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UN ENTIERRO PREMATURO
La Mala Texto: Nicolás Amado Murillo Estudiante Comunicación Social - Periodismo Universidad de Ibagué Noche Ilustración: Jorge Alberto Mendoza Comunicador Social - Periodita Docente universitario Editor General - Revista El Rollo
He aquí el único testimonio verídico, pero no comprobable de la serie de acontecimientos que ocurrieron la no muy lejana noche del octubre pasado. Evocar el recuerdo de aquellos hechos suscitará no solo la vergüenza y la culpa sino también el horror entre quienes aún viven en esta parte de la ciudad. Escribo cuando mi cuerpo ya ha dado señales inequívocas de la llegada de la muerte y cuando mi mente aun se ocupa en algún porcentaje de mantener la cordura. Este año la hoz de la muerte se posó sobre la humanidad, aquí y allá morían ricos y pobres de un extraño virus cuyos síntomas eran confundidos con los de una simple gripe. La enfermedad manchaba los pulmones, ahogando a los enfermos sin importar si eran ancianos, jóvenes, católicos o ateos. Las gentes morían de fiebre y estornudos, que ni la aguas de panela, el limón, o la menta curaban. Común se volvió, a mis ojos, ver mujeres persignarse constantemente rociando alcohol en las puertas ventanas y andenes, quemando ramas de eucalipto al interior de las casas, y evitando a toda costa los saludos, las conversaciones, los abrazos o cualquier forma de acercamiento con vecinos o familiares. Yo, que era el centinela, debía impedir que más de 5 personas se reunieran en cualquier calle, esquina, tienda o iglesia. Mi trabajo, como era de esperarse, provocaba las más aterradoras miradas, me había convertido en la personificación humana del virus, que servía en exclusividad para cuidar en las noches las 4 calles del barrio y el Cementerio Central Vanidad.
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El Cementerio Vanidad era, por no decir más, el lugar en el que ocupaba mayor esfuerzo. Entre la maleza, los árboles, las lápidas, las cruces -o semi cruces- y las tumbas con fechas del siglo pasado, se escondía uno que otro ladronzuelo al acecho de los desprevenidos. No faltaban por supuesto los amantes que cedían al deseo y veían en el lugar abandonado el sitio perfecto para saciar las ganas reprimidas por la cuarentena, causando entre los habitantes comentarios sobre la ineficiencia de mi trabajo.
Preocupado por cumplir con eficacia mis labores, estaba yo la noche -la mala noche- del octubre pasado, de píe bajo el reloj de la capilla que marcaba las 12, cuando un grito ensordecedor cortó el aire y atravesó las calles: -¡Una Bruja! La voz, aguda y ahogada venía del Cementerio Vanidad, al cual llegué jadeando, linterna en mano. Justo en la calle una mujer se halaba las greñas, se arrodillaba y se levantaba, llevada sin duda por el espanto, con la mirada puesta en lo alto de un árbol de mamoncillo, repitiendo una y otra vez lo mismo: -¡Una bruja!.
Mayor fue el horror, cuando durante mis inútiles intentos por hacer que la mujer se calmara con oraciones, se coló una carcajada que venía de la copa del árbol. Ante la evidencia irrefutable de la presencia diabólica, terminé por ser presa del temor y el espanto. Sin más remedio me abracé a ella, y entre sollozos y gritos recitábamos ave marías. Poco a poco, las primeras bombillas se encendían en cada una de las viviendas aledañas, solo al cabo de unos segundos, una voz lúgubre y ronca dijo: - ¡Venga por sal!
Pero la invitación ocasionó la reacción menos esperada. De lo alto del árbol empezaron a caer los mamoncillos fuera de su cascara y acabados de masticar, con tal puntería que uno de los frutos cayó en el vaso con sal que sostenía una de las 10 o 15 personas que estaban allí, como este cayeron otros sobre las cabezas y los píes de los curiosos, lo que provocó en algunos espectadores regurgitaciones producidas por el asco al sentir las semillas caer aun untadas de saliva de bruja.
Los vasos con sal y mostaza, los crucifijos y el eco de las oraciones fue multiplicándose, mientras las carcajadas se repetían con más frecuencia. Entre la muchedumbre se empezaron a idear planes para trepar hasta la copa del árbol y capturar de una vez por todas a la bruja. En unos segundos me vi en la mitad de un circulo en el que todas las miradas me apuntaban, con resignación me acerqué al tronco me abracé a él y puse un pie listo para escalar. Sentí en unos segundos la arena que raspaba mi cara y por inercia solo corrí, uno de los hombres, machete en mano aseguraba que entre las ramas y los frutos de mamoncillo se veía, claramente, el ojo grande y amarillo como la yema de un huevo.
No quedó hombre, niño o anciano que dudara cuando una de las ramas del árbol crujió y a la luz de la luna, todos vimos la sombra de un par de alas de pisco extenderse y sin más ni más volar de la copa del mamoncillo a lo alto de otro árbol plantado al interior del Cementerio Vanidad. Algunos hombres armados de valor y machetes decidieron ingresar al campo santo, entre los cuales me encontraba, y como si faltase sazón para alimentar el horror, sobre las tumbas, y las
bóvedas profanadas hallamos fotografías pinchadas con alfileres, tabacos, muñecos de trapo, y oraciones con las más extrañas imágenes e idiomas.
Por fortuna, la sombra de los árboles, lapidas y cruces empezó a proyectarse sobre la vía, así como la de nuestros cuerpos al aparecer los primeros rayos dorados del sol. Algunos vencidos por el sueño habían decidido regresar a las viviendas, otros en cambio yacían dormidos en lo frio del pavimento. Yo por el contrario sabía que el sueño me iba a ser esquivo por muchos días, el fuego que todo lo renueva, consumió los pestilentes trabajos de brujería, entre los cuales muchos habían encontrado sus propias fotos. Nadie se dio cuenta a que horas o en que instante la bruja desapareció, las carcajadas fueron reemplazadas por el aire frio de las primeras horas de la mañana, con el nuevo día volvió también la razón, y al estado de agitación le siguió un profundo sentimiento de calma, que escondía sin embargo la sombra de la duda y todavía incredulidad por lo que había pasado.
En las noches siguientes el esfuerzo de mi trabajo disminuyó, ya nadie quería salir ni a la puerta. Las noches se hicieron más largas y cada hora traía consigo el tedio y el recuerdo de aquella mala noche que aún me impedía conciliar el sueño. Aterrado me la pasaba de píe frente al portón de la iglesia.
Rápidamente la noticia se extendió por la ciudad, el voz a voz trajo consigo nuevos expertos que aseguraban ver, oír, sentir y percibir la bruja. Llegaban con cámaras de video a buscar las pruebas, las huellas, los rastros y la evidencia que los hiciera famosos. Los grupos religiosos llegaban a validar sus creencias, y hasta arribaron biólogos que dijeron que en realidad nuestra bruja era un ave nocturna. Para la ciudad fuimos la burla, el nuevo virus de la superstición y la ignorancia.
Estos y otros comentarios terminaron por hacer mella, muchos optaron por decir que la incredulidad y no la superstición fue lo que los motivó a salir aquella noche, el tema fue la comidilla en las tiendas, bares y peluquerías. Con el paso de los días cada uno fue hablando menos de la bruja, evitando ser cuestionados, nadie sabía ya con seguridad que había visto.
La muerte en cambio se paseaba por las calles, tocaba las puertas y se iba llevando a niños, ancianos, mujeres y hombres. Cada tanto, bajo los rayos abrazadores del sol pasaban los ataúdes acompañados del cura y de los 2 o 3 familiares del muerto. Todos sabíamos que algún día seríamos presa de la enfermedad incurable a la que vecinos apodaban la maldición de la bruja. Yo, el centinela fui avisado de mi muerte con los primeros ataques de tos y las fiebres nocturnas, a mí, me tocaba morir solo, y con seguridad ser enterrado entre fechas del siglo pasado.
Texto: Margarita María Bohórquez Villegaz
Estudiante Comunicación Social - Periodismo Universidad de Ibagué
Ilustración: Santiago Pérez (Orión)
Estudiante Comunicación Social - Periodismo Universidad de Ibagué
Todos le tienen miedo a algo, a las alturas, a perder su trabajo, a las arañas, a la oscuridad, a los payasos, e incluso a la soledad misma, para algunos ciertas cosas parecen ridículas, pero hay un temor que muchos tenemos en común, el ser enterrado vivo, ser dado muerto por error y terminar en un ataúd enterrado tres metros bajo tierra, pues da terror pensar que en esa situación el oxígeno es limitado y nuestro espacio se ve severamente reducido, y aun cuando gritemos con todas nuestra fuerzas puede que nadie nos oiga. Es ahí donde nos damos cuenta que la línea entre la vida y la muerte es realmente fina. Pues bien, ese es mi caso, pero no hay un ataúd que rodeé mi cuerpo, ni visto un traje elegante digno de mi funeral, ni he adquirido una rigidez similar a la muerte, soy nada más que un desafortunado minero que mientras daba por terminada su jornada me sorprendió un derrumbe que ha tapado mi salida de esta mina ilegal de carbón a unos 100 metros bajo tierra.