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Evolución
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Héctor Núñez
EL PRIMER CONTACTO que tuvimos fue a través de los telescopios espaciales. No se le dio la mayor importancia porque la supuesta nave en forma de pepino gigante desapareció entre el planeta Mercurio y el Sol. Los científicos creyeron que se había desintegrado cuando entró en el campo gravitacional de nuestro astro solar; otros, los menos doctos o poco creyentes, concluyeron que era un fraude, inventado para llenar las primeras páginas de los diarios. Los noticieros sensacionalistas tergiversaron tanto los hechos que los llevaron hasta lo inverosímil. Una semana después los radiotelescopios empezaron a recibir las primeras señales de radio de una galaxia lejana. La soledad cósmica en que habíamos vivido por millones de años se había terminado.
Siempre me ha gustado sembrar pequeñas hortalizas. Era un reto mezclar diferentes tipos de injertos, me gustaba el término «desafiar a la naturaleza», porque cada implante de frutas y vegetales creaba una mezcolanza deliciosa para el paladar. Acostumbrado, por mi familia, a la bebida y a la buena música, en mis ratos libres mezclaba, y con la ayuda de varios rones, diferentes ritmos que me ayudaban a evadirme de este mundo. En mi pequeño huerto era común encontrar flores con colores tan luminosos que lograban cegarte. Los vegetales desafiaban cualquier tamaño conocido, incluso el sabor dulce permanecía en la boca por días. Los pájaros me ayudaban a expandir mis experimentos en los jardines cercanos. Algunos árboles empezaron a llenarse de frutos y en los tejados germinaron los primeros brotes de las diferentes plantas que sembraba. Era mi invernadero privado, un rincón edénico para mí solo; comía a mi antojo, tomaba interminables baños de sol y me paseaba desnudo por toda la casa.
La primera vez que escuché los sonidos del espacio me parecieron singulares y graciosos. Logré hacerme con varias pistas, por lo que los mezclé con la suave música de violines, un poco de guitarra clásica y finalmente la flauta piccolo le proporcionó la belleza de un concierto de aves del paraíso. Por horas escuché embelesado la música que había creado. Con el tiempo la comida superó mis expectativas; pensé que el vino estaba realzando los sabores en mi paladar. Mi huerto empezó a desbordarse e inundar las casas de mis vecinos, subiendo con ímpetu como enredaderas hasta las últimas ventanas. Fue difícil caminar por las aceras, debido al musgo pastoso que empezó a crecer. Árboles y plantas triplicaron su tamaño en semanas, volviéndolos majestuosos. Los pájaros e insectos parecían enloquecidos, comían hasta reventar, los que sobrevivieron extendieron los límites de mi huerto hasta el último rincón de la ciudad. Mis vecinos al principio se molestaron, incluso, me acusaron formalmente ante la autoridad, pero empezaron a consumir los alimentos que crecían dentro de sus casas, aceras y jardines. La abundante comida, saludable y generosa, los convirtió en los más felices habitantes de la ciudad, pues estaban ahorrando plata a puños. Luego, ellos empezaron a defender su territorio como una especie de tierra prometida.
Dejamos de utilizar sus automóviles, las faltas en la escuela y el trabajo empezaron a incrementarse. Muchos dejaron las aberraciones de la era moderna. Se volvió costumbre verlos acostados debajo de las refrescantes sombras de los árboles y comiendo los alimentos que tenían al alcance de la mano. Las enormes raíces empezaron a derrumbar casas, edificios, escuelas, monumentos, puentes y toda construcción que se interpusiera a su paso. Empezó a brotar agua cristalina del pavimento fracturado, las calles parecían ríos multicolores; nadie se quejó esta vez, también debido a que ya no había a quien quejarse. Al principio nos pareció un caos pero empezamos a acostumbrarnos a nuestro exclusivo bosque pleistocénico.
De pronto formamos una comuna hippie con costumbres similares a las de los años sesenta. Por eso, cuando la ropa nos empezó a estorbar, dejamos de usarla. Al inicio las mujeres se sintieron incómodas, se tapaban los senos y pubis con ambas manos, ruborizadas, pero comenzaron las afinidades y similitudes con otros cuerpos que empezaron a mostrarse orgullosos sin un ápice de timidez. Las noches se llenaron con el tranquilo resuello femenino. El cabello, barba y vello abundante empezaron a marcar la moda. Los hombres nos adaptamos a la convivencia diaria con explícita desnudez. No puedo negar que hubo excesos, pero la maleza nos proporcionó el manto perfecto, para incendiarnos con la deliciosa dulzura del amoroso llanto. Nuestros sueños se poblaron de estrellas distantes, de hermanos mayores que nos servían de guardianes, de nuevos dioses. Pronto empezamos a olvidarnos del vocabulario, las palabras perdieron el sentido. Los sonidos guturales nos encontraron una mañana mientras desayunábamos. Pintamos pequeñas pictografías de la nueva vida, quisimos dejar huella de nuestra cotidianidad. Estábamos más delgados, más fuertes, nuestra flexibilidad para correr y trepar se fue incrementando. Los primeros niños nacieron mejor adaptados, ligeramente encorvados y con las extremidades superiores más largas.
Nos opusimos a abandonar este refugio. Después de muchos intentos nos confinaron, porque fueron incapaces de comprender el paso invertido de la naturaleza en la evolución humana. El gobierno nos aisló por completo, temieron que la epidemia se saliera de control y contagiara al resto del país. A pesar de las investigaciones y estudios, nunca pudieron encontrar las causas, lo atribuyeron a un extraño virus. Falló todo tipo de medicamento antiviral, por lo que fuimos puestos en cuarentena. Aunque veían con resquemor el paradisíaco lugar que se estaba creando en sus fronteras, muchos, por no decir la mayoría, envidiaban nuestra vida de exótica holganza.
En las noches no reuníamos en el centro de la ciudad, todos juntos, arropados con nuestra desnudez. Hipnotizados, mirábamos el cielo, saludando a los que nos veían y protegían en la monstruosa lejanía. Parecíamos humanoides esperando instrucciones. Moviéndonos de un lado a otro, saltando de árbol en árbol, girando, aullando. Las señales se mostraban en sentido inverso, recalculando toda ley de casualidad. Desde el exterior era imposible imaginar lo que ocurría dentro de nuestra ciudad. Mejor, nos habían dejado vivir en paz, o eso creíamos, porque un día dejamos de tener contacto con el resto del mundo.
Héctor Núñez (México)