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Un desván en el castillo
Un desván en el castillo
Sonia Serna
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ESTE CASTILLO TIENE DESVÁN, y lo acabo de descubrir. He llegado hasta aquí hipnotizada por una luz mortecina y lejana que me ha hecho subir decenas de incómodos y empinados escalones, tan deprisa que creo que los he subido de dos en dos, y tan absorta iba en esta carrera por no perder el hilo luminoso reflejado en la pared, que he dejado atrás a mis compañeros, no los oigo, nadie sube ni baja ya por estas escaleras, y sé que no recordaré en qué momento he cambiado de dirección mientras subía por el torreón.
Cuatro zancadas más y los escalones se han acabado, no hay más castillo, y estoy sola en esta enorme y destartalada estancia, oscura y vieja, y veo que nadie más me ha seguido. Sé que no puedo estar más arriba de lo que estoy, noto la altura sin verla, y a través de las vigas de madera del techo, y de un par de ventanucos a medio tapar por las telarañas y el paso del tiempo, se asoman trocitos azules del cielo, el mismo que he dejado cuidando de los jardines antes de adentrarme en este enorme castillo.
El cielo luce hoy más intenso que nunca, rezuma vida, pero aquí dentro los cuatro rayos celestes que salpican el techo y las ventanas son la única nota de color; este trasluz sombrío huele a letargo y tristeza, a mucha tristeza.
Me detengo sorprendida por este descubrimiento. ¡Un desván en el castillo!
No se me había ocurrido que los castillos pudieran tener desvanes, o sobrados, o altillos, o doblados, o trasteros.
Se supone que todo castillo que se precie debe acabar en almenas, torres de vigilancia, tejados, quizás algún que otro pasadizo, una habitación secreta o alguna suerte de estancia imperial. Pero aquí hay un desván en toda regla, plebeyo y mundano como no podría imaginar, asombrosamente alto, todo de madera, aunque no acaba aquí mi sorpresa; resulta que el desván está lleno de trastos, muebles viejos, antiguas maletas, cofres, botellas vacías, ropa asomando como puede entre las telarañas de aquel arcón, feas muñecas sin pelo, con las cuencas de los ojos vacías, zapatos de diseño tan humilde que no se sabe si son de hombre o de mujer, cuadros con retratos de gente anónima, cachivaches de hierro y madera a los que me siento incapaz de adjudicarles un uso… en fin, el desván está lleno de los restos de la vida de una familia, o de varias, no lo sé, pero todo esto debió de ser importante para alguien, algún día, en algún momento de su existencia, y aquí sigue este montón de enseres como si nunca hubieran sido útiles, como si no tuvieran la suficiente categoría como para, al menos, estar ordenados, limpios, colocados, tenidos en cuenta, en definitiva. Aquí languidecen, testigos de una época tan lejana o tan cercana como queramos considerarla, tan importante o tan intrascendente como la sintamos, pero aquí sobrellevan esta muerte injusta y eterna que es el olvido, arropados con polvo, telarañas e indiferencia, mientras todos los demás muebles y objetos nobles del castillo lucen como tesoros en las demás plantas visitables de la fortaleza, para fascinación de quien tenga a bien obsequiarlos con su asombro.
¿Por qué todos estos recuerdos se merecen no ser vistos ni admirados? ¿Por qué están castigados en este palomar sucio y oscuro, con la única compañía de esa pobre lechuza que me mira desde lo más alto del desván, tan perpleja de verme a mí como yo de verla a ella? ¿Por qué no se llega a esta estancia como no sea que te empeñes en perderte, como he hecho yo, por el castillo?
Sigue el silencio, sólo interrumpido por mis pasos sobre el suelo de madera, astillado y descuidado de una forma cruel, y que amenaza con abrirse bajo mis pies si me acerco a una especie de dibujo circular que hay en el centro. Me detengo ante el círculo, enorme y difícil de rodear, y miro hacia arriba buscando a la lechuza. Por un momento he imaginado que la muy malvada se iba a posar en el centro del dibujo para hundirlo a mi paso con la ayuda de sus escasos gramos, tal vez por ser la guardiana inmortal de los fantasmas que, de esto estoy convencida, se reúnen en este mismo sitio por las noches, probablemente para lamentarse del infortunado destino que en su día tuvieron sus vidas y ahora sus pertenencias. Pero la lechuza no se ha movido de su viga, permanece impasible ahí arriba, aunque me ha seguido con la cabeza, ahora girada totalmente sobre su espalda.
Le he dicho con la mirada que no quiero molestar, pero que voy a bordear el círculo para llegar a todos los muebles y trastos apilados que hay al otro lado del desván. Así lo hago, y al ver de cerca todo este mercadillo de objetos variopintos y sucios mi imaginación ha querido encontrar una explicación a este entierro sin plañideras ni bendiciones, injusto y despiadado: es posible que todos estos trastos pertenecieran a desgraciadas almas inocentes que habitaran por estos lares en el momento equivocado, protagonistas de anodinas historias palaciegas indignas de pasar a la historia.
Tal vez ese vestido, que en su día seguramente fue blanco, perteneciera a una desdichada muchacha del servicio, quien engañada y chantajeada vino hasta aquí para satisfacer los inconfesables vicios de algún noble, probablemente el dueño de alguno de los trajes que lucen impolutos en las vitrinas de la primera planta.
O tal vez esa muñeca sin ojos, de tacto rígido y aspecto pobre, perteneciera a la hijita de la chica de servicio, esa hijita que quizás naciera de la relación no consentida con el noble de aspecto regio, mientras que los juguetes primorosos y casi perfectos que podemos ver en el segundo piso pertenecieran a los hijos legítimos del citado caballero.
Quizás esas toscas botellas de vino vacías y esas copas de basto cristal pertenecieran a esa pareja de empleados del castillo, el criado y la costurera, por ejemplo, que subieran a escondidas y con miedo hasta este rincón olvidado de la casa a jurarse amor eterno, mientras que la cristalería fabulosa que el criado limpiaba día tras día, esa compuesta de vasos de los que nunca el pobre osaría beber, es la que luce maravillosa en el comedor que podemos visitar a mano derecha, según se entra al castillo.
O quién sabe, incluso, si alguno de estos arcones no contiene las pruebas de aquel crimen horrendo y cobarde que cometiera su majestad el rey, el obispo o el chambelán, enamorado de la humilde costurera, al sorprender a esta con el criado en sus apasionadas demostraciones de amor en este escondite del castillo —¡su propio castillo!—, traición imperdonable por la que ordenara encerrar en eterna condena todo recuerdo de los desdichados amantes.
Es posible que el descolorido caballito de juguete se balancee por las noches cuando su pequeña dueña, párvula por los siglos de los siglos, se atreva a jugar sin ser molestada por impertinentes visitas como la mía.
También es posible que la ojijunta lechuza sea la víctima de un hechizo y que en realidad se trate, por ejemplo, del ama de llaves que facilitaba y consentía los encuentros prohibidos entre los amantes que hubiera en la corte, y que por tales favores acabase condenada a la peor de las maldiciones, que es tener alas sin cielo por donde volar, saltando así, penitente, de viga en viga por toda la eternidad.
«¡Anda, estabas aquí!» —me sobresalta alguien desde la entrada al desván, cerrando de un manotazo el libro mental de mi historia inventada. Lástima, porque estaba a punto de abrir uno de los cofres. No me hubiera visto nadie, sólo la lechuza, y quizás las almas dueñas de todos estos recuerdos, porque no creo que hayan querido irse del desván, creo que aquí siguen, probablemente porque ya no tienen a dónde ir.
Sonia Serna San Miguel (España) Blog: missoniadas.blogspot.com.es