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LO QUE REALMENTE IMPORTA

Texto: Carlos Andrés Giraldo

Comunicador Social - Periodita CM - Revista El Rollo

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a señora de la casa siempre se levanta a las 5 a.m., lo sé

Lporque yo miro el reloj cuando la escucho caminar por la casa, a esa hora todavía está oscuro, me reconforta saber que pude levantarse, que no tose, que a sus 65 años todavía tiene la vitalidad intacta; es una suerte de sinestesia emocional, esas cosas que uno solo siente con alguien muy cercano, y claro, mi caso es especial, la señora de la casa es mi mamá, y mientras ella siga bien, yo estoy bien. A esa hora se dirige a la cocina a tomar su medicamento para la tiroides, luego se recuesta una hora más y ahí sí empieza el día oficialmente, el doctor le recomendó eso: “una hora exacta de reposo después del medicamento”, y ella lo cumple como un acto religioso, creo que también le da miedo, como a mí… Vivimos en el campo y la vida aquí no tiene mucho de diferente a la ciudad, hay rutinas como en todos lados, aunque a veces nos creemos más dueños de nuestro tiempo; no hay un jefe respirándonos encima para cumplir con los objetivos, ni horarios estrictos, las cosas se hacen porque sencillamente se tienen que hacer y eso se encarga de marcar el ritmo, aunque aquí tampoco somos dueños de mucho, y es que lo que importa aquí es prácticamente gratis: el clima, siempre fresco, el arbolito de papaya, que ahora nos regala casi 50, y de buen tamaño, ¡ya no sabemos cómo dar la papaya! No es nuestro tampoco el canto de los pájaros que se asoman a la ventana esperando el arrocito que sobró del día anterior, ni la fortuna de estar tan “resguardados” del mundo y todo lo que le puede estar pasando. Bueno, aquí no importaba, o al menos no pasaba de una cara de genuina sorpresa cuando se estaban muriendo mil personas por día en Italia, por un virus que salió de China “por comer murciélago”, y nosotros con todas esas papayitas tan sabrosas ahí, -¿será que no tenían más para comer?-, ni siquiera importó mucho cuando nos encerraron, y había que usar tapabocas siempre afuera, porque afuera no había más que pastico, los perros, las vacas y la gente que pasaba saludando.

La cosa empezó a importar cuando yo no podía estudiar, porque en la Universidad empezaron a hacer todo virtual, que entre a internet y busque esto, que lea estos textos y resuelva este taller en la plataforma, que el parcial se hace por videollamada, y aquí que no llegan esas comodidades modernas, que a duras penas llega la señal celular, pues me tocó comprar datos para los días de entrega y hablar con los profesores. Ubiqué los únicos dos ladrillos de la casa en donde medio llega la señal necesaria para mandar las tareas, esto último será muy chistoso pero en unos años, hoy no me da para reírme al respecto, todavía no sé cuántas personas están en mi situación o en peores, pero estoy seguro que son muchas.

Luego empezó a importar progresivamente en otras cosas, - “Mija, el niño me dijo que en el pueblo dizque hay casos” – le decía el esposo a la señora, y yo la veía como se recogía toda, porque a él era al que le tocaba salir a comprar las cosas que toda casa necesita, y el viejito a ella no le puede faltar, porque de esos 68 años que él tiene, han vivido juntos más de 20, y el niño es el hijo que trabaja en el pueblo y ya no es tan niño, pero es el menor y así se va a quedar siempre, pero allá estaba expuesto a todo lo que hace un mes estaba

en Italia, ¿y entonces?, no estábamos tan seguros como parecía, y a mí también se me revolvía todo, porque en la televisión decían que mientras más edad más peligroso es el virus ese, de un tipo que se fue a comer sopa de murciélago, y que después supimos que no era por necesidad, sino que allá les gusta eso. Y así fue, el bicho ese que había llegado a las ciudades hace rato ya nos empezó a importar, y ya empezamos a poner alcohol en todas partes, y al que salía le tocaba llegar a bañarse, y si no lo hacía, pues “cantaleta” no le faltaba hasta que lo hiciera, nos dimos cuenta que del campo sale todo para la ciudad y que de la ciudad todo llega al campo. Empezamos a ver las grandes camionetas con placas de Bogotá, Cali, Medellín, todas llenas de gente igual de asustada a nosotros buscando uno de esos “pedacitos de cielo” donde estábamos parados, pero muchas de esas gentes venían también con el diablo adentro, con el virus, entonces empezaron los “vea que la señora de la finca de allí se enfermó” y “vea que el señor de la carnicería que viene a repartir por aquí se enfermó”. Miedo, en el campo, donde todo el mundo es fuerte, donde le dan machete a las brujas, pero solo en números impares para que no vuelvan. En el campo, donde todos tienen la piel más áspera; miedo, de ese que se mete hasta los huesos, porque sentimos a ese monstruo que se mete a las personas y las ahoga hasta matarlas dando pasos sonoros, acercándose, como un péndulo que baja lentamente hacia nosotros. Las cosas más sencillas empezaron a ser preocupantes, solo nos podíamos abastecer ciertos días, solo podía salir uno, ¿y si de pronto pisaba donde no era?, ¿Y si ya se había traído sin querer algo de ese virus entre el arroz y las verduras? La señora de la casa se veía su novela en las tardes, pero intranquila, hasta hoy sigue intranquila, porque la jaula así sea de oro sigue siendo una jaula; yo me sentaba a leer algún libro y a esperar, porque al final no queda más que eso ¿no?, esperar, ponerse los audífonos y escuchar lo que se quiere escuchar, no el “hay 50 contagiados hoy en el Quindío… 100…350…”, sino escuchar a Chopin o Bach o alguna banda de pospunk rusa que un día me encontré y que decía en una de sus canciones: “La vida es dura y poco reconfortante, pero es tan fácil morir”, frase que no hizo más que llenarme de ansiedad.

Aquí no le ha pasado nada a la señora de la casa, ni al viejito, ni al niño, pero todavía nos morimos del miedo, porque la gente se empezó a morir en la ciudad, luego en el pueblo, hasta en la vereda, y aquí no importa cuántos seguros le pongamos a la puerta en la noche, ni cuantas bebidas de “pronto alivio” con anamú, eucalipto y limón nos tomemos, porque el día que menos pensemos la gente se puede morir también aquí en la casa. Esa “nueva normalidad” es algo que nadie puede adoptar ni disfrutar por voluntad propia, ni en el campo, ni en la ciudad, porque nos limita con la misma mano a todos, por eso hasta que todo pase, nos tocará seguir imaginándonos las sonrisas debajo de los tapabocas oliendo a alcohol y escuchando los mismos pajaritos cantando aquí y allá a través de las ventanas, cuando podamos, es la única manera de seguir escuchando temprano en las mañanas los pasos de aquello que realmente importa.

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