a todo el que estuviera por allí trabajando. Siguió con la carretilla de reparto en dirección a la calle Alfonso y no llevó el láudano de los señores hasta pasadas las nueve de la noche, cuando la señora Paquita, portera del edificio al que se accedía desde el interior de la vetusta galería, ya estaba cerrando el portón para irse a preparar la cena.
Así que esta ordenó al chico del almacén que volviera por el envase al día siguiente y a su hijo Benjamín, que parecía dormitar al calor de una estufa de leña, que subiera el encargo al cuarto derecha. Este asintió con ese interés nulo hacia la responsabilidad que tienen los adolescentes y siguió leyendo las repercusiones económicas que estaban generando los huelguistas por su obstinación en no ir a trabajar. La señora Paquita, viuda de un sargento caído en el desastre de Annual, intentaba gobernar la portería, lo mismo que a sus cuatro hijos huérfanos, con ese aire cuartelario que observó en los bigotes de su marido, pero cuando se trataba de Benjamín tenía la sensación de que algo no terminaba de funcionar. Antes de tomar el ascensor de servicio para subir al ático donde vivía con su prole, hizo un último intento increpando a su estómago: «¡Espabila o tus hermanos te dejarán sin cenar!»
Benjamín ni siquiera se inmutó, leía con afán que después de un mes de huelga las cajas de resistencia de los sindicatos estaban agotadas y que muchos obreros estaban mandando a sus hijos a Madrid o Barcelona para que los alimentasen allí las familias de los compañeros sindicalistas. Él, que nunca había salido de su ciudad en todos estos años, se imaginó el mar y después un sol radiante guiándole por las famosas Ramblas, como en ese cuento que había leído de Poe, «Un hombre entre la multitud», impresionado, como el protagonista, por el ajetreo de una ciudad moderna o curioseando ante los escaparates de las tiendas; eso de lo que se hablaba con apasionamiento los domingos en el Ateneo como «el fetichismo de la mercancía» y que a Benjamín le sonaba a una larga hilera de lencería fina.
Pasaban más de las diez cuando el zumbido lejano de un timbre le sacó de sus ensoñaciones, un nutrido grupo de elegantes señoras estaba entrando por la puerta del patio. «Esto de que te puedan abrir desde arriba, sí que es un adelanto, querida», oyó que decía una de ellas. Entonces vio la botellita transparente de opio líquido sobre un lecho de paja protectora encima de la mesa y salió pitando por la escalera de servicio para tomar el montacargas pese a la prohibición de usarlo pasadas las diez de la noche.
Después de un ascenso eterno debido a la lentitud de sus poleas, una vez arriba tardaron en abrirle la puerta de la cocina por la que se accedía desde el rellano, recordando que Sarita, la chica de servicio, se había ido hacía un buen rato. «Seguramente, a festejar con ese cadete engreído que la corteja», pensó.
—¡Qué horas son estas! —Don Andrés, el señor de la casa, le abrió. Era un hombre flaco con aire distinguido, mirada inteligente y bigotes a lo Errol Flynn. Le tomó la botella al vuelo y se puso encima del fregadero a diluirla en una jarra de limonada.
—Corre, llévala en esta bandeja a la habitación donde Remedios echa las cartas. Las señoras están subiendo por la otra escalera.
Había sesión de espiritismo. Remedios, la pareja de Andrés, era la médium que se daba a conocer como Madame Blatvasky. Fumaba con una larga boquilla sosteniendo la mirada en suspenso como si se estuviera ejercitando para un trance inminente cuando apareció Benjamín con la tintineante bandeja de plata.
—Déjalo todo junto a la cómoda y vete, ya se servirán las señoras —le dijo, sin quitar la vista del vacío.
—Hay que devolver el otro envase —replicó este—. Mañana pasará a buscarlo el mozo de la farmacia.
En la lejanía del pasillo, en el recibidor, podían oírse los aduladores saludos de don Andrés como maestro de ceremonias a las señoras que llegaban expectantes, escuchándose al poco, alternándose con alguna risa nerviosa, el sordo sonido que producen las perchas cuando soportan pesados abrigos de pieles.
—Estará en el despacho de mi marido —soltó Remedios ensayando una voz cavernosa mientras seleccionaba una pose de bienvenida.
Benjamín tuvo el tiempo justo para alcanzar el gabinete y cerrar la puerta. Al momento pasó don Andrés seguido de su corte espiritista. Las oyó perderse en el interior de la casa. La habitación donde se había encerrado tenía una imponente biblioteca llena de gruesos volúmenes y una impresionante colección de máscaras africanas en la pared opuesta que lo atrajeron inmediatamente hasta que se topó con un formidable diván de cuero negro. Ni siquiera llegó a buscar el envase pues escuchó la conversación de dos hombres al otro lado de la puerta. Uno era don Andrés, su voz se oía intimidada por una visita tan inoportuna como todo lo que puede ser la de un inspector de policía. Se hacía llamar Gerardo.
Benjamín se escondió detrás del cortinaje antes de que entrasen.
—Disculpe, sé que no es hora de visita, quise venir antes, pero llevo sin comer todo el día y al pasar por el “Pascualillo”… no pude resistirme a unas madejas recién fritas…
—Es que precisamente ahora…
—Lo sé, lo sé, iban a empezar una sesión espirituosa. Jejeje.
—No se crea, lo nuestro es más una sociedad filantrópica, como mucho podemos asomarnos un poco al Más Allá para entender este presente tan retórico que nos acecha. —Andrés se dirigió al mueble-bar que estaba camuflado en la librería—. Permítame ofrecerle un refresco —dijo sirviéndole una «limonada» con abundante hielo.
—Se lo agradezco, no debí pedir los riñones al jerez mientras preparaban las madejas, tengo un reseco atroz. ¡¡Hummm, qué bueno!! Como le decía, no me cuente milongas, si no fuera porque algunas de las señoras que vienen por aquí son esposas de influyentes empresarios, jueces, etc., no haríamos la vista gorda.
—No hay ninguna ley en la República que persiga la clarividencia.
—Las alteraciones del orden público sí son cosa de nuestra competencia y estas reuniones clandestinas podrían ser el embrión de una célula conspirativa.
—Por favor, inspector, créame yo…
—Lo sé, los tiempos son difíciles. —El oficial sacó un papel del bolsillo y empezó a leer—. Sus andanzas empezaron pronto, fotografiando catetos que venían por las fiestas a visitar la basílica y sus alrededores; estos le pagaban por adelantado las copias que nunca iban a recibir porque las placas que ponía en la cámara ya estaban veladas. Al final lo cazaron y cumplió sentencia en África. Allí tuvo suerte, en Annual fue el único de su regimiento que se libró del desastre al ser recomendado para servicios de espionaje en el puerto franco de Tánger, casualmente sus pesquisas sobre el armamento que estaban recibiendo las tribus rifeñas le llevaron a París. Allí conoció a Segundo de Chomón, que estaba en plena rivalidad con Méliès, y le dio la oportunidad de iniciarse en el cinematógrafo. Pasó los años ganándose la vida como pudo dentro del «medio», hasta que se proclamó la República y pudo volver indultado a España. En Toledo, de parranda con Buñuel y algunos de sus colegas de la Residencia de Estudiantes, conoció a Remedios o Madame Blatvasky, su actual pareja, que entonces era la esposa de un feriante cordobés al que abandonó para empezar juntos su particular circo itinerante de las maravillas…
—Ya veo que está bien informado. ¿Quiere otra copita?
—¡Es mi trabajo! Mejor no, me ha entrado demasiado bien la primera. Omitiré sus andanzas por el país hasta la revolución de Asturias que les sorprendió en Oviedo. Allí cantaron la Internacional con los mineros hasta que llegó la Legión y se acabó la fiesta; librándose por los pelos de la carnicería, pudieron volver hace unas semanas a esta, la casa de sus antepasados. Ahí es donde si no colabora —apostilló el inspector— podría detenerlo como un revolucionario que busca infiltrarse de nuevo.
—No creerá que yo…
—Tranquilo, mi preocupación es otra. Vengo por lo del duende. Como sabe, toda la ciudad está patas arriba por las supuestas voces que se oyen en un domicilio acomodado de la calle Gascón de Gotor.
Al escuchar esto Andrés se relajó, la conversación entraba en un terreno más seguro para él.
—Sí, he oído que el otro día tuvo que cargar la caballería para desbaratar a una multitud que se había reunido en las inmediaciones para tener noticia de los últimos acontecimientos.
—Créame, el horno no está para bollos; después de la Comuna asturiana la República está al borde del abismo. Y en esta ciudad, después de un mes de huelga general, el hambre ya se extiende como una epidemia. Así que sólo faltaba que se cronificara la historia de un duende en el imaginario colectivo, que perturba las rutinas de una familia ejemplar, desafiando además a la autoridad.
—Pero parece que sólo se manifiesta cuando está Pascuala, la sirvienta —dijo Andrés quitándole hierro.
—Disculpe que me siente en el diván, ya no estoy para estar todo el día sin parar —dijo el inspector queriendo ocultar el cansancio—, si el idiota del gobernador no hubiera reconocido que también las oyó cuando visitó el piso, el caso se habría olvidado como anecdótico hace semanas.
—Túmbese si quiere —le invitó Andrés para que al recostarse el inspector no viera los zapatos de Benjamín asomando por el sinclinal de las cortinas—. Le serviré un Campari, le sentará bien. —Mientras lo preparaba, siguió con la conversación—. Reconozco que gracias al duende funciona mejor el negocio. Nos viene mucha gente diciendo que también oyen voces en sus casas y preguntan cómo contactar con los seres elementales. Je. Je. Yo les digo que pregunten en la embajada de Islandia que los tienen reconocidos como parte de la población.
—Por eso estoy aquí —resopló Gerardo, el inspector—. Esta mañana ha aparecido la Virgen con el mantón de Falange porque el sacristán también oía una voz que le invitaba a ponérselo. Y esta tarde la he pasado en el manicomio porque ayer hubo un asesinato, nadie sabe nada y eso que he tenido que interrogar al mismísimo Napoleón en lo que él consideraba su ignominioso destierro. Los internos dicen que es cosa de un duende que quien lo ve le alcanza su hora…
—Usted teme que cualquiera que quiera hacer su santa voluntad aluda a estos seres.
—¡Exacto!
—Pero eso es el libre albedrío.
—Déjese de historias. Necesito que como parapsicólogo, que supuestamente es, salga en la prensa, lo entrevisten en la radio y desacredite toda esta historia diciendo poco menos que los fenómenos paranormales no existen. Usted conoce la importancia de tener controlada la opinión pública…
—Eso que me pide es imposible. Aquí mismo, sin ir más lejos, tenemos la reencarnación de Hamlet. —Andrés, acercándose a la ventana, abrió las cortinas de un tirón y el inspector se incorporó instintivamente buscando su pistola al ver un bulto agazapado—. No se inquiete, es Benjamín, un joven de confianza. Estaría en mi despacho por algún encargo cuando nos oyó llegar y en vez de excusarse, se escondió. ¿No es así? —Benjamín, avergonzado, asintió—. Su padre me salvó la vida.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el inspector todavía suspicaz.
Andrés les contó dirigiéndose a los dos:
—Nuestra compañía estaba en un blocao de avanzadilla en Monte Arruit. Dos días antes de que empezará el «fregao», me llamó el sargento Torcuato, el padre del chico.
—¿Tú sabes francés, no? El Estado Mayor está buscando tropa que lo hable.
—Sí, mi sargento. Lo aprendí en el colegio a base de hostias con los hermanos.
—Pues da las gracias a los curas, te vas a ir con el correo cagando leches a Melilla.
Andrés siguió contando.
—Antes de escapar de aquella ratonera, me habló de su don. Tenía premoniciones. Se le presentaban vivencias del pasado alumbrándole el futuro. Durante las marchas forzadas que tuvimos que hacer hostigados por las tribus rifeñas para alcanzar la posición ordenada por el mando, vivió un «déjà vu» al visualizar la expedición que hizo el malogrado rey Sebastián de Portugal cuando le dio la locura de emprender la conquista, en el siglo XVI, del reino de Marruecos. Desde ese día supo que estaba escrito el final. Yo le aseguré en ese momento que velaría por su familia.
Benjamín, que no conocía la historia, se sintió reconfortado y entendió la paciencia de don Andrés con sus hermanos y la condescendencia con él mismo.
—Ha sido una bonita historia —dijo el inspector—, pero yo necesito algo empírico.
—Bien —contestó Andrés, ya impacientado por quitárselo de en medio—, salga por la cocina y baje por el ascensor de servicio al sótano. Entonces, con un poco de suerte, quizá pueda descubrir que existen otras realidades.
—No me estará tomando el pelo…
—Benjamín, guía al inspector. Yo tengo que filmar a Madame Blatvasky, seguro que ha empezado la sesión.
Por el pasillo, Andrés iba el primero con la cámara sobre un trípode para rodar una película documental, como la de Buñuel en las Hurdes, dijo bajando la voz, sobre el espectáculo del miedo. Al llegar a la sala principal entró sigilosamente para no alterar la voz que emergía de ultratumba. Madame Blatvasky estaba magnífica, proyectando su efigie enigmática ante un parvulario enmudecido de señoras amarradas por las manos en un círculo de sombras fluctuantes ante la luz de los cirios. Benjamín y Gerardo siguieron en silencio hasta la cocina. Salieron cerrando tras ellos la puerta. El ascensor seguía en el rellano.
—¿Qué hay en el sótano? —le preguntó a Benjamín, dejando entrever cierta desconfianza antes de entrar en el ascensor.
—Los trasteros —contestó este—; hacia el final hay una verja que no sé adónde lleva.
—Bajarás conmigo. No sé qué sorpresa me estará esperando ahí abajo, pero en esta parte de la ciudad todos los sótanos son antiguas bodegas que se comunican desde el tiempo de los árabes, algunas ya fueron cloacas romanas. No me gustaría perderme sólo por ahí… Siento hacer esto chico… —El inspector lo agarró del brazo haciéndolo entrar con él, y juntos descendieron al Trastero de la Historia...
Después de la batalla de las pirámides, Napoleón estaba satisfecho; les habían dado una buena paliza a los mamelucos doblegando su caballería con férreas formaciones de infantería divididas en cuadros. Desde que era un niño en la isla de Córcega sabía que la gloria se esculpe en hazañas temerarias como esta. Sus generales marchaban hacia El Cairo, lo iban a celebrar por todo lo alto irrumpiendo en el harén del sultán, como los bárbaros en Roma.
Él iba a pasar la noche en la Gran Pirámide. Quería que el espíritu del faraón se le presentase para visionar el futuro. Una compañía de granaderos protegía el perímetro. El túnel se estrechaba hasta resultar angosto y se perdía la noción de subida o bajada al estar todo en una oscuridad casi absoluta. Por delante, el guía le conducía a la cámara real, le seguían un capitán en servicio de escolta llamado Gerard y un joven asistente cargado con una esterilla y efectos personales al que todos llamaban Benjamín.
Continuará…
Plinio el Bizco (España)