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Los cristales rotos
Los cristales rotos
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Antonio Diego Araújo Gutiérrez
NO LOGRO CONCILIAR EL
SUEÑO. Un denso frío, como ajeno a la estancia, me mantiene desvelada en la cama a pesar de las dos mantas de pelo largo que me cubren. Todo está en quietud: los contornos de la habitación, sus paredes esteparias perdiéndose infinitas en las sombras altas; la cómoda de palisandro a mi izquierda, sobre ella el espejo enmarcado en filigranas que refleja la niebla de los años; la silla desnutrida que sostiene mi ropa justo enfrente, a la derecha de la puerta de los cuatro ojos; el pequeño radiador de resistencia que esparce su mancha anaranjada sobre las amplias baldosas veteadas del piso que rodean la cama como una isla. No hay novedad en el silencio. No hasta que un ruido de cristales rotos recorre los pasillos y llama a mi puerta.
Dos corredores alargados bordean el ala este y norte del patio central del edificio. Los recorro alumbrada por una palmatoria que sostengo en mi mano derecha. La tenue luz de la llama desbroza la penumbra. Avanzo hasta una claridad de luna que asoma por la puerta de la cocina, a mitad del segundo pasillo. Todo allí parece en orden, la encimera está limpia, no están los gatos que sestean por el día más allá del ventanal, sobre la cubierta de la nave adjunta al edificio. Contengo la respiración un instante, alertada por un ruido leve, agudo y coral, como de vidrios arrastrados por el suelo, que parece provenir del fondo del corredor. Continúo andando, giro a la izquierda, abro la puerta del baño, busco el interruptor a la luz de la llama, lo acciono sin éxito, pienso que es un mal momento para recordar que debía haber cambiado la bombilla. Desde el umbral, vigilo los rincones del baño como si hiciera la ronda en un turno de noche: a mi derecha la antigua bañera de patas, pegada a la pared, enfrente de la bañera, la ventana alargada; a mi izquierda el inodoro, el lavabo y un espejo circular, todo en su sitio, como antes de acostarme, como ayer y antes de ayer, como hace cien años. En el suelo hay pequeños cristales esparcidos que brillan sobre la lengua blanca de la ventana. No hay nadie. Creo que no hay nadie. Me ajusto más el chal, esperando que ese gesto me proteja del denso frío que me viene siguiendo desde la habitación. Un trueno lejano se clava en el silencio, su resplandor ilumina las sombras con un parpadeo blanco, como de viejo fluorescente; luego se apaga. Me aproximo a la ventana y contemplo cómo afuera, bajo las trazas de la primera lluvia, la ciudad se diluye. La calma humedece mis ojos, las luces de la calle iluminan la noche que se desploma sobre los hombros de los viejos edificios en una secuencia de tiempo relativo que no avanza ni vuelve, que no huye ni pasa. Una gaviota sobrevuela los tejados a un ritmo que no sigue el compás del murmullo de la lluvia. Parece buscar cobijo, se acerca, abro la ventana, no sé por qué abro la ventana, entra.
La gaviota se posa en el alféizar. Permanece a mi lado, mira hacia el interior, hacia el lugar donde se encuentran el lavabo y el espejo circular. Busco el destino de su mirada. Es una niña acurrucada junto a la pared, con ojos de miedo. Tiene en el pelo dos trenzas singulares, como las que madre me hacía
mientras cantaba mi canción preferida para disimular el sonido de los aviones sobrevolando la ciudad en formación. Se levanta del suelo, se acerca a la ventana, mira hacia un cielo antiguo, asegurándose de que esta noche las bombas no caerán. Los colores de su vestido estampado apenas se distinguen a la luz de la vela, pero mis ojos tiñen los verdes y amarillos que faltan, y el blanco de las puntillas de los bajos, de las mangas, y de la caja del cuello. Toma una escoba en sus manos y recoge los cristales esparcidos. Mientras la niña barre, una joven se arregla frente al espejo, lleva un tocado de época, como el que guardo en un pequeño sombrerero en algún rincón del cuarto de los trastos. Se sonríe como si me sonriera, prueba sus encantos en el espejo mientras perfila sus labios con una barra de un color que no puedo apreciar, y que yo pinto de carmín. Se ciñe bien el traje, ajusta la cintura de la chaqueta, toma una escoba en sus manos y recoge los cristales esparcidos en el mismo lugar donde lo hace la niña, los arrastra
hacia el mismo rincón y al mismo tiempo. Extrañamente no colisionan, la niña y la joven ocupan el mismo espacio, como si mis ojos tuvieran delante capas de transparencias y cada una de ellas se moviera en una capa distinta. Sin pensar en mis actos, dejo la palmatoria en equilibrio sobre el borde de la bañera, tomo la escoba apoyada en la pared, a la izquierda del lavabo, y barro los cristales junto a ellas, arrastrándolos hacia el mismo rincón, hasta que lentamente van desapareciendo.
La gaviota se mueve, bate sus alas con una cadencia suave, a un tempo distinto al del silencio, alza el vuelo sobre la habitación, apaga la llama de la vela a su paso y extiende su calor residual por la estancia. Regresa al alféizar, y esta vez mira al exterior. Abre de nuevo sus alas y se aleja en la noche. Me acerco a la ventana. Las tres miramos al cielo. La gaviota se ha ido, también la lluvia, y las nubes despejan un pequeño círculo por donde asoman algunas estrellas. Nos miramos, las miramos, y hacemos lo que tanto nos gusta: ponerles nombre.
Antonio Diego Araújo Gutiérrez (España) Blog: relatosintrascendentes.blogspot.com