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LA PLAZA, IMÁGENES Y SONIDOS DE LA NOCHE

Texto: Luis Hernando Restrepo Aristizábal

Comunicador Social - Periodista Tecnólogo en Sistemas de Gestión Ambiental Editor Ambiental Revista El Rollo

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Fotos: Christian David Acuña

Comunicador Social - Periodista Promotor de lectura Editor Fotográfico Revista El Rollo

El declive de la tarde anuncia una noche impetuosa. La luz del ocaso se esfuma por entre el sol de los venados, que cruza sus últimos rayos a través de los ventanales de los edificios que rodean La Plaza. Las campanas de una torre grisácea con blanco que mantiene una cruz de concreto, recién terminan su último y estrepitoso bullicio del día, pero, después de 30 campanadas, sus ondas vibratorias aún cimbran el cielo raso sobre mi cabeza. Las golondrinas y tórtolas finalizan su baile aéreo cotidiano, manteniendo, preventivamente, la precaución frente a algún gavilán pérfido y cazador. Yacen aquí frente, en la plaza de El Libertador y del Monumento al Esfuerzo, apretados entre palmas, bancas y carritos de café, los adoquines grises y naranjas del epicentro de una ciudad con poco más de 130 años, ubicada frente a unas montañas victoriosas, copadas de pomposas nubes, pero perdida ante la ignominia y la indolencia de la civilización humana.

Muchas son las gentes diversas que la transitan día y noche. Unos se van cuando abruman las horas nocturnas, pero otros llegan, porque saben y lo imponen, que la oscuridad previa a la media noche les pertenece. Entretanto, lejos en el tiempo, más allá en el pasado, más allá en el futuro, durante la luz del astro rey, hay quienes huyen con fingimiento ante la penumbra, sólo hasta cuando anteponen su careta, saliendo de las apariencias del día para resurgir ante la lujuria de la noche.

Los sonidos de la noche imperan ante el silencio de la soledad. Pocos autos circundan las calles, el viento sopla las vertiginosas ramas de las palmas y los árboles, las garzas vuelan unidas hacia el norte, y las altas puertas de la catedral cierran inclementes ante la penumbra y el rostro de la indigencia. El sol ya no es más. Escasos infantes juegan en la plaza: algunos niños tras una pelota llenos de risas, algunas niñas en sus bicicletas con los ojos de papá y mamá que se aferran a ellas. Antes del regreso a casa, parejas que se toman de la mano, solitarios que se aferran a un cigarro, ocurrentes que fotografían las luces de las casitas en la montaña, perros que corren detrás de sus colas y de sus humanos, caóticos que insultan al cosmos y extraviados que preparan su entrada triunfal hacia la oscuridad.

Priman esas pequeñas luces de farolas que iluminan los rostros de quienes terminan sus cervezas en los tomaderos que rodean la plaza; en la nostalgia del licor, aún se habla de fútbol clásico, de historia patria y de lo feroz que ha sido la vida durante el 2020. Los carritos de dulces se han ido, los de café sin embargo persisten y los de comida rápida se mantienen en una de las esquinas; el hambre de la gente es lo que más perdura.

Cuando las nubes de tormenta todavía no llegan, la luz de la luna y las estrellas enfocan a unos cuantos que pernoctan en pequeños refugios entre los muros de La Plaza, asilados dentro una vieja cobija y con una mochila llena de sueños. Pero cuando llueve, inclemente fuerza del agua en una región tropical, encontrar un techo seguro y algo de suelo seco se convierte en el mejor regalo de la vida. Hay quienes mucho recorren, calles y carreras, inmigrantes y nacionales, miles de caminos, buscando ilusiones en medio de lo abrupto de la noche, comida entre los cestos de

la basura, y algo de esperanza frente a los balcones residenciales que algo de hogar siquiera mantienen.

La vida en la tenebrosidad es ópera prima para las sustancias que alteran la realidad de la existencia. Quienes se aprovechan de la noche, la utilizan como amante para acompañar sus rituales que durante mañana y tarde, les tocaría un poco minimizar. Con la droga, se busca en la oscuridad algo de luz que no se haya durante el día, como noctámbulos aferrados a algo que los mantenga firmes en tierra, pero que termina por condenarlos al caos de lo etéreo.

En medio de las sombras perpetuas, las imágenes y los sonidos de la noche afloran en La Plaza: las sirenas de las ambulancias retumban, cada tanto, con mayor vibración; las luces rojas y azules que acompañan el chiflo motorizado de la Policía que hace el barrido, cuadra por cuadra, de lo que una burda sociedad supremacista exige como escoria social; los lamentos y quejidos del pobre desahuciado que busca en la roña y en las sobras algo de bocado; el camión de la basura que sigiloso recorre las calles, mientras los operarios, barrenderas y barrenderos, vestidos con su overol verde esperanza, recogen nuestra vanagloriada inmundicia; los gemidos del gato y los ladridos del perro que ante cualquier silbido o chistado alarman sus cuerpos para luego huir en la oscuridad; las escurridizas ratas que se escabullen temerosas entre arbustos y alcantarillas; las ondas de radio de los viejos transistores que acompañan con noticias y relatos a los vigilantes, que cuidan y dan sus vidas por algo que no les es propio; la camarilla de jóvenes con pasado y futuro incierto, que nacieron en Venezuela, pero ahora son presente en

Colombia, con sus bafles a todo volumen trasfiriendo la revolución caribeña del reggaetón a los oídos de los y las vecinas del centro; las historias de vida de cientos de inmigrantes que encontraron en estas tierras una salida alterna e indulgente a la situación de su país de origen. Durante mañana, tarde y noche La Plaza se convierte en la “Little Caracas”.

Cada esquina de La Plaza tiene su propia historia. Son oficinas ambulantes que mantienen diversas economías informales que llevan el mínimo de subsistencia a cada familia. En una de las esquinas, los puestos de comida en sus carritos de sombrillas de colores, con sus alimentos grasosos, pero fervorosos para el pueblo; en otra, los que venden minutos, con sus rotos chalecos fluorescentes, echando patrañas y compartiendo historias con quienes cambian divisas, dólar, euro, peso; en otro de los puntos, los antiquísimos vendedores de dulces, olvidados diariamente, pero recordados únicamente en época electoral, con sus cajitas de colgaderas, vendiendo siempre galletas, chicles, cigarros y uno que otro piropo; y en la otra esquina, un grupo de mujeres trans, con faldas cortas y extenso maquillaje, siempre cotorreando entre amigos y amigas, mientras ofertan sus inmigrantes cuerpos, día y noche, ante la lujuria del colombiano incauto.

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