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Intervalos nubosos

Intervalos nubosos

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Ignacio Urtiaga

CLAUDIA normalmente se levanta temprano, al menos desde que vive sola.

Antes le gustaba remolonear, pegar una vuelta en el colchón, buscar un sueño más agradable con el que despertar. Ahora que las cosas han cambiado planta los pies descalzos en el suelo en cuanto los sigilosos rayos del sol se ponen de acuerdo para acariciar sus pestañas y hacerle abrir los ojos. Busca el cielo en la ventana y se distrae un momento viendo avanzar las nubes. Entonces se convence de que antes no era mejor.

Antes llevaba una vida normal. Trabajaba muchas horas. Eso indudablemente afecta al comportamiento. Se volvía perezosa al despertar. Le costaba más seguir la rutina mecánica que se ha convertido en un ritual para casi todos los habitantes del primer mundo. Zapatillas. Arrastre de pies. Desnudez.

Ducha. Desodorante. Colonia. Baño. Desayuno. Dientes. Vestimenta.

Trabajar para poder llegar a fin de mes, pagar las facturas, hacer malabarismos con los presupuestos para el supermercado, la gasolina, la peluquería, el gimnasio, el perro…

Porque antes tenía un perro. Un fox terrier de pelo liso en blanco y negro. Bien distribuido, como la vaca perfecta de los cartones de leche. Echa de menos sus mimos, su reacción al verla llegar a casa, salir a correr con el animal danzando entre sus zapatillas fluorescentes de deporte. Salir. Eso lo echa muy en falta ahora.

Porque ahora todo es mucho más calmado. También han perdido importancia muchas de las cosas que fueron importantes hace tiempo. En realidad ha sido una vuelta a lo esencial. Una vida sin aditivos, vivir por el mero placer de estar vivo. Vivir desde una posición privilegiada, viendo pasar el tiempo. Dice el psicólogo que es lógico que le vengan recuerdos de su vida anterior, que el ser humano no está acostumbrado a este estatus de poder, permitirse el sosiego y la meditación, de tener las necesidades cubiertas, de pasear por los minutos pudiendo degustar cada uno de ellos. En este aspecto pudiera afirmar que ha ganado.

Pero, en ocasiones, piensa que ahora no es mejor.

Porque ahora también falta él. No están sus manos grandes y ásperas recorriendo su espalda, haciendo surcos en su piel erizada, pacientemente buscando objetivos entre las formas y recovecos de su cuerpo. No está su sonrisa, tan agradable de encontrar cuando una abría los ojos, ni sus ocurrencias disparatadas, sus hilarantes carcajadas, sus ansias de hacerla reír. Sus soliloquios interminables y su calor y protector abrazo en los días helados. Le falta ese trozo de verano en invierno, esa chispa que provocaba el incendio.

Quienes actualmente ocupan su lugar no son más que tipos de catálogo, hermosos ejemplares de la raza humana, amantes tan geniales como mecánicos, que sí, que alivian necesidades, que rellenan huecos y producen placer, pero de un modo tan impersonal que apenas puede recordar sus caras. Sin nada de qué hablar antes, sin nada que hablar después. Esos que mañana pudieran estar muertos, y que hoy son solo meras fotografías que desfilan al arrastrar el dedo en una pantalla de alta definición y se detienen en tu elección, como la manzana intermitente de una máquina tragaperras.

No estamos para el amor, dice con frecuencia el investigador jefe. Lo dice el nuevo, pero también lo afirmaban los anteriores. Repetitivos e insistentes. Urgentes en este mar de tranquilidad. Pero ella no acaba de entenderlo. Ya tuvo que renunciar a su amor. Esto no es más que una forma de llenar un vacío. De mantener contacto con el mundo real. Merece al menos un hilo que la ate a la humanidad.

Porque su mundo ahora se ha reducido tanto que cualquier contacto con el exterior es un símbolo de continuidad. Como cuando se enciende la luz de la puerta y dejan en la casilla correspondiente el desayuno, la comida y la cena del día, esas viandas de excelente calidad que apenas necesitan un pequeño golpe de calor para ser degustadas; como el vaivén de los androides que hacen la casa, que preparan la colada, que la ascienden a la categoría de elegida por encima de cualquier otro ser en el mundo o el pequeño hámster que solo ha aguantado cuatro días haciendo girar la rueda y que será sustituido por otro en breve con la esperanza de que sea más longevo.

Incluso el momento de la extracción de sangre y de los análisis, ese que tanto odiaba los primeros días. También se ha convertido para ella en un motivo para la esperanza. Tratar de hablar con la enfermera o el enfermero o lo que sea que rellena ese traje especial que pudiera ser espacial, blanco y rechoncho, lejano. Ver la mascarilla empañada de pura respiración, imaginar los sudores en la cara del practicante. Eso ahora no es mejor. Antes tampoco lo era. Lo mejor está por llegar.

Encontrarán el remedio. Rendirán homenaje a las víctimas. Al saludo nervioso de su fox terrier en la hierba, a las manos ásperas de Xabier recorriendo su espalda, al cuerpo de mármol del amante número 24, a las palabras urgentes del nuevo investigador jefe, al sosiego y la meditación del psicólogo, al hámster número 47… Se acabarán las imágenes recurrentes en los programas de televisión, la orgía de malas noticias. La palabra pandemia en letras de molde ocupando las 55 pulgadas de la pantalla… O quizá no. Y no sea ni mejor ni peor, sino distinto.

Y un día, sin razón alguna, no se encienda la luz de la puerta. Y ella, al despertar, busque el cielo en la ventana y elija salir de este palacio de paredes blancas, y note la humedad del césped bajo sus pies, y persiga con su mirada el desplazamiento mágico de las nubes, y decida seguirlas con la certeza de ser única; despojada al fin de la presión de interpretar el papel de última esperanza para salvar el mundo.

Ignacio Urtiaga (España)

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