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Diosa de los estropeados
Diosa de los estropeados
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Carlos Enrique Saldívar
—NO NOS MOVEREMOS de aquí. Esta será la última noche.
—¿Crees que vendrá? —preguntó Emil—. La hemos esperado durante tanto tiempo y hasta ahora no ha hecho su aparición.
—Aguardemos un poco más —le dije—. Llegará, lo intuyo por la señal que hace la luz de la luna en el suelo. Puedo además notar la confirmación de nuestras esperanzas en el rostro lleno y benévolo de aquella esfera.
—Ves cosas en donde no las hay. Siempre has actuado así. Escúchame bien, Eloy, yo ya estoy cansado de esperar. Me iré de aquí ahora mismo; no lo soporto.
Emil estaba deprimido por la demora de nuestra dama, la esperábamos desde hace mucho. Siempre veníamos a verla a este lado perdido del Bosque del Centro Oscuro, ubicado en un extremo casi inaccesible del mundo.
—No vendrá —añadió mi hermano—. Todo esto no ha sido más que una absurda fantasía. Hemos aguardado en vano. Hemos sido unos estúpidos. Me iré de aquí. Desde ahora estás por tu cuenta.
—No, no lo hagas. ¿Pretendes que me quede solo para contemplar a esa hermosa mujer? Si logro verla, ¿cómo podría probarlo? Nadie lo creerá jamás. Tú debes permanecer a mi lado en todo momento.
—¿Yo? De verdad que eres gracioso; no tienes a nadie en el mundo para que te lo crea, sólo me tienes a mí. ¿Y al pobre bicho obstinado que soy, quién le hará caso?
—Es cierto, por eso debes compartir este triunfo conmigo. Aunque no podamos contárselo a nadie, el milagroso suceso pervivirá en nuestras mentes y corazones.
—Se ve que sabes convencer a los demás. Esta es la razón por la que nunca has muerto de hambre. Creo que...
Se escuchó el ulular de un búho, un sonido ensombrecido que hizo que mis átomos se calentaran. Mi hermano también se mostró tenso y no dijo nada por un buen rato. La noche se hacía cada vez más negra y los árboles adoptaban misteriosas formas, como las de demonios incandescentes que amenazaban consumirnos, como si nos halláramos en una atadura sobre la pira de una hoguera. Emil estaba desesperado. Era demasiado el tiempo que llevábamos aguardando, sin embargo debíamos soportar el cruel martirio, necesitábamos que ella nos rescatara de nuestra miseria, de nuestra vida de mendigos, de nuestra tristeza y odio hacia el mundo que nos rodeaba. No venía. ¿No vendría? Aquella preciosa reina, a la que tantas alabanzas habíamos rendido, nos fallaba una vez más.
—¿Será tan hermosa como dicen? —preguntó mi hermano.
—Es hermosa y dulce, sus labios son rojos y sus formas amenas. Y le agrada el sexo. Sí, Emil, el sexo. Algo que nos ha sido tan esquivo durante gran parte de nuestras azarosas existencias. Ella es sorprendente, sus cabellos son negros como la oscuridad nocturna, su piel es pálida y su cuerpo es formidable, como para perderse en este. Una oscura y deliciosa selva de placeres. Ella es lo más perfecto de este mundo. Es divina, total.
—Quisiera verla ya, hemos esperado tanto. No obstante, el fantasma de la duda opaca mis expectativas. ¿Será bella realmente? Una vez escuché decir a alguien —quien la vio de cerca— que ella era vieja, horrible y sangrienta.
—No, esa era una mentira. Ella no tiene que ver con el dolor ni con la fealdad. Después del sufrimiento del impacto, de la desesperación, aparece la cura de todos los males, la cual se agita en universos sempiternos. Emil, ella es la ilusión, Dios la ama. Tú la amas, porque crees que ella existe. Ella es la amante de Dios. Todos le temen, pero nosotros la adoramos, por eso ella nos retribuirá y nos amará, y seremos sus fieles sirvientes de aquí en adelante, saldremos de esta vida de mendigos que nos tiene la piel carcomida de carachas y de enfermedades. No estamos locos, debemos ser pacientes.
—Diría que hace mucho enloquecimos. No soporto más, no aparece. Su historia es extraña. Ella nunca tuvo oportunidad de amar a nadie. No creo que haya sentido algo por Halia y nuestros padres...
—Halia la vio, nuestros padres también, y sintieron su calor, su destreza, su querer, su voluptuosidad. Nosotros también lo sentiremos y no sufriremos porque en cuanto la veamos nos arrodillaremos ante ella y nos aceptará en su seno. La seguiremos y seremos superiores.
—Sí, casi como dioses... eso espero... por eso estoy contigo.
—No, no pidas tanto, es imposible, nadie puede llegar a eso.
—Solo quería decir que ella podría hacernos sentir como dioses, así como a ella la consideramos nuestra diosa.
—Así es, ella es nuestra diosa, y siempre lo será. No en vano le rendimos culto dándole aquellas vidas jóvenes que tanto nos pedía.
—Sin embargo, me dolió sacrificar algunas de esas vidas Eloy, sobre todo la de nuestra querida Helia. Aunque es verdad que la diosa es más importante.
Sí, era cierto. Nuestra diosa aparecería pronto y era lo más importante del universo. Nadie ni nada podía com- parársele. Era mujer, femenina, lo había descubierto cuando hallé junto a mi hermano a aquel sacerdote oscuro en la iglesia del fin del mundo. Lo atrapamos en la región fría más inhóspita y le cortamos la cabeza. Nosotros habíamos hecho cosas terribles, habíamos acabado con vidas, pero eran vidas dedicadas a la maldad o a los placeres mundanos, nunca hubiéramos herido a gente inocente como hizo aquel sacerdote. Cuando Helia dejó el mundo lo hizo del brazo de mi hermano Emil, él la sacrificó, pero fue un caso diferente, ella tenía una herida hecha por un lobo y estaba perdiendo la vida lentamente, con mucho dolor. El sacerdote del final de los tiempos, mató niños, mujeres y hombres jóvenes que merecían crecer más y conocer el amor. No era justo. También abusó sexualmente de ellos. Antes de que acabáramos con él, sus palabras nos sacudieron:
«No lo hagan, les daré el secreto de la dama que pasa cada cierto tiempo indefinido en un bosque negro y peligroso, en un lugar enmarañado del fin del globo, les contaré cómo deben de adorarla. Es hermosa, más hermosa que una gema, es sensual, y es inmortal, indestructible. Escuchen, sálvenme o no les diré cómo hacer que ella se fije en ustedes».
Nos lo dijo. Debíamos entregarle nuestras vidas a ella, rendirle culto, y darle nuestra entera devoción, sacrificar a muchos para seguirle. Empezamos con él, nuestro primer sacrificio, era justo, había que obtener paz en este mundo frágil, acabamos con el mal e iniciamos con la justicia, ¡y ella no venía! Anduvimos en los pueblos aledaños. Las vidas de nuestros seres queridos caían consumidas por la pobreza, ¡y ella no aparecía!, no llegaba. No nos quería. La adorábamos cada día, cada noche, con cirios y cánticos, y ella no surgía. Ayer, al amanecer, le dije a mi hermano:
—Esperaremos solo una noche más a que venga, tengo fe en que esta noche llegará.
Pero no aparecía y me estaba desquiciando. Emil, de espíritu más incontenible estaba llegando al borde la locura. Yo lo entendía bien, porque si, por si acaso, ella no venía hoy, acabaríamos con nuestras vidas. Nuestra meta era ser superiores, que todos estos años de tristezas y sufrimientos se viesen recompensados con una vida llena de placeres carnales al lado de ella, de inmortalidad y poderes fantásticos. Lo merecíamos. ¡Diosa, aparece!
—¿Aparece? ¡Aparece! ¡Maldita sea!
¡Maldita seas! —gritó Emil.
—No blasfemes —le dije enojado.
—Hemos esperado por mucho, no lo soporto más.
—Debemos seguir aguardando. Ella quiere eso de nosotros.
—Quiere que nuestra vida termine aquí, eso quiere. Mis pies me empiezan a sangrar, me pica el cuerpo por los insectos, mis músculos se deshacen... la sarna...
—Debemos esperar, la paciencia nos ha mantenido vivos hasta ahora, la esperanza.
—¡A otro lado con esos pensamientos románticos! No existe la esperanza. Nunca has amado, por eso no lo sabes.
Emil se equivocaba. Yo sí había amado, aunque nunca lo había demostrado. Lo hice con gran fuerza. Amé a Helia, quizá más que él mismo, pero ella prefirió a Emil y lo respeté. Luego Helia murió y una gran parte de mí se fue con ella. Helia sufrió, yo desearía padecer más para que mi sufrimiento se iguale al que ella tuvo. Perdón, Emil.
—Escucha, hermano, debemos seguir aguardando un poco más.
—¡Hemos esperado más de treinta años! Más de treinta años viniendo siempre a este bosque, ubicado en el fin del mundo, cada cierto tiempo y luego lo hicimos todas las noches. Cada vez los demonios y los vampiros están más cerca. Pronto nos atraparán.
—No lo creo. En el fin del mundo también hay criaturas naturales.
—Ojalá mi muerte llegue por una criatura natural y no por una de las sombras.
—¡Basta, no acabará con nosotros ninguna bestia, ni oscura ni clara, ni grande ni pequeña! Le debemos nuestra existencia a la diosa; ella es la única que puede disponer de nosotros, ¡entiéndelo de una vez!
Mi hermano menor calló. Se tendió a mis pies y comenzó a sollozar. Me abrazó las piernas. La noche, que era más oscura que las anteriores, nos daba rugidos de maldad. Las bestias del bosque que no eran naturales nunca se habían metido con nosotros, pues conocían la devoción que le teníamos a la diosa. De alguna manera era su divinidad también, pero todo tenía un límite. Un inmenso búho salió de entre el follaje ululando y luego se convirtió en humo amarillo. El aroma era insoportable, el azufre, su esparcimiento. ¿Acaso era...?
—Escucha —susurré— escucha, Emil. Escucha, se oye claramente.
—No, no puede —sonrió mi hermano—. ¿Es ella? Acaso...
Sí, era ella, venía desde los límites del pueblo. Quién sabe desde qué montañas, océanos u horizontes. Se internaría en el bosque y entraría por una puerta invisible a otro plano de existencia, desde el cual podría saltar a cumplir una nueva misión en el mundo. Llegaba desde lejos y no caminaba, flotaba. Había un brillo blanco tras de ella que surgía cada cierto tiempo, luego se difuminaba. A pesar de lo que creímos en un inicio, ella vestía de blanco, un vestido muy ligero que dejaba ver sus hermosos hombros claros, eran níveos, al igual que su rostro. Sus ojos no los podíamos ver, pero esa piel tan blanca era como la nieve, aun más clara, casi refulgía en la noche, y no era por causa de la luna. Sus cabellos eran negros, desordenados, largos. A medida que se acercaba, su expresión parecía de alegría, pero solo era una ilusión óptica creada por nuestras expectaciones. Ella no sonreía, estaba muy seria, pero no por ello era menos hermosa. Era alta y quebradiza, sus caderas anchas y sus extremidades delgadas. Su falda era corta y sus piernas, libres de toda atadura, bailaban a medida que se acercaba al bosque a través del pequeño monte. Sus muslos eran estrechos pero fuertes, pensé mucho en ellos: tan parecida a H... No, ella no se parecía a nadie, era nuestra diosa, la deidad de los deslucidos, de los enfermizos y miserables. Era la única en quien se podían confiar las oraciones y las almas, las nuestras. Mi hermano estaba a mi lado, agachado tras un árbol. Mirábamos desde el mismo sitio.
—Es preciosa, la más preciosa de todas las diosas que han existido —dijo mi hermano extasiado, apartando de su rostro una tarántula que le había saltado encima.
—La reclamaremos, pronto seremos suyos y ella será nuestra, la conquistaremos, ¿entiendes, Emil? La conquistaremos. No hagas ruido, no hablaremos hasta que ella penetre en el bosque, tal como dijo el sacerdote. Nos tomaría por bestias salvajes, pero cuando nos mire nos reconocerá. Curará nuestras enfermedades y llagas, y nos invitará a seguirla.
—¿Entenderemos su lenguaje, Eloy?
—Por supuesto, ella sabe los idiomas del mundo entero, y las lenguas de las plantas y de los animales. También sabe el idioma del tiempo y el espacio, de las piedras y los elementos. Ella es una diosa, pero no el tipo de diosa a la que se rinde tributo de una forma religiosa. No es un ídolo. Ella es una diosa de verdad.
—Ella es nuestra diosa, aunque es extraño que no sepamos cómo llamarla.
—La fuerza suprema… eso es todo. Ella es una criatura que da fuerza suprema.
—Se acerca, se acerca… está... ¿cantando? Es hermoso.
—Así es, le gusta cantar, es uno de sus gustos predilectos. Sus canciones son las más bellas de la tierra. Ahora que se acerque déjame hablar a mí. Le recordaré quiénes somos.
Se acerca. Es más alta que yo, creo, y soy más alto que mi hermano. Me duele el cuerpo de tanto agacharme. La edad me ha jugado una mala pasada, pero estoy vivo, vivo para contemplarla casi a mi lado: está a solo unos metros y su bonito vestido blanco se torna transparente. No puedo creerlo. De pronto siento un inmenso calor en todo mi cuerpo, puedo ver su figura, podemos verla transparentada a través de su vestimenta, el armonioso y total cuerpo de una mujer desnuda, sus senos grandes con pezones oscuros y su pelvis con una manchita también oscura, pura, grácil. Sus caderas enormes parecen difuminarse por momentos. Sus brazos son como los de una niña, tiene uñas cortas. Su cuello es delgado. Veo a una muchacha, muy joven, aunque ella es tan vieja como la existencia misma. Atrás quedan las antiguas leyendas que la retratan con oscuridad y maldad. Ella es neutral, aunque debe ser buena, buena y sensual, ardiente. Pronto la tendré en mis brazos y la amaré. Espero no sea un sacrilegio querer acercarme a ella para poder formar parte del mundo al que pertenece.
Nos ponemos de pie, mi hermano y yo. Ella flota, está a unos metros, abre su pequeña boca de labios púrpuras, sus ojos brillan, puedo verlos: son marrones. Ella entona una hermosa canción de sirena. A estas alturas las bestias de este bosque en el fin del mundo han huido despavoridas. Todos le temen, todo lo que es de carne y hueso, aunque los dioses han temblado más de una vez ante su presencia. Todos, excepto el gran rey de las canciones, el que la tomó como amante y por eso la mantiene en nuestro mundo: el dios de los cristianos, al que alguna vez rendí tributo por pensar que valía la pena. Sigo creyendo en Él y en esta extraña ninfa que siempre le ha sido fiel y, sin embargo, Él la envió a una labor sin descanso a un universo poblado de animaciones condenadas. El trabajo más duro de todos. Ella ejerce el oficio más pesado del universo. No hablo de la creación. La creación es un juego divertido, pero hay otra profesión que exige dureza y da tristezas: esa es la suya.
Ella pasa a nuestro lado, junto a nuestro mediano roble. Y la gozamos, la contemplamos con nuestros ojos abiertos de par en par, la deseamos inmediatamente. Ella cruza nuestro árbol, sigue de largo. No nos ha visto. Camina lánguida, adormilada, sin dejar de cantar uno de sus preciosos temas. Es difícil para ella darse cuenta de las cosas. Su palidez reverbera y nos ciega. Emil, de-
cidido, le habla primero, le dice:
—Reina... aquí, reina... somos tus siervos...
Ella sigue de largo. Sujeto del hombro a mi hermano. He ensayado durante tantos años lo que voy a decirle a la diosa, pero no encuentro ahora las palabras. De repente estas salen de mi boca y le grito. Su hermosa y delicada espalda gira un poco hacia mí, aunque solo es por un momento, pronto retoma su posición anterior sobre su cintura tambaleante. Parece que en cualquier momento se desplomará; es bella, aunque temblorosa, enclenque.
—Reina, somos tus siervos, somos mendigos, dos hermanos viejos que hemos venido a seguirte, reina de los deslucidos.
Ella se detuvo, volteó y me vio. Su rostro serio, con un gesto fúnebre, apagado que de inmediato se puso sorprendido. De sus ojos salían luces. Su palidez opacaba su mirada, pero cuando dio la vuelta puede ver de cerca sus ojos, eran casi humanos, pero no, ella no tenía nada de humana. ¿Qué era ella? Estoy seguro de que Emil se lo preguntó también. ¿De dónde vienes? ¿Eres creación de Dios en realidad? ¿O acaso tú lo creaste a Él? ¿O apareciste antes que Él? Tantas dudas, tantos misterios. ¿Quién eres? ¿Qué eres? ¿Por qué estás aquí? Mi hermano se lo preguntó por años: ¿por qué aquí? Tantos años haciéndonos preguntas. Algún día cerca de ella, en sus brazos, tendríamos respuestas, lo presentía. Ella me seguía mirando detenida. No hablé. Ella giró de nuevo hacia adelante e iba a irse. Enseguida recordé algunas frases que tenía preparadas para este gran momento. Yo sudaba, caí de rodillas. Emil estaba paralizado. Era como tener frente a nosotros el todo y a la vez a la nada.
—Reina, te hemos esperado en este lugar más de treinta años, ¿por qué no escuchaste antes nuestros ruegos? ¿Es por nosotros que estás aquí? ¿Es por eso que sigues esta nueva ruta, una vía distinta hacia tu dimensión? ¿Nosotros, con la fuerza de nuestro amor, te trajimos? Para poder verte y adorarte. Para estar a tu lado para siempre, para que nos cures y nos alivies de nuestros pesares y remordimientos. Por favor, no nos desprecies, danos tu mano y llévanos contigo, queremos ser tus soldados. La soledad es tu debilidad, lo sabemos, la soledad te tiene así, perdida, por ello queremos ser tus amantes, estar contigo eternamente y apoyarte en esta dura misión que el Altísimo te ha encomendado. Una misión sin fin que te tiene cadavérica y arruina en parte tu belleza. Necesitas ayuda y aquí estamos para servirte, amor de nuestros corazones, deidad de la pureza tierna.
Listo. Eso era todo. Había dado mi discurso y ella volvió a mirarnos. Yo seguía de rodillas. Bajé la cabeza ante su presencia. Ella silbó levemente, cantó algo, aunque apenas abría la boca. El sonido parecía el ulular de un búho, tenue, mas era una melodía sepulcral, la cual era, no obstante, evocadora y bien agradable. Extendí mi mano para que ella me diera la suya. Mi hermano se arrodilló a mi lado. Ella nos sostendría en cuanto viajásemos. Pero ella no nos tendió su mano. Quizá no sea este el modo, me dije. Tal vez... pero no se me había ocurrido antes. Si ella nos llevaba de la mano significaba que no podíamos morir. Pero todo muere en el universo y en las más infinitas estrellas todo tiene su fin, los universos terminan, los soles se apagan, la vida se transforma, todo cambia, el final es un paso, todo se estropea; Emil es un ejemplo, yo soy un ejemplo: todo se desmejora.
¿Y Dios?, me pregunto. Dios se estropea poco a poco mientras lo pequeño se desmejora, Dios es todo y lo que tenemos ante nosotros es aquello que nunca se arruina, porque es nada. No podríamos servir nunca a la nada. Mi hermano suspiró.
La diosa parecía no haber escuchado mis anteriores palabras. Sus orejas grandes eran bonitas; su nariz respingada y su mentón finísimo me acariciaban la mirada. Dio media vuelta de nuevo, pude ver su espalda, su columna vertebral pronunciada era en verdad flaca, pero esa delgadez armonizaba con una belleza mística. Sus nalgas eran ovaladas, tan hermosas, y sus piernas tan fulgurantes que no eran para ser vistas por ojos humanos. Por lo tanto, éramos nosotros unos bendecidos por el Cielo. Fue por nuestra habilidad que rayaba, es cierto, en la ofensa, aunque también en la sagacidad del alma y los deseos humanos para conseguir sus metas. Ella había volteado totalmente a su postura anterior, alzó las manos a sus costados, como sosteniéndose en el aire, cual niña pequeña que aún no aprende a caminar con zapatos nuevos y avanzó con lentitud, levitando.
—¡No te vayas, reina, diosa de los esmirriados! —gritó Emil tratando de seguirla y atraparla, pero ya era tarde, ella se difuminaba.
Emil se tropezó con una gran roca y cayó a tierra, se quebró la pierna y se golpeó con dureza, pues se fue de cara hasta sangrar de la frente, la nariz y la barbilla.
La diosa, antes de esfumarse, soltó una risita, cosa increíble, una risa casi apagada que apenas escuchamos, pero era una risita que se escuchaba como de alegría.
Tomé a Emil y lo ayudé a andar. Él lloraba, estaba desconsolado.
—Déjame —me dijo—. Ya nada tiene sentido, todo ha sido en vano. La hemos visto y hemos quedado maravillados, pero nos ha despreciado, no tiene sentido, ya no.
Aunque no era cierto, la noche aún era oscura. Había criaturas en el bosque que gruñían y aullaban. Debíamos salir de ahí de inmediato.
—No es cierto —le dije a Emil—. No entiendes. Ella se rió, ¿cuántas veces se puede reír la Muerte? Dime. Es un ser frío y neutral pero la hemos hecho reír. Ella nos recordará. ¡Su mirada! Antes de difuminarse la vi, era realmente cálida, amable, confió en nosotros. Por lo menos durante un segundo debió tener conciencia de lo que somos. Ahora no nos dejará nunca.
¿Quieres decir que de todos modos la volveremos a ver?
—Quizá ya no acariciemos la inmortalidad a su lado, aunque sí estaremos en sus brazos muy pronto. Que no te quepa duda de eso.
—Pero ¿por qué no nos llevó de la mano, a su lado? ¿Por qué no nos dijo nada si ella conoce todos los lenguajes del mundo? Ella pudo habernos dado alguna señal.
—Porque todo lo que vive tiene que estropearse, alguien lo dijo alguna vez, todo muere, todo excepto Dios, incluso el universo llegará a su fin algún día —Emil me dio una mirada de congoja cubierta de sangre—. Nosotros también feneceremos —terminé mi frase.
Habíamos salido del bosque, a una tierra sin pasto, la llanura empezaba ahí y se extendía ante nosotros una vegetación hostil. El pueblo se hallaba todavía a muchos kilómetros de distancia. No podríamos huir. Lo supimos cuando aparecieron las fieras.
—Han oído su llamado —le dije a Emil—. Es ella, es por ella. Sin embargo, será mejor así, es la más precisa retribución que puede hacernos.
Emil no podía caminar más. Estaba sentando en el suelo. Mi hermano no dijo una sola palabra, ya temía (ambos temíamos) lo que iba suceder cuando escuchó los rugidos caninos y vio los luminosos ojos de la furia, de la violencia, del hambre.
—Tal como quisiste, hermano, animales naturales. Emil cerró los ojos. —El dolor será el mismo —sentencié. Ya no pude decir nada más. Caí de bruces cuando la manada de lobos grises se abalanzó sobre nosotros para despedazarnos.
¡Oh, justicia, diosa de los desamparados!
Carlos Enrique Saldívar Rosas (Perú) Blog: fanzineelhorla.blogspot.pe