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En la ribera al lado del muelle
En la ribera al lado del muelle
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Raúl Ariel Victoriano
I
LA AUSTERA TUMBA que te hice, hace unos meses, se reduce a una montaña de cascotes incrustados en la greda de la playa angosta, contra la barranca. Tiene una cruz hincada encima, dos maderas de palo rosa atravesadas por un clavo y atadas con alambre de fardo. La estaca vertical es gruesa, se afina hacia lo alto y la punta asoma por encima de la hierba, cerca de la orilla, en este oculto recodo del río.
Sé que tú hubieses querido féretro, fosa y un responso del pastor al lado de una sepultura. Pero me resistí a hacerlo. La muerte llegó a la madrugada y se enamoró de tu cuerpo cálido. Deben haber pasado dos horas hasta que me resigné a la fatalidad de tu quietud, y algún tiempo más, hasta aceptar que alguien o algo desconocido te había robado el movimiento. No quise dejarte encerrada en la casa, pero tampoco sacarte de esta telaraña de islas, ni alejarte de estos bosques tupidos de alisos, espinillos y pajonales.
Te puse en este lugar para que el agua te moje con su dedo húmedo a través de los intersticios abiertos, entre piedra y piedra, en tu nuevo lecho. Hasta allí llega el canto del churrinche rojo esquivando las flores de los ceibos. Lo único, pienso, que te podría molestar es la bruma del amanecer que te toca antes de disiparse. Quise retenerte de algún modo. Esa es la verdad.
Elegí este sitio para no exponerte a la furia de la correntada, de modo que los manotazos del oleaje no te arrastren hacia lo profundo y te hundan como a un
buque abandonado. No sé de dónde saqué fuerzas para fabricar tu nueva morada. Hoy no sería capaz, soy un hombre desorientado que anda mudo. A veces le hablo a los pájaros, y a veces, en la cocina de la casa, hablo solo, convencido de que tus labios me conversan.
—Juana, no sé cómo seguir —digo en voz baja, o lo pienso, o me parece que lo pienso, o mi pensamiento rebota en el abrazo del viento, cae como un eco de luto en mi oído, y me confundo.
II
Deambulo extraviado por las habitaciones. Me desplazo de una a la otra sin destino claro. Soy un remanso circular de rutinas que repito, es para salir de esto que me aferro a la intimidad de la pesca. Tomo las cañas, cierro la puerta y bajo caminando, por el estrecho sendero que esquiva los troncos de los fresnos y desciende hacia la ribera. Veo aparecer y desaparecer la tumba entre el follaje. Me gusta el lugar que elegí para el destino final de tu cuerpo, porque está amparado, a salvo de los ojos de los navegantes que husmean buscando despojos de barcos abandonados.
Llego al pequeño embarcadero. Me detengo y miro la obra de rocas levantada del suelo. Los juncos la están tapando de un costado, deberé cortarlos antes que la cubran del todo.
El Paraná está crecido y el nivel de los afluentes sube. El líquido pardo avanza, estrecha la faja de arcilla de la costa y acumula hojas en la base del promontorio. Escucho el chapoteo de los manotazos intermitentes que dejan su espuma en los adoquines. El sepulcro está al amparo de la correntada, pero las ramas y los camalotes se enredan en los escombros que sobresalen. Ahí se quedan y después se pudren sin resistir al cristalino discurrir del tiempo.
El peregrinar cansino de las nubes rumia una tormenta. Tal vez un día el río levantará su lomo mojado y arrasará con todo. Debería mudar tu pétreo aposento, protegerlo más, llevarlo arriba de la barranca. Conozco la posición de cada bloque, en qué hueco puse cada guijarro. Podría desarmarla y volverla a armar con los ojos cerrados y una mano atada en la espalda. Tengo tallada en mi retina con exactitud toda la arquitectura.
Pero es verdad que, aunque no me guste, no puedo dejar de pensar en el cementerio. Me pregunto si acaso no sería como una segunda muerte, y lo cierto es que no solo te alejaría de mí, seguramente tu cuerpo olvidaría las islas, el viento y la soledad del paisaje.
III
No me distraigo más y retomo la marcha. Mis pasos repercuten sobre los tablones del muelle. Subo a la embarcación, reviso la cabina con calma y minuciosidad, levanto el bidón y lleno el tanque con gasoil. Enciendo el motor. Por un momento el ronroneo del Mercury me disipa la pesadumbre. Me dispongo a remontar el arroyo Anguilas, a buscar la boga porque todavía no aparece el pejerrey. El cielo del sudeste está gris, es un buen augurio para la pesca.
Suelto la soga de amarre y salgo a navegar. No es un viaje largo, en media hora llego y detengo la marcha.
En la lejanía, la costa parece una chata arenera fondeada en medio del desamparo con un bosque encima. El casco anaranjado de la Baader-Track se hamaca suave en la corriente perezosa. El silencio aturde, tiro el trasmallo y me quedo pensando en nada mirando el collar de boyas amarillas. Apoyado en la borda cuelgo los ojos en la melancolía de la tarde. El horizonte oscila con el suave vaivén de la brisa.
Vuelvo a pensar en ti y en el cementerio. Desde la semana pasada que la idea me da vueltas en la cabeza. Se trata de una especie de paranoia recurrente. Comenzó cuando me encontré con el viejo que tiene el rancho donde se quiebra el arroyo. Estaba comprando en la lancha carbonera.
—Hola, Don Luna, ¿qué cuenta? —dije yo. Por decir algo.
Pero fue suficiente para que me contara todas las novedades que circulan por las venas intrincadas del estuario, y nos pusimos a conversar mientras hacíamos la fila.
Tú sabes, Juana, que la gente de las islas es así, cuando se encuentra con alguien habla, necesita abrir el silencio y escuchar el sonido de su propia voz. El diálogo es un recurso. Todos necesitan compartir los misterios de los navegantes y espantar la superchería de las historias trágicas del Delta.
Me habló del fallecimiento del dueño del aserradero que está en el otro extremo del islote, en Cabo Calandria. Sin que yo pregunte nada me contó con lujo de detalles el servicio funerario y el desconsuelo de la viuda. Yo le conté que a nuestro amarradero lo habíamos construido tú y yo solos, casi sin herramientas. Don Luna se entusiasmó.
Cuando nos despedimos me preguntó si un día de estos podía pasar a ver nuestro muelle, quería animarse a hacer uno nuevo porque al suyo se le habían empezado a pudrir los puntales.
IV
Mi cuerpo cuelga boca abajo, como un cadáver, sobre el estribor del casco del barco, rodeado por la tranquila inmensidad acuática. Tengo las manos sumergidas casi hasta los codos. En esta ridícula postura imagino que te estoy acariciando. Mis extremidades son parte de los riachuelos sinuosos que se extienden hasta los resquicios de la tumba y con ellas acaricio tus pies descalzos. Me siento huérfano tan lejos tuyo.
Me desperezo parado con las manos apoyadas en los huesos de la cadera. Estiro los músculos. Trato de pensar en otra cosa. Una bandada de cotorras rasga el cielo buscando el sigilo de la fronda, los chillidos lejanos raspan el aire liviano de la tarde pálida. La brisa alborota el follaje de la hilera lejana de álamos, las hojas oscilan en infinitas vibraciones, son diminutos espejos verdes y blancos que flotan en el suspenso de la humedad. Todo es movimiento.
Me pongo a trabajar con la red. Tiro de la relinga hasta que la baliza llega a mis manos. Separo la pesca en los fuentones, acomodo la malla contra la popa. Me dirijo hacia la cabina y enciendo nuevamente el motor. Giro con suavidad el volante, la lancha obedece dibujando una curva amplia y luego enderezo el rumbo. Navego pensativo. Qué triste sería dejar de tenerte tan cerca si te llevara al cementerio. Durante todo el trayecto de regreso no hago más que cavilar en ese sentimiento.
Dejo el canal Honda, encaro hacia la boca de entrada del último arroyo para acceder a nuestro muelle. Encapillo la gaza del cabo de amarre. Subo al entarimado y paso al lado de la tumba. No quiero mirar, no llego a discernir con claridad la causa de este gesto al que me obligo. Sigo cabizbajo por el sendero hacia la casa y entro.
V
Lo primero que hago es arrimarme a la ventana. Te miro. Es decir, bajo el esplendor galvanizado de la tarde, observo cómo asoma el copete de piedras y la cruz de palo. Sé que estás ahí. El silencio de la cocina me mantiene pegado al vidrio. Pasa un rato y me siento en la banqueta, acerco un vaso y lo lleno de vino.
Quizás así pueda traer un poco de olvido para tapar tu ausencia y la angustia que me araña la aridez del alma.
Me pregunto cuál es la distancia que nos separa y si esa distancia existe. Imagino que tu cuerpo se quedó quieto al perder alguna sustancia desconocida que se fue a algún lado. No sé dónde está esa otra parte que te completa, lo desconozco. El aire no ventila tus pulmones, está ausente tu respiración y no obstante te imagino intacta, íntegra, debajo de la rústica tumba.
Me apropié de tu cuerpo en un arrebato de insensatez por tenerte conmigo, no medí las consecuencias. Una locura. Poco a poco tomo conciencia de la fatalidad de la muerte. Ese límite único e inapelable. Debe ser el vino que me lleva a ese lugar. Mi pesar se retira hacia los rincones de la casa, con sigilo, no es más que un síntoma del dolor que me acosa. En eso pienso cuando me quedo dormido con la cabeza apoyada sobre la mesa. Y sueño contigo. Y después de un intervalo de tiempo que no puedo definir con precisión me voy despertando. Quedan retazos en mi cabeza, sinrazones, una metáfora confusa que naufraga sin explicación. Tú estabas quieta, sentada sobre una balsa que se iba deslizando río abajo sin remedio.
Yo te miraba desde la costa, quería gritar, pero estaba amordazado, atado y de rodillas, en un islote desierto. El sueño me salva de la angustia por un rato, pero ya estoy despabilado, otra vez con el alma sombría, atrapado en la persistente oscuridad.
Me despierto con lágrimas en las mejillas mirando la botella. Me refriego los ojos para despejar la niebla que los empaña, el jugo de tanta congoja que llevo dentro.
Arqueo la espalda y me afirmo en la mesa. Me levanto y comienzo a dar vueltas por la cocina, buscando una precisión, un norte, una brújula que me oriente. De repente oigo ladridos lejanos, llegan desde afuera más allá del aserradero. Hace tiempo que no escucho ladrar a los perros, pero eso no me llama la atención. Un mes después de tu muerte se fue el último que quedaba. Es lógico, tú los llevabas a cazar al carpincho, te revolcabas con ellos a jugar en el pasto. Yo nunca me ocupé.
Recuerdo que en tu noche trágica fue Titán quien acercó el hocico y tocó el dorso de tu mano, para verificar si estabas. Así se demoró unos instantes. Luego retrajo las orejas hacia atrás y se quedó echado en el piso. Te aseguro que pude ver la tristeza en aquellos ojos de animal abandonado.
Rememoro nuestros amaneceres cuando el mate nos calentaba las manos. Y tu risa, sobre todo tu risa. Qué hermosa compañía que eras, Juana. Cuando me pierdo en la soledad del río elevo la vista al cielo para buscarte. Y, te juro, que me parece que te estuviera viendo.
En el interior de la casa se siente tu perfume, la sensación de que en cualquier momento vas a decir algo. La melodía de tu voz y los susurros de tus pasos permanecen todavía en las habitaciones. Hay momentos en los cuales me parece escuchar el suave choque de las cacerolas. En ocasiones me sorprendo en el dormitorio, buscando la forma de tu cuerpo, palpando el sutil hueco del colchón. Desde el cuarto, a veces, me parece escuchar el siseo de las sábanas, agitadas por alguna de tus pesadillas.
Aquella madrugada te cargué entre mis brazos, aún tibia. Yo mismo socavé el suelo, lo suficiente para acomodarte sobre la tersura de tu morada perpetua. Asenté allí tu espalda con cuidado y te tapé con dos mantas. Luego acomodé encima la pila de piedras, formando un arco para el breve hueco de tu acotada libertad. En la angosta ribera estás entera, quieta, inmóvil.
Creo que me ganó la desesperación aquel amanecer en el cual decidí que tu cuerpo quedara conmigo, e hice la tumba, para poder verte desde la ventana. La muerte hizo dos Juanas. Una es la forma dormida bajo las rocas y la otra es tu espíritu, la algarabía que mora por aquí dentro, agita las cortinas, rodea la huerta y sube a cantar a los nidos de los árboles.
No concebías tu mundo lejos de los juncos, esos huérfanos que hunden sus raíces en los riachos, ni del viento que zamarrea las hojas del bosque. Por eso oigo tu voz que baila en el aire y me contás como es el cielo.
El atardecer no se muere aún sobre la superficie plateada del espejo acuático. La melancolía baja desde el silencio de los árboles, las nubes de lluvia se van aproximando con cautela. Sin embargo, aquí, la penumbra abarca por completo la amplitud del cuarto. Enciendo una vela, me siento más sombrío que otros días y no sé por qué.
VI
El encierro no me hace bien. Salgo. Avanzo por el camino y me acerco al muelle. Miro cómo cabecea el bote. Desde acá percibo dos mantos fluviales diferentes, uno encima del otro. El de arriba es una lámina que se desliza con lentitud, la de abajo corre veloz y turbulenta, es voraz, todo lo traga y lo oculta.
Un ruido paraliza mis reflexiones. Estalla un trueno, algo se rompe en el cielo y empieza a caer una llovizna de hilos delgados.
Decido volver para buscar el capote y al pisar las últimas tablas de quebracho resbalo, un pie se traba entre las maderas del piso y la baranda. Pierdo el equilibrio y me desplomo. Caigo de espaldas con todo el peso de mi cuerpo y siento un golpe seco en la nuca que impacta contra una piedra bola. Se me escapa un grito de dolor. Estoy atontado.
El golpe me ha debilitado los músculos y eso me da temor. Quiero estar junto a la tumba, Juana, más a resguardo, por si viene la creciente. Además, necesito tu proximidad. Me arrastro con los codos dejando una huella curva en el barro de la playa. Las finas gotas de lluvia me golpean en la cara, pero no quiero cerrar los ojos. Me quedo quieto un rato.
Tengo una herida cortante detrás de mi cabeza que me ha partido el cráneo. Sale mucha sangre y se diluye formando una franja rosada que termina en las olas que chapotean en la orilla. Mi corazón late rápido. En este recodo escondido es escaso el tráfico de lanchas, es difícil que puedan socorrer a un moribundo como yo.
Giro con lentitud la cabeza para mirar la casa y por primera vez me parece inalcanzable. Veo sombras que se mueven en la ventana. Es extraño. Hay alguien dentro o el pábilo de la vela produce ese efecto tenebroso. Quizás sea consecuencia de lo aturdido que me encuentro.
El oleaje tironea de mis piernas con sus fauces líquidas. Conozco la avidez que tiene por engullir los cuerpos de náufragos y ahogados, me quiere arrastrar hacia la profundidad del cauce. Comienza la creciente. Entierro los dedos en el barro con fuerza mientras el agua me va cubriendo los pies, luego las rodillas, después el pecho. Levanto la cabeza alzando las cejas con desesperación porque siento que estoy sumergido casi hasta los hombros. Me parece que me esfuerzo demasiado. Un cardumen de peces comienza a pellizcarme el cuello. Se meten debajo de mi ropa empapada y raspan mi piel como roedores hambrientos. No alcanzo a comprender qué es lo que están buscando con el cosquilleo de sus pequeñas dentelladas. Debe ser la sangre, que tanto enloquece a las terribles palometas río arriba. Con tamaña voracidad me van a convertir en un desecho de huesos.
VII
Hacia el oeste todavía queda algo de claridad en el aire. El sol, totalmente oculto por las nubes, desata su última furia. Delgados filetes rojos se filtran por los poros del follaje, más allá de las islas. El cielo es una pavorosa bóveda de estaño fundido. El esplendor del viento baila sobre el inmenso espejo líquido.
Primero aparece un puntito negro sobre la superficie agitada del agua. Luego se agranda y se convierte en una geometría difusa, un espectro pálido que va cobrando forma saliendo de las tinieblas. Parece un monstruo inconcebible surgiendo de la lluvia, transparente y plateado como un pejerrey gigante. Después la figura define sus contornos y se escucha un diésel antiguo que carraspea. El triángulo de proa se agranda cada vez más, ancho como la trompa de un bagre amarronado. Es evidente que viene hacia acá y está cada vez más cerca. Por fin, se muestra indudable la imagen temblorosa de la lancha de Don Luna.
Juana, ya no me importan las mordeduras de los peces. Deseo que la tumba que te cobija resista anclada en la playa, que la cruz de palo apenas se destaque entre los penachos de los juncos oscuros para que nadie te descubra.
La embarcación llega, arrima su cadera al costado del embarcadero. Reconozco los cáncamos y pasamanos oxidados de esa chatarra que ahora me parece maravillosa. El tiempo se dilata, la ansiedad es más intensa que el dolor. Por fin, el viejo asoma la cabeza por el costado de la cabina y me mira. El gesto de su rostro me indica que entiende mi situación comprometida.
Se apresura. Escucho las botas entrando y saliendo del agua.
—¡Madre de Dios! —dice asustado—, me desvié para echarle una ojeada al muelle y mire con lo que me encuentro. Déjeme que lo llevo, tiene el cráneo partido.
Las manos de hierro de Don Luna me toman por los hombros como dos mosquetones de acero. Me mareo.
Me acerca al barco, dejo que me arrastre. Mi cuerpo se arquea, se desliza y pasa por encima de la borda. Los brazos fuertes del viejo me acomodan en la panza de esta antigua ballena de agua dulce. Olfateo un intenso aroma a eucaliptus y kerosene. Estoy exhausto tirado en el fondo de su vientre, el vetusto motor de seis cilindros en línea tose, la estructura de la lancha vibra y se aleja lentamente de la costa.
Afuera se desploma el cielo en un temporal feroz. Aunque todavía la oscuridad es liviana, Don Luna enciende las luces de navegación. El faro de popa hace más agradable la penumbra.
Te extraño, Juana, el cansancio me vence. No te dejes seducir por el abrazo astuto del río, no dejes que importune tu sueño azul, oculto en la eternidad, dentro de la tumba de piedra. No sé si esto lo pienso o lo digo en voz alta. Debe ser la fiebre. Estos son los pensamientos que borbotean en mi cerebro antes de desvanecerme. O las hilachas que quedan de ellos. De cualquier manera, es lo único que poseo en este momento, lo último que puedo recordar con certeza.
Raúl Ariel Victoriano (Argentina) Blog: hastaqueelesplendorsemarchite.blogspot.com.ar