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P. Rodolfo Eduardo De Roux Guerrero
+ Bogotá, 3 de diciembre de 2020
Nació en Cali el 21 de julio de 1925, en el hogar de don Gustavo de Roux y doña Eufrosina Guerrero. Tuvo tres hermanos: Gustavo, Miguel y María Teresa. Fue exalumno del Colegio San Juan Berchmans. Ingresó el 5 de enero de 1945 en Santa Rosa de Viterbo y emitió los primeros votos el 6 de enero de 1947; allí mismo hizo el Juniorado (1947-1948). Entre 1949 y 1951 realizó el Filosofado en Bogotá y volvió a Santa Rosa para la Etapa Apostólica (1952). Cursó la Teología en la Javeriana (1953-1956) y fue ordenado el 3 de diciembre de 1955. Hizo la Tercera Probación en Salamanca (1957) y emitió los últimos votos el 2 de febrero de 1962. Profundizó y enseñó Sagrada Eucaristía; impulsó la investigación sobre Lonergan; fue fecundo escritor teológico, poeta y novelista. De honda identidad jesuítica y gran acompañante espiritual. El P. Rodolfo se destacó, a lo largo de su misión apostólica, como profesor universitario. Se inició como profesor de ética y espiritual del Colegio San Ignacio (1957). Recibió su doctorado en Teología en la Gregoriana en 1960. Desde entonces, pasó a ser profesor de Teología Dogmática y Sagrada Eucaristía en Chapinero y la Javeriana. En esta Universidad sirvió, además, como Decano de Filosofía y Letras (1969-1970), Decano de Teología (1984-1986). Colaboró también en la Revista Theologica Xaveriana. Fue cofundador del grupo de investigación Cosmópolis sobre el pensamiento de Lonergan. Solicitado acompañante espiritual, poeta de profunda sensibilidad humana y teológica, así como prolífico escritor. De trato sumamente delicado, fue un hombre que vivió a cabalidad nuestro modo de proceder. Ya de avanzada edad en la casa San Alonso Rodríguez, resultó afectado por la pandemia del Covid-19.
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Semblanza
Por P. Germán Neira, SJ
Amor misericordioso que orienta
Algo que siempre estuvo presente en Rodolfo, en su vida de comunidad como jesuita y en su trabajo pastoral fue un estilo propio y personal de ‘amor misericordioso’, caracterizado por una gran delicadeza y cuidado por los que acudían a él. No había persona que acudiera a él (especialmente pobres o con problemas) que no fuera recibido con afecto y cuidado. La sabiduría que tenía como don de consejo, se fundamentaba en un amor misericordioso que no hacía distinción de personas ni de clases sociales. Tanto en su apostolado en distintos sitios, como a la casa de Chapinero, acudían muchas personas en busca de consuelo y orientación: cohermanos jesuitas, obreros, profesionales, hombres, mujeres, varios obispos, entre otros. Y se cumplía lo que Rodolfo decía en una de sus poesías: “A todos los llevo dentro, porque a todos los amé”.
Pasión por el ‘ser’ (conocer)
En la familia De Roux no había doctores, pero sí se daba una inquietud grande por estar informados y conocer sobre los diversos asuntos de la vida. Desde niño, Rodolfo fue muy aficionado a la lectura; entre sus recuerdos de lecturas están las Fábulas de La Fontaine. Hizo su primaria y bachillerato en el Colegio Berchmans. Tuvo como profesor al P. Tomás Galvis, SJ, quien descubrió sus cualidades literarias y lo animó a aprender a escribir; hizo un escrito que tituló ‘La muerte de mi máma Marcela’ (una señora que lo cuidó y lo cargó de niño…).
La afición a la literatura estuvo presente en toda su vida. El mismo Rodolfo decía que si no hubiera sido jesuita, hubiera sido literato. Rodolfo hizo los estudios de filosofía y teología (pregrado) en la Casa de Chapinero, con profesores que enseñaban en esa época la neoescolástica. Al terminar, fue destinado a Roma para hacer su Doctorado en Teología, con la finalidad de ser profesor en el Colegio Máximo de Chapinero. Estuvo en la Universidad Gregoriana de Roma de 1958 a 1960 y tuvo la gran oportunidad de tener contacto con muchos de los grandes teólogos que prepararon el Concilio Vaticano II: Juan Alfaro, Yves Congar, Stanislas Lyonnet, K. Rahner…; se encontró también personalmente con el gran teólogo canadiense Bernard Lonergan, con quien tomó un seminario sobre Cristología y quien fue su profesor-tutor para un ensayo de clase. La tesis de Doctorado se la dirigió el P. Charles Boyer, SJ y se tituló, El amor de Dios al hombre en San Agustín.
En febrero de 1961 Rodolfo empezó su enseñanza en la Facultad de Teología del Colegio Máximo en Chapinero, que duró 50 años hasta el año 2011, siendo profesor sin interrupción. Comenzó dando un curso de Cristología, tomando como base el texto de B. Lonergan; también enseñó Antropología Teológica; en 1963 dio su primer curso de Eucaristía, asignatura que estaría dando durante 48 años, hasta el año
2011. Además de su enseñanza teológica, Rodolfo fue el fundador en 1989 (junto con Mario Gutiérrez y Germán Neira) del Grupo de Investigación “Cosmópolis”, clasificado desde 2001 en Colciencias, con investigaciones muy serias sobre Bernard Lonergan, explicitando las posibles aplicaciones de sus aportes a análisis de problemas socioculturales de Colombia y América Latina.
Rodolfo fue autor en literatura de tres obras importantes publicadas. Dos poéticas: Vida que pasa (conjunto de tres libros, 1985) y Antología, (2017); una novela: El dolor de la tierra, en que describe el drama del mundo campesino, en una vereda de Sasaima (Cundinamarca). Estas dos obras fueron la base para ser nombrado ‘Miembro de número’ de la Academia Colombiana de la Lengua. En Teología escribió 11 libros y 22 artículos (en Theologica Xaveriana). Su obra teológica más importante son los dos volúmenes sobre Eucaristía: Compartir el pan, Vol. 1, Contexto histórico-litúrgico para una reflexión sobre la Eucaristía, 2018; y Vol. 2, La Cena con los Doce, 2019. Tal vez es el libro más actualizado y completo, escrito en español, sobre la Eucaristía, hasta el momento presente.
Trabajo en ambiente popular y con pobres
Desde su juventud (cuando era estudiante de segundo año de teología) Rodolfo comenzó su trabajo en ambiente popular con un grupo de jóvenes obreros del Barrio Siete de Agosto, inspirándose en la propuesta del P. Cardjin (sacerdote belga). Este grupo se conformó como JOC (Juventud Obrera Católica), siguiendo la metodología de ver, juzgar y actuar, así como el acompañamiento personal que ayudaba a convertir al grupo en una familia en que unos cuidaban de otros. Este grupo de unos 10 a 15 muchachos obreros, del que participaban no solo ellos sino sus familias, duró muchos años.
De otra parte, durante más de 10 años, Rodolfo estuvo yendo a la población de Sasaima (Cundinamarca) para colaborar con el Párroco en la celebración de las misas los domingos. A la vereda de Monterredondo (Guayabetal, Cundinamarca) estuvo yendo por más de 40 años en Semana Santa a celebrar las ceremonias, en un salón comunal del Colegio que tienen la Hermanas del Niño Jesús Pobre en esa vereda. Las ceremonias se hacían ordinariamente en forma popular, novedosa, de dramas en que los actores eran personas campesinas del Colegio y de las veredas. Rodolfo recibió la designación oficial, (con medalla) por parte del Alcalde de Guayabetal, como ciudadano de la localidad por su trabajo pastoral continuo de 40 años.
Referencia: Jesuitas Colombia, enero 2021, Pg. 55-56.
Huellas para recordar
Por Lía De Roux Rengifo
Para recordar a Rodolfo a algunos les bastará con repasar su biografía: Nacido en Cali, entró a los 19 años a la Compañía de Jesús, institución de la que hizo el sentido
de su vida siguiendo con afecto y entrega los postulados de San Ignacio. Licenciado en Filosofía y letras, doctorado en Teología en Roma, experto en Bernard Lonergan, profesor por 50 años en la Universidad Javeriana, Decano Académico de la Facultad de Filosofía y Letras, miembro correspondiente y de número de la Academia Colombiana de la Lengua, autor de libros y artículos de teología y literatura.
Otros lo recordarán por su especial intuición para descifrar los valores del alma campesina y fundirse en su vida sencilla; también por su profunda espiritualidad centrada en el amor a Dios; o por su manera de acoger, con un estilo propio colmado de delicadeza, a los que le pedían un consejo. Su eterna disposición para comprender la fragilidad y las miserias humanas volcándose con sabiduría a señalar caminos de esperanza, dar una palabra sanadora, apoyar a los que se encontraban en dificultades y cobijar su dolor sin distingos de clase ni condición.
Yo recuerdo a Rodolfo en toda su magnitud a través de su poesía. Porque en la poesía queda plasmada el alma del poeta: sentimientos, intuiciones, anhelos, evocaciones, preguntas y nostalgias. En sus poemas reconozco su espíritu, su experiencia personal en el mundo, su dimensión interior, su manera de transitar los días. “Si no hubiera sido Jesuita, hubiera sido literato” decía, quizá sin ser consciente de que la dimensión lírica constituyó en él un sentido dominante. Fue a través de la palabra creadora y su musicalidad que manifestó su esencia, sus sentimientos más íntimos y plasmó las huellas de su camino en el tiempo:
Traigo un camino enredado en el alma y en los pies…
En esa aventura hacia lo absoluto, hacia el encuentro con el Otro y los otros, convertida en poesía, expresó la magnitud de su fe religiosa. Fe en un más allá manifestada con esperanza y al mismo tiempo con incertidumbre, una fe que no excluye la pregunta:
(…) Un corazón ardido de tu sed insaciable; una estrella, tu estrella inmediata y distante; y mis pasos presurosos e inciertos.
Amor que me llevas lejos. Amor que me vas llevando. ¿A qué playas? ¿A qué puerto? Sólo tú sabes.
Sus versos me señalan la manera como el paisaje avasallaba su espíritu sensible, dándole un placer estético de dimensiones profundas que lo integraba con el Todo:
Por los sentidos ávidos la melodía del paisaje, en lluvia mansa, me va empapando inadvertidamente El alma.
(…) Ya comprendí paisaje, que en tu esplendor de pájaros y brisas, vuela mi sonora alegría.
Así mismo acude a mi memoria a través de las personas amadas y los momentos con ellas compartidos, que marcaron el mapa de su afectividad:
Como el viejo guayabo liso y duro, que domina en el parque ¡mi corazón lleva tatuados tantos nombres en su corteza¡
(…) ¡Cuántas cosas, cuántos rostros En mi camino encontré! A todos los llevo dentro Porque a todos los amé.
Cuando hayamos partido los que estuvimos cerca, otros que no conocieron personalmente a Rodolfo, podrán también encontrarlo en su poesía, reflejo de lo que fue. Porque al morir se deja como dice Unamuno “un esqueleto a la tierra, un alma y una obra a la historia”. Es esta la forma de demostrar que se ha vivido de una manera particular la vida que pasa y se deja una huella en la vida que queda.
Referencia: Jesuitas Colombia, enero 2021, Pg. 54-58.