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Corre, no te detengas
Corre, no te detengas
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Joel Almeida García
LA NOCHE dejaba asomar las primeras luces plateadas. El silencio, raro en una zona boscosa, gritaba su presencia a los seres que deambulan por sus tierras. A lo lejos se escuchaba el silbido de alguna fábrica que anunciaba a sus empleados el fin de la jornada. Un tren avisaba su paso. Un avión pasaba por encima del bosque. Todos esos eran sonidos externos.
Dentro del bosque había silencio.
En las grandes ciudades, sobre todo en las antiguas, guardan sus costumbres como un pistolero su arma.
Los bosques callan celosamente sus secretos.
Desde nuestra perspectiva vemos un bosque que puede existir incluso en tu localidad. Sin embargo, creo que, más que el lugar, son los seres que habitan en él lo que lo hacen diferente: los árboles, las viejas ramas secas, los musgos, húmedos y fétidos, y los cadáveres enterrados.
Seguramente has pasado por alguna zona arbolada en tu ciudad o por alguna casa con demasiados árboles o plantas que le dan un aspecto de desolación. Estoy seguro de que también esos lugares guardan secretos, como mi bosque. Imaginemos las cosas que pasan, las historias que guardan: una invitación para que nuestra mente invente historias de crímenes y espectros. Pienso que los espacios oscuros y cubiertos de plantas son como algunas personas sordas a quienes se les agudizan los demás sentidos.
Mi bosque tiene agudizados los sentidos en más de una forma.
Hace mucho tiempo, un par de niñas despertaron mi interés, no solo porque se perdieron en mi bosque (realmente el bosque no es grande) sino por el invitado que ellas trajeron.
Pero dejaré que sean ellas mismas quienes cuenten desde su perspectiva el relato y volvámonos espectadores, tú y yo, como un par de ojos que solo observen lo que el bosque tiene deparado para ellas.
—Corre, no te detengas —se decían agitadamente una a la otra.
Y las dos pequeñas corrían por aquel laberinto de ese bosque infinito. Se escuchaban pisadas pesadas detrás de ellas, pasos que hacían temblar aquel lugar lleno de hierbas y plantas. «¿Quién o qué podría perseguir a dos pequeñas inocentes en medio de la noche, de la oscuridad, de la nada?, ¿qué pretendía con alcanzarlas?» —pensaban ambas niñas como si compartieran una extraña línea mental.
Desconocemos el nombre de las niñas. Está claro que deben tener algún tipo de parentesco, el cual nos hace suponer que son hermanas. Considerando la diferen- cia de altura, podemos identificarlas como «la hermana mayor» y «la hermana menor», además es notable (aun en la oscuridad) la similitud en color de piel, cabello y, sobre todo, la fuerza que irradian juntas. No olvides que nuestro bosque tiene agudizados los sentidos.
Las hermanas corrían con fuerzas tratando de ganar ventaja sobre aquello que las perseguía; aun con su esfuerzo de querer escapar, parecía todo en vano. Los pasos se acercaban más y más. Las niñas pasaron por una cueva, por cuya angosta abertura pudieron entrar. Se ocultaron dentro. Temblando de frío, miedo e incertidumbre, se quedaron quietas, esperando que aquello que las perseguía pasase por alto aquel lugar.
Y así lo hizo.
La cueva era oscura, olía a humedad acumulada, parecía la boca de algún ser viejo y dormido; probablemente había servido de morada para algún oso. Había algunos cráneos pequeños, pero pasaron desapercibidos para las niñas.
—Estás manchada; deja, te limpio —dijo la mayor a la menor mientras las dos vigilaban echando una mirada a la entrada de la cueva.
Desde lo lejos vemos un par de ojitos blancos parpadeando a intervalos iguales.
—¿Quién es, quién nos persigue?, ¿qué quiere de nosotras? —preguntó la menor.
—No lo sé, pero debemos estar alertas, debemos tener cuidado —respondió la otra.
—¿Dónde está mamá? —ambas pensaron la pregunta mientras sus lágrimas quitaban las pequeñas y viejas manchas de lodo de sus rostros.
Es difícil poder explicar la procedencia de aquello que perseguía a las niñas. Aún no tengo palabras para definirlo ni con el poder que he acumulado con el tiempo. Creo que cuando uno ve las cosas desde otra perspectiva, es decir, desde afuera del problema, estoy seguro que se pueden encontrar las respuestas, porque de allá (afuera) es la procedencia de nuestro invitado. Pero mientras, nosotros solo podemos sentarnos y observar todo. Solo eso.
—No te preocupes; mira, recuerdo que por donde comenzamos a correr, había una vía, o una carretera, podemos ir allá y pedir ayuda —respondió la hermana mayor buscando consolar a la más inquieta.
Tomando algo de valor, las pequeñas niñas asomaron sus cabecitas para comprobar si era seguro salir. Y así comenzaron a correr, sin darse cuenta de que lo hacían en el mismo sentido en el que se inició su persecución.
No solo lo sentimos, sino que también vemos al ser que persigue a las niñas, de pronto, abrir sus ojos como un par de círculos blancos sin pupilas. Los poros de su nariz podrida empiezan a olfatear a dos niñas sudorosas corriendo. Se dirige hacia la procedencia de esos olores mientras emana baba de la comisura que funciona como boca.
—Cuidado por donde andas —advirtió la mayor a su hermana al notar las raíces gruesas que salían a la superficie. Sus pequeños pies estaban sucios por el lodo y con una viscosidad verde por las algas y musgos. «Pronto me sangrarán», pensó la hermana menor.
A ratos intentaban descansar caminando a paso veloz; lo último que querían era dejar de moverse. Se lo comunicaban a través de esa extraña telepatía.
Advertimos que podemos leer los pensamientos de las niñas, pero también los del ser que las persigue.
Y en los momentos oportunos corrían, no querían llamar la atención de aquello que las perseguía.
En eso, por cuidar del camino y de su hermana menor, la mayor tropezó con la raíz saliente de un árbol, en parte por la distracción de leer las letras grabadas «Thasaidon» en la corteza de un tronco. Gritó, pero nadie fuera del bosque escuchó su lamento.
Solo tú y yo, que somos el bosque.
A lo lejos, aquello desconocido que las perseguía vio a un par de niñas, una levantando a la otra. Su sonrisa amplia, semipoblada con dientes, se formó cuando alcanzó a percibir un olor a orina. La vejiga de la hermana menor se vació de miedo al ver que unos ojos blancos sobre una masa oscura la miraban. El ser desconocido dio un respiro profundo; le resultó agradable lo que su nariz podrida percibía. Inició su persecución hacia ellas rápidamente.
Todavía quejándose, ambas hermanas se incorporaron y continuaron con su escape.
—Ahí, ahí está la carretera —gritó de alegría la hermana menor y una larga sonrisa se dibujó en su boca, desfigurando su rostro.
La hermana mayor notó que su mano soltaba la de su hermanita. Se alejaban una de la otra. La hermana menor frenó de repente, la mayor hizo lo mismo solo porque vio a su hermana hacerlo. Ambas se quedaron estáticas, a casi dos metros de distancia entre ellas, mientras la mayor observaba el cuello de la otra.
—¿Qué tienes? —preguntó la mayor desde atrás.
Desde nuestra perspectiva vemos que la niña, en silencio, apunta a lo lejos. La carretera está frente a ella, pero oculto entre la maleza de unos matorrales, en el otro arcén, se asoma un viejo Cadillac Club Coupe (con el tiempo uno conoce la historia de la localidad), deteriorado y lleno de ramas, producto de un accidente, aparentemente.
Las niñas se acercaron al carro lentamente, por un momento perdió importancia aquello que las seguía, el carro les resultaba familiar. El ente no se había olvidado de ellas. Las observaba desde lejos.
Al acercarse al auto, la hermana mayor abrió la puerta del copiloto. Y ambas se quedaron paralizadas, viendo con ojos atónitos lo que parecían ser los restos de un cuerpo en descomposición. Se miraron una a la otra con tristeza. Un mar de recuerdos regresó: imágenes de ellas alegres, limpias, en un hogar, un gato al que acariciaban, navidades abriendo regalos, una mujer que las abrazaba al mismo tiempo; esa mujer, que veían en sus recuerdos como una vieja película de carrete, eran los restos de su…
—Mamá —dijeron en susurro y al unísono.
Después de observar la escena, se dirigieron al asiento trasero. Pudieron contemplar sus respectivos restos descompuestos.
Ahí podemos apreciar la procedencia de las niñas. No es necesario ser ningún forense para explicar lo que había pasado. La evidencia está frente a nosotros. Podemos ver, a través de los ojos de las hermanas, a un par de niñas con sus vestidos que alguna vez fueron blancos, desgarrados por la parte de delante. A través de los poros de las hermanas podemos oler una sangre añeja, coagulada, alrededor de ambas caderas. La hermana mayor tiene mordidas en sus pechos, pero descartamos la acción de algún animal porque los animales no tienen mordida humana.
Pero sobre todo, porque en nuestro bosque no hay seres vivos. Ya no hay.
Después de algunos segundos de contemplarse mutuamente en su versión del auto, un bicho salió de la boca del cadáver de la menor, lo cual le hizo voltear la cara hacia un lado cuando se vio a sí misma expulsando aquel animal.
—¡Ahí está, está cerca! —gritó la hermana mayor tomando a su hermanita de la mano derecha, al ver a lo lejos al ser. Cerrando las puertas del carro, las niñas se dirigieron nuevamente hacia el bosque mientras una sombra deforme cubría el lugar en el que se encontraban.
Dicen que el infierno son meras repeticiones de dolor. El purgatorio, meras repeticiones de tristeza; la vida debería ser, entonces, repeticiones de alegría. Desconocemos el futuro de las niñas, muchas cosas podemos ignorar. No somos dioses.
Solo existimos en nuestro bosque.
He permanecido vivo por mucho tiempo. Incluso antes de que el bosque fuera como lo es ahora. Mi nombre está grabado en algún lugar, en un árbol. Cuando no tengo alimento, duermo, y dejo que este bosque cuide de mí. Tú, que eres la madre de las niñas, y yo, solo somos cómplices y testigos ocultos de un ciclo para aquello que mantiene vivo (o muerto) a este bosque.
Ese ser, que seguramente odias en estos momentos, me ha despertado de mi larga hibernación con la vibra y energía que seres como él utilizan para saciar sus instintos.
Como lo hizo al ocuparse de tus niñas.
No soy un dios pero tengo el poder de liberar el ciclo, aunque esto signifique que jamás volverás a ver a las niñas...
—Corre, no te detengas —se decían agitadamente una a la otra.
Así las dos pequeñas corrían por aquel laberinto del bosque, infinitamente.
Joel Almeida García (México)