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P. Jaime Bernal Escobar
+ Bogotá, 14 de agosto de 2013
El P. Bernal nació en Medellín el 21 de julio de 1921, en el hogar de Pedro Bernal y Teresa Escobar. Tuvo siete hermanos, cuatro hombres y tres mujeres. Ingresó a la Compañía de Jesús el 25 de noviembre de 1937 en el Noviciado de Santa Rosa de Viterbo, donde emitió los votos del bienio el 8 de diciembre de 1939. Realizó el Juniorado en Santa Rosa de Viterbo (1940-1942), y en Bogotá la Filosofía (1943-1946), el Magisterio en el Colegio San Bartolomé La Merced (1947-1949), y la Teología en el Colegio Máximo de María Inmaculada (1950-1953). Recibió la ordenación sacerdotal el 3 de diciembre de 1952 y emitió los últimos votos el 15 de agosto de 1955. Entre 1956 y 1958 adelantó estudios de licenciatura y doctorado en Derecho Canónico en la Pontificia Universidad Gregoriana.
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Su vida apostólica se desarrolló fundamentalmente en la Universidad Javeriana, en la cual desempeñó múltiples cargos: dio cultura religiosa en la Facultad de Economía y fue secretario de la misma y Decano de Derecho Canónico (1959-1968); posteriormente se desempeñó como Decano de Odontología (1969-1973), Secretario General de la Universidad (1969-1977), y Decano del Medio Universitario del Departamento de Administración de Empresas (1974-1979).
Adicionalmente, entre 1980 y 2000 colaboró en el economato de Provincia, fue consultor del Provincial y perito en asuntos de Derecho de la Compañía, a la vez que continuó su apoyo en distintos entes de la Universidad Javeriana: el archivo (19801985), asesor de Rectoría (1983-1985), y de nuevo en la secretaría general (19852007). También fue prefecto de la biblioteca de la comunidad jesuita de la Universidad Javeriana (1991-2009), antes de pasar a ser parte de la Comunidad San Alonso Rodríguez, prestando alguna colaboración en
la Universidad Javeriana. Murió en Bogotá, el 14 de agosto de 2013.
Un jesuita de altísimo-bajo perfil Por P. Gerardo Remolina, SJ
Así fue. Los extremos se tocan: lo alto y lo bajo, lo extraordinario y lo sencillo, lo excelente y lo humilde. Un jesuita paradójico. De altísimo perfil humano, académico, religioso y sacerdotal; y al mismo tiempo, por elección propia, de un bajísimo perfil social.
Fue un jesuita extraordinario: de una fidelidad absoluta a su vocación, a sus principios, a sus ideales, a sus tareas, a sus amigos. Trabajador incansable, constante y abnegado, preciso en el cumplimiento de sus deberes y tareas, de una delicadeza extraordinaria en sus relaciones. Exigente consigo mismo y con los demás, practicó siempre el ideal de la perfección en todo lo que hacía. Pero Jaime nunca quiso aparecer, mucho menos brillar o ser reconocido y estimado. Siempre rechazó los homenajes, las condecoraciones, los reconocimientos, el ser expuesto al aplauso y admiración de los demás. Su manera de vestir llegó a unos extremos de pobreza que a veces causaba grima. Y aquí también la paradoja: un hombre de una maravillosa lucidez mental, nunca pudo comprender que los extremos pueden ser viciosos. Jaime era un hombre de consejo acertado y sereno. Pero llevó su austeridad hasta el límite.
Lo conocí como un profesor maravilloso de latín, cuando en el Juniorado de Santa Rosa de Viterbo, por los años 1955-56, nos enseñaba a Virgilio (las “Bucólicas” y las “Geórgicas”) y la “Prosodia et ars métrica latina”. Los jueves era el día de vacación (porque el domingo teníamos trabajo apostólico), y de vez en cuando nos llevaban a los juniores y a los profesores a “San Rafael”, la finca de vacaciones cerca de Duitama. Esperábamos con gran expectativa esos días; Jaime nunca se tomó ese descanso. Alguien me contaba que cuando hizo su doctorado en Derecho Canónico en Roma, nunca salió de “gita” (excursión, o paseo turístico), porque no había ido a Roma a hacer turismo, sino a hacer un doctorado. Y efectivamente, lo terminó en un tiempo récord. Exigente como era, también era comprensivo, es decir, hombre de discernimiento: en el Juniorado para el examen final de “Prosodia y métrica latina” nos puso un tema de cinco puntos, que eran prácticamente el compendio de todo el libro de texto. En las dos horas que tuvimos para desarrollar el examen, no alcancé a responder sino dos preguntas; la calificación que me esperaba era evidente. Cuál sería mi sorpresa cuando obtuve la nota más alta; claro que los dos puntos los había desarrollado como para merecer esa nota…
Su orden exterior era un gran desorden; quien entraba a su oficina de Secretario General de la Universidad, veía una cantidad inmensa de papeles, revistas, periódicos, libros, documentos, amontonados unos sobre otros. Pero cuando se le pedía un documento, a los cinco minutos lo entregaba;
su orden estaba en su cabeza: recordaba la fecha exacta de cuándo se había tratado un tema o se había expedido un decreto del Consejo Directivo, o una orientación del Rector. Además, era la memoria viva de la historia de la Universidad. En medio de ese desorden exterior, o mejor de ese “orden dinámico”, las actas, los diplomas y demás documentos que hacía eran impecables en su pulcritud, en su precisión, hasta en el estilo castellano o latino en que estaban escritos; porque tenía un exquisito manejo de ambas lenguas. Durante muchos años fue el custodio de los Archivos de la Universidad. Jaime perseguía incansablemente el periódico o la revista que se había extraviado y formaba parte de una colección; fue celosísimo de la conservación de los documentos y del patrimonio bibliográfico de la universidad y de la comunidad. Escribía documentos en una vieja máquina de escribir, y posteriormente en una máquina eléctrica, que finalmente sustituyó parcialmente por un computador, cuyo manejo fue aprendiendo poco a poco a sus 85 años de edad. Recuerdo su felicidad cuando pudo enviar su primer correo electrónico.
En medio de su austeridad, sabía comunicar un afecto profundo, delicado y respetuoso a las personas con quienes trataba de ordinario, lo mismo que a sus amigos – pocos, pero de verdad –. Sabía disfrutar de unos dulces que le regalaban, o gozar, muy raras veces, con una invitación a tomar un chocolate santafereño con amigos muy cercanos. Pero esto era algo extraordinario, pues casi siempre rehusaba las invitaciones. Rechazaba los regalos de ropa que le hacían sus familiares y, a veces sus superiores, pero aceptaba de buena gana unas estampillas, especialmente del Vaticano, para su colección, que tenía un sentido histórico religioso.
Fue un consejero y un consultor de gran sabiduría. Los conceptos que, en su calidad de doctor en Derecho Canónico, emitía para la Compañía, para la Universidad y, en algunas ocasiones para los señores Obispos, eran de suma lucidez y claridad jurídica.
Como sacerdote fue fidelísimo a la celebración de la Eucaristía diaria y a la observancia de las rúbricas litúrgicas. En época reciente acudía a la Catedral Primada para la celebración de la Misa dominical, en la que los fieles apreciaban su recogimiento, su piedad y sentido de lo sagrado. Se iba a pie o en taxi, y regresaba tarde y fatigado para tomar su almuerzo.
El momento de su purificación final, y de su ascensión a la cruz, llegó con gran dolor para él, cuando tuvo que abandonar su oficio de Secretario General de la Universidad Javeriana, después de haber desempeñado este cargo durante más de 20 años, y dejar sus papeles, sus revistas, sus documentos, sus archivos. Fue un desprendimiento doloroso, intensificado por el hecho de tener que abandonar la que había sido durante muchísimos años su comunidad jesuítica de la Javeriana. En vísperas de su muerte, ya muy agotado, tuvo el consuelo y la alegría de recibir la visita del P. General de la Compañía de Jesús [P. Adolfo Nicolás, SJ] en su lecho de enfermo.
Sus exequias, celebradas en la Solemnidad de la Asunción de Nuestra Señora, un día de altísimo perfil cristiano, fueron vistas, desde lo exterior, como las de un jesuita y javeriano de bajo perfil. Todas las autoridades de la Universidad, el rector, los vicerrectores, el secretario general, varios decanos y empleados de la Universidad, el P. Provincial y el P. Socio, se hallaban en Medellín en el Congreso Internacional de Antiguos Alumnos de la Compañía. Aunque en las exequias se cumplieron todos los ritos que solemos emplear con nuestros sacerdotes y la liturgia estuvo cuidadosamente preparada y realizada con toda la dignidad y altura del caso, no hubo coro, ni gran cantidad de participantes. Lo acompañamos unos 25 sacerdotes que concelebramos la Eucaristía, y unos pocos familiares y amigos de la universidad y de la Compañía. En la celebración me vino a la memoria la sentencia latina “Sicut vita, finis ita”, “Como es la vida, así también la muerte”. Jaime había sido siempre sencillo; prefirió pasar su vida escondido, vivir a la sombra, oculto a la luz de los homenajes y de los honores, pero siempre abierto a la luz del Señor. Fue un jesuita de altísimo-bajo perfil. ¡Descanse en paz! “Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor”.
Referencia: Noticias de Provincia, N° 8, septiembre 2013, pg. 5-7.