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La cuentista
La cuentista
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Susana Pons
EN EL CEMENTERIO nunca ocurría nada. Monótono y tranquilo, solo veía alterada su rutina cuando el cierzo soplaba con fuerza y hacía tambalearse a los altivos cipreses. El sonido del viento era como un lamento por las almas de los allí enterrados; pero cuando uno se acostumbraba a ello, no tenía nada de extraordinario. Era desesperante. Sobre todo para la hija del conserje del camposanto. Por eso mismo, Celia inventaba historias de aparecidos y de muertos que resucitaban. Solía contarlas a sus compañeros de clase, que ávidos de sensaciones escalofriantes, no quedaban defraudados. La chica poseía una fértil imaginación y el don de la palabra. En sus labios, todo lo increíble se convertía en creíble, por lo que nadie cuestionaba la veracidad de sus historias. Nunca.
La niña, de doce años, vivía con sus padres en una casa colindante al cementerio. El padre se encargaba de llevar los registros de las entradas y de todos los arreglos que pudiera necesitar el lugar y la madre se ocupaba de que todo luciera impoluto. A cambio de ello, recibían un buen salario y la casa, con sus gastos correspondientes, era de balde.
La chica había nacido allí, por lo tanto para ella era natural el pasear entre las tumbas y los panteones. Le gustaba, sobre todas las cosas, visitar a los personajes ilustres de la ciudad que allí reposaban: Jerónimo Borao, el escritor; Mariano Barbasán, el pintor; Miguel Fleta, el tenor… Su preferido, sin duda, era Joaquín Costa, que por lo que decía su padre, mientras escupía con repulsa en el suelo, había sido un intelectual de convicciones republicanas. Tal vez por el desprecio manifiesto de su progenitor, Celia se sentía atraída como un imán por el panteón donde se encontraba el prócer. En ese punto acababa el cementerio, una tapia de ladrillos así lo indicaba y era allí donde la muchacha encontraba su máxima fuente de inspiración para sus cuentos.
A veces, al amanecer, los truenos despertaban a Celia y mientras trataba de volver a dormir, seguía fabulando historias. Las tormentas eran su otra fuente de inspiración. Últimamente los temporales eran frecuentes y una amanecida no pudo seguir durmiendo. Se asomó a la ventana y comprobó que no caía una sola gota de lluvia. Pensando que sería otra de esas tormentas sin agua, y sabiendo que ya no podría conciliar el sueño, se aventuró a dar un paseo. Sus pies, como siempre, la llevaron a la tumba de Costa. Allí los estampidos eran más fuertes y Celia, de repente, tuvo miedo. Al otro lado de la tapia escuchó voces y lamentos. Se agazapó por delante del panteón y aguzó el oído. Su instinto le dijo que lo que creyó truenos eran tiros. Una mujer gritó. Otra increpó a alguien diciéndole: «Tantos hombres para matar a tres mujeres». Una tercera imploró por su hijo. Y de nuevo los truenos. Los tiros. Risas. Ruido de gente alejándose. El silencio.
Celia permaneció quieta en su escondite y mucho tiempo después se atrevió a asomarse por la tapia, impulsándose con las manos. Lo que vio la dejó espantada. Había varios cadáveres de hombres y tres de mujeres. También niños, como ella. Con horror corrió a su casa, tenía que contar lo que había visto. Esta vez no sería una historia inventada, sino algo real. Tan real que le dolía.
Irrumpió con fuerza en la cocina de la casa, donde en ese momento estaban desayunando sus padres. Se llevó una buena regañina por sus maneras nada educadas; pero cuando iba a disculparse y a contar lo que había visto, su madre la interrumpió: «Ya va siendo hora de que nos ayudes, coge esa carretilla y acompáñanos. Hoy tenemos mucho trabajo». El padre, sin dejar de mirarla, esbozó una sonrisa.
Celia no volvió a contar historias. Enmudeció para siempre.
Susana Pons Rubio (España) Web: www.relatoscompulsivos.com