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Camino de Santiago

Camino de Santiago

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Luisa Horno

POR LA MAÑANA AÚN ME ES- CUECEN las ampollas de los pies. Sin probar el desayuno, aunque sé que es un error, y con la mochila que me aplasta la espalda, me enfrento una vez más a la solitaria caminata. ¿Cómo se me ocurriría emprender sola el Camino de Santiago?

Estoy haciendo el Camino Primitivo, desde Oviedo a Santiago. Ya he dejado Asturias y me he adentrado en las profundas tierras de Lugo. La rodilla derecha me da un pinchazo. ¡Ni caso! Son trampas del cuerpo. Tengo que llegar a dormir al albergue de Castro.

Me planteé esta solitaria aventura para pensar en Juan. En nuestra relación, en nuestra ruptura. Creía que sola vería todo más claro. Y apenas ha surgido el asunto. Absorbo el grandioso paisaje, la belleza de los caballos salvajes que alguna vez aparecen. Y también las miserias físicas: cansancio, tirones, ampollas, calor. Ahora que lo pienso, no he encendido el móvil ni una vez. ¿Y si me llama Juan, por ejemplo? No. Mejor así. Este paréntesis, o como lo queramos llamar, tiene que ser total. Sin llamadas siquiera. Resistiendo la nostalgia, la tristeza, el vacío de su voz, de su hueco en la cama.

Justo a tiempo surge Cereijeira tras un recodo del camino. Tengo hambre: un bar, tiene que haber un bar. Lo hay, incluso con una mesa fuera, en una esquina aguda y sombreada. Dejo la mochila sobre ella, un rato aquí a la sombrita no me lo pierdo. En cuanto me ven por el ventanuco, sale una pareja de viejitos:

—Es muy pronto para comer, rapaza, solo tenemos patatas asadas.

—No importa, lo que haya me va bien. Quiero llegar a dormir a Castro. L

os ancianos me miran:

—¿A Castro?, ¿tan lejos? —con franca curiosidad.

Sonrío.

—No está tan lejos. Suelo hacer unos 20 km de un tirón. ¿Puedo fumar? Los ojos del anciano brillan cómplices.

—El aire es de todos. Si fuera ahí dentro, otro gallo nos cantaría —mirando de reojo a su mujer.

Capto que en el bar no se fuma. Me siento, saco un paquete de Ducados, y se lo alargo:

—Si quiere usted fumar uno aquí fuera conmigo…

Él parece avergonzarse, pero ella ríe a carcajadas, dándose manotazos en el muslo.

—Hay que ver la moza, qué espabilada. ¡Fumando con los hombres! ¡y quiere dormir en Castro! Pues, rapaza, el albergue está vacío.

—Mejor, así podré elegir habitación.

El hombre, que ha encendido su cigarrillo y el mío, me mira como apenado.

—Que está cerrado, maja. Tendrás que ir a otro sitio.

Contesto, algo suficiente:

—Imposible. En internet dice que está abierto todo el año.

La mujer se pone en jarras.

—Pues tonta tú por fiarte. Bueno, a mí que más me da, yo te pongo las patatas y una hogaza y he cumplido.

Mientras saboreo un flan casero de postre, me encuentro en paz. Los ancianos salen a despedirme a la carretera.

Me miran como a una nieta rebelde. En un impulso, estampo dos besos a cada uno. Si me viera Juan, con lo cortado que es.

Resplandece el sol entre los pinos a ambos lados de la carretera, que de momento es cómoda de andar. Si no hay repechos de subida, llegaré a Castro al atardecer. Al dichoso albergue que tanta ilusión me hizo en internet. Con esa pinta de caserón misterioso, todo de piedra, y esa escalinata. Mira que si está cerrado… Bueno, en algún sitio dormiré. Pero me doy cuenta de que podía haber telefoneado antes, con lo organizada que soy. Comprendo que esa supuesta organización no es mía, sino de Juan. Mientras estuvimos juntos, me contagió su orden, su planificación. Y ahora parece que vuelvo a ser yo misma: la improvisación, el carpe diem, el todo se arreglará. Vaya cara de horror pondría Juan si me viera en medio de este camino. Solo hace dos meses que lo hemos dejado. ¿O son tres?

De pronto, una típica nube primaveral se convierte en nubarrón y descarga un frío chaparrón, sin dar tiempo a guarecerme. Llego al árbol más cercano empapada. Miro a mi alrededor: nadie; abro la mochila y me cambio la camiseta y el sujetador. Con los ojos horrorizados de Juan en la nuca. Vale ya, ¿no? No iba a quedarme mojada. Si cojo una gripe, se fastidia todo. A ver si resulta que he acertado dejando a este plasta. Tengo que caminar más rápido, he perdido mucho tiempo. No lo entiendo, estaba segura de que andaría el camino añorando a Juan, ideando tácticas para reconciliarnos. Y ahora tengo una sensación como de libertad, de alivio.

Ruido a mi espalda. Un carro. Al pescante, un hombre moreno tira suavemente de las riendas de la yegua:

—¿Te llevo, rapaza? Me desvío antes de Castro, pero si quieres un rato…

—Sí, gracias. Me viene muy bien. —No sé si será hacerle trampa al Camino, pero así gano un tiempo precioso.

Sentada en el pescante me veo dueña del paisaje, dueña de la tierra. No sé si tengo doce años o treinta y dos. Ni me importa.

—De camino a Santiago, ¿no? —él parece obligado a hablar—. ¿Tan sola?

Le sonrío un poco.

—Ya sabe que mejor sola...

Me mira de soslayo con un yerbajo en la comisura de la boca.

—El albergue de Castro está cerrado, ¿dónde vas a dormir?

Me surge el típico planteamiento de Juan. ¿Se estará insinuando? A qué viene lo de sola, lo de dormir, el albergue cerrado otra vez. Parece majo, pero…

Y contesto:

—No, si en Castro me esperan unos amigos.

Nueva mirada de reojo. Traslado de la brizna al otro lado de la boca. Silencio que ya no interrumpimos ninguno de los dos. Me dejo llevar por el movimiento del carro y vuelvo a sumergirme en el paisaje. En un lugar donde el bosque espesa, junto a un pequeño sendero a la derecha, el hombre detiene la yegua.

—Yo me quedo aquí. Toma la mochila.

Ya en tierra, quiero ser amable.

—Oye, que muchas gracias… —Solo escucho un breve ¡arre! y los chirridos de las ruedas al girar hacia el sendero.

Atardece. Por un segundo, me invade una inquietante soledad. Pero ante mí, un poste con la concha de Santiago y la leyenda «Castro 1 km» despeja mi ánimo. Descansada después del trayecto en carro, acelero el paso.

Por fin diviso la inconfundible silue-

ta del albergue. Pétreo, inmutable. Oscuro y silencioso. Parece que cualquier cosa pueda pasar ahí dentro. ¿Cómo serán las habitaciones? ¿Habrá pasillos largos y estrechos? ¿La señora de Manderley deslizándose con una vela encendida? ¿Un oscuro salón con chimenea? Sí, vuelvo a ser yo.

Casi contenta, casi entusiasmada, con alas en los pies y sin notar el peso de la mochila, alcanzo el portón. Está cerrado. Y las ventanas, herméticas. Trepo los empinados escalones de piedra, convencida de que la puerta de arriba se abrirá. Jadeante, me agarro a la aldaba negra de hierro y golpeo fuerte una y otra vez. Pero nadie contesta.

Luisa Horno (España) Web: luisa-horno.es

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