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Control de daños

Control de daños

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Oswaldo Castro

EL VIERNES Liborio se encarga de la seguridad de la casa. Le corresponde la tranquilidad de la familia y está mentalizado desde ayer. Durante el desayuno recibe de Lolo el parte de novedades y el cuaderno de incidencias nocturnas. Le da una palmada en el hombro, lo deja hojeando el diario y se despide a fin de verificar los implementos necesarios para la vigilancia de las horas siguientes. Alma aún duerme y pronto bajará para comer algo frugal y salir.

A media mañana Liborio constata que todo está en orden, colocado en su lugar y suspira convencido que no lo cogerán desprevenido. Al mediodía revisa por segunda vez y se tranquiliza al tener la casa segura. Almuerza solo porque su hermana no tiene hora fija de llegada y esperarla podría hacerle perder el control de la situación.

Después del lonche Liborio patrulla los ambientes de la planta baja. Esa primera ronda vigilante es el anticipo de una más escrupulosa y detallista que realizará a las diez de la noche. Antes del noticiero de las ocho sigue las instrucciones de Alma y enciende ramas de eucalipto y salvia en los balcones, detrás de las rejas y muro posterior. Luego, con ayuda de una linterna, escudriña el sótano, altillo, azotea y explora las inmediaciones del jardín interior. Concluido ese peregrinaje regresa para apagar las luces innecesarias, asegurar los pestillos de las ventanas, reforzar la puerta principal con doble llave y colocar trapos en las rendijas inferiores de las dos hojas del portón del garaje. Finalmente tranca la mampara del jardín, sella con cinta adhesiva el ojo de la cerradura y calienta hierbas y semillas en los sahumerios. El plan diseñado no admite errores en el mecanismo defensivo y el mínimo descuido generaría el desequilibrio del descanso nocturno.

En las clases de botánica Alma aprendió el valor de la sabiduría popular sobre los tecnicismos académicos. Con aprobación de sus hermanos colocó macetas con ajenjo y laurel en los dormitorios. La sala la alegró con las flores anaranjadas de las caléndulas y el romero y menta plantados en las jardineras sirvieron además como ingredientes frescos. En el jardín exterior sembró perejil y estragón y en el interior, albahaca y lavanda. Los limones y cebollas ubicados en los corredores alejaron los males bronquiales y facilitaron el sueño profundo. La estrategia les permitió vivir aliviados, disfrutando armonía y buena salud.

Sin embargo, la felicidad duró pocos meses. Las paredes empezaron a descascararse y las grietas mostraron ladrillos y fierros de construcción. Las filtraciones despostillaron las mayólicas y las emanaciones pútridas de inodoros y cañerías tornaron insalubre el ambiente. Las gruesas vigas de madera, pasos de escaleras y enchape de algunos paneles crujían por el ataque de polillas y termitas. La proliferación de ciempiés y lagartijas y el hallazgo de palomas y ratas muertas, descomponiéndose al aire libre, terminaron por desolar a la enorme casona.

Liborio solicitó apoyo de especialistas y la propiedad renació de entre sus cenizas. Poco tiempo después la casa despertó sus antiguas costumbres y, como cuando llegaron de Europa para llenar el vacío de sus padres muertos, les mostró su poder atormentándolos con nuevos fastidios.

Lolo dio la voz de alarma al comprobar nuevas ocurrencias y los reunió en el escritorio. Esa noche, en medio del silencio preocupante y sin animarse a elucubrar algo, Alma se limitó a contemplar las paredes que cambiaban de color. Desde el techo del recinto, y a la vez el piso de su habitación, bajaba el tinte de sus preocupaciones. Liborio había escuchado que así empezaba el fin de esas casas. Se puso de pie y, sintiendo el crujido de la madera bajo los zapatos, anunció con voz muy clara:

—Alguien quiere que nos vayamos de acá —hizo una pausa y prosiguió—: Esta es nuestra herencia y nadie nos sacará.

Con la casa asegurada Liborio se dispone a cumplir la tarea vigilante con ojos y oídos atentos a cualquier señal de alarma. Aprovechará la noche para avanzar el manuscrito de su nueva novela y corregirá el artículo a ser publicado el domingo. Frente a la computadora responde correos, navega por las redes sociales y, al momento de abrir el archivo donde guarda la colaboración dominical, escucha los gritos destemplados de su hermana. Salta del asiento, toma la escopeta que reposa a su costado y sube las escaleras. En el pasadizo del segundo piso la encuentra abrazada con Lolo. Alma tiene el rostro cubierto con las manos y solloza ahogándose con las lágrimas. Lolo balbucea y Liborio comprende su lenguaje enredado.

—¿A dónde ha ido? —pregunta rastrillando el arma.

—¡Ha bajado! —grita Lolo.

Liborio da media vuelta, desciende los escalones y enfrenta lo desconocido. Avanza atemorizado y percibe ruidos extraños tras la puerta de la cocina. Con mano temblorosa, y sin dejar de apuntar hacia adelante, la abre. A tientas presiona el interruptor de luz y los escalofríos le abofetean las ganas de seguir avanzando. Se repone y constata la soledad del lugar. A sus espaldas el sonido de pasos corriendo por la sala lo hacen temblar de miedo. Llama a sus hermanos y le contestan desde arriba. Gira sobre los talones y la casa paterna se muestra diferente. Las flores sembradas por Alma yacen mustias en las macetas, los sahumerios apagados, el tinte verdoso de las paredes desciende entre los cuadros y las alfombras lucen manchas de barro que van y vienen en todas direcciones, algunas han subido por la escalera.

Sin saber cómo enfrentar esta nueva contingencia escucha el chirrido de la puerta del jardín interior. Ha sido violentada, las medidas de precaución burladas y el aire que ingresa del exterior trae el aliento fétido y la urgencia de huir ya mismo. Sube a rescatar a sus hermanos y solo ve las luces de las calles vecinas. La luna llena alumbra el espacio desolado del segundo piso y la nueva azotea está surcada por huellas dirigiéndose al vacío…

Oswaldo Castro Alfaro (Perú)

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