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P. Alfonso Llano Escobar
+ Bogotá, 2 de diciembre de 2020
El P. Alfonso nació en Medellín el 21 de agosto de 1925. Fueron sus padres don Alejandro Llano y doña María Escobar; tuvo cinco hermanos. Sus estudios de secundaria los realizó en el Colegio San Ignacio de Medellín. Ingresó en el Noviciado de Santa Rosa el 17 de abril de 1941 e hizo los primeros votos el 25 de abril de 1943; allí mismo hizo el Juniorado (1943-1946). En Bogotá estudió la Filosofía (1947-1950) y luego en Santa Rosa hizo la Etapa Apostólica (1951-1952). Cursó la Teología en Bogotá (1954-1957) y fue ordenado en esta ciudad el 3 de diciembre de 1956. En 1959 hizo la Tercera Probación en La Ceja; el 15 de agosto de 1960 emitió los últimos votos. Profesor de ética y teología moral, animador espiritual y guía pastoral en la Facultad de Medicina de la Javeriana; pionero de los estudios de bioética; amplio influjo apostólico a través de sus columnas periodísticas. Luego de su paso por la formación de los nuestros en el Noviciado (1958-1960) y el Colegio Máximo (1963-1967), la vida apostólica del P. Alfonso se concentró en el campo de la enseñanza de la ética y la teología moral (1970-1977). Su presencia en las ciencias de la salud en la Javeriana fue significativa: Decano del Medio en Ciencias de la Salud (1977), Decano del Medio en Medicina (1979-1986), director y fundador del Instituto de Bioética y de CENALBE desde el año 2000, el cual fue un gran aporte para el país. Fue, además, presidente de la Federación Latinoamericana de Bioética (1993), profesor de ética médica en la Universidad Militar Nueva Granada y colaborador en otras instituciones de bioética (1994-2008). También sirvió como capellán del Palacio de Nariño. Como columnista del diario El Tiempo ayudó a muchas personas a madurar en la vivencia de su fe. Falleció por el peso de su avanzada edad.
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Mi profesor de ética, moral y bioética
Por P. Gilberto Cely Galindo, SJ
He conservado memoria feliz y agradecida de mis profesores, desde mis 6 años cuando comencé los estudios primarios en la escuela de mi pueblo, transportándome en anca de un caballo conducido por mi hermano quien ya tenía 9. Vivíamos en una hacienda, a una hora de distancia, sin carretera. Llevábamos el almuerzo en portacomidas que más de una vez intentó llegar primero que nosotros dando saltos sobre las piedras y los matorrales. Y más que al hambre acumulada le temíamos al tremendo regaño de mi mamá. La señora Dorita fue mi primera maestra y segunda madre consoladora de mis llantos y pataletas. Tardíamente me enteré que Dorita se llamaba Dorotea.
El P. Alfonso Llano Escobar, con doctorados en filosofía y en teología, fue mi profesor de ética, al comienzo del año 69, cuando yo cursaba estudios de filosofía en la Universidad Javeriana. Y en el 74 recibí sus clases de teología moral. Yo no fui muy buen alumno, pero tuve la suerte de haber gozado de su amistad por su generosidad y de haberme sentido cercano de los temas de sus dos asignaturas. Los intereses del padre Llano se deslizaron poco a poco hacia la bioética, en la medida en que se fue involucrando en la formación de los profesionales de la salud humana, primero como asesor espiritual, luego como Decano del Medio Universitario en la Facultad de Medicina de la Javeriana y posteriormente como gestor de la docencia ético-moral de la Asociación Colombiana de Facultades de Medicina ASCOFAME.
Viajó después a Washington a realizar una especialización en la Universidad Georgetown, en el Kennedy Institut of Ethics. Allí tradujo al español el libro “Bioética. Principales Problemas” de Andrew Varga. Y se apasionó con la bioética. Claro, con la bioética de sesgo clínico, de corte anglosajón, porque coincidía con las querencias de sus experiencias laborales recientes con sus médicos del alma. Su pasión lo condujo a divulgarla por Centro América, Las Antillas y Sur América. Impartió conferencias, cursos, escribió artículos en revistas, fundó en Argentina y presidió durante varios períodos la Federación Latinoamericana y Antillana de Instituciones de Bioética FELAIBE, luego el Centro Nacional de Bioética CENALBE, con su Revista Selecciones de Bioética, y posteriormente la Asociación Nacional de Bioética ANALBE (de corta vida). Apoyó la fundación del Instituto Colombiano de Estudios Bioéticos ICEB, ahora adscrito a la Academia Nacional de Medicina de Colombia. Organizó, con gran éxito, varios congresos internacionales de bioética en diferentes países. Por sugerencia mía, vinculó durante varios años CENALBE al Instituto de Bioética de la Universidad Javeriana y, siendo su director echó a andar una especialización en bioética. Su gran preocupación fue apropiarle fundamentación epistemológica a esta nueva disciplina académica.
Al padre Alfonso Llano, además de su afecto y respeto que han sido recíprocos, le debo gratitud permanente por haberme acogido como alumno en ética, teología moral y bioética, sin mayores méritos de mi parte. Me hizo compañero en los eventos que organizaba, en las instituciones que iba impulsando y en muchos de sus viajes. Insistió en que me pasara a trabajar con él en CENALBE, pero mi lealtad a la Javeriana impidió que yo asumiese esa responsabilidad.
Además de persona docta en humanidades, era muy reconocido por su sabiduría espiritual y facilidad para construir amistades. Muchas personas de todas las clases sociales lo consultaban por buen consejero y servicial en los quehaceres pastorales. Distribuía entre los pobres las limosnas que recibía de sus amigos pudientes. Y sus últimos años los dedicó más a la docencia y publicaciones de cristología de vanguardia que a la bioética, ocupaciones que no pocos contratiempos le trajeron con la ortodoxia teológica.
También le agradezco al querido Alfonso que no me hubiese anatematizado del todo por mis tercas convicciones acerca de una visión global de la bioética, más allá de la suya restringida a la salud humana. Muchos debates sostuvimos sobre ello. Comenzó a cambiar de posición a partir de la visita que le hicimos al Dr. Van Rensselaer Potter, en la Universidad de Wisconsin USA, personaje reconocido como padre de la bioética y quien nos regaló autografiado su libro más apreciado “Global Bioethics”.
Mi osadía ha sido mayor cuando propongo que la bioética es el nuevo nombre de la ética, porque sale a su rescate con el propósito radical de cuidar la vida humana y la del planeta porque están entrelazadas en mutua dependencia. Vidas que con nuestra demencia estamos amenazando de muerte. La ética tradicional ha demostrado su insuficiencia o ineficacia, pues no de otra manera se explica que nuestra especie sea ecocida y suicida, tan irracional y antiética en el manejo de tantos y excelentes recursos que nuestra inteligencia nos provee para el buen vivir. El prefijo griego bios que el pastor luterano Fritz Jahr agregó al éthos, en la Alemania de 1927, en medio de las dos guerras mundiales más homicidas, y que el bioquímico investigador en cáncer de la universidad de Wisconsin, en 1970, Van Rensselaer Potter propuso a la comunidad científica como Bio-ethics, es un nuevo grito ético global a favor de la vida toda: biológica y cultural.
Finalmente, reitero mi afecto a mis maestros, desde Dorita que me enseñó lectoescritura, hasta al padre Alfonso Llano, quien me llevó en su corcel hasta la bioética. ¡Que Dios los tenga en su reino!
El Alfonso Que Yo Conocí
Por Manuel Alberto González
Escribo estas líneas cuando ha pasado poco más de un mes de la partida de Alfonso Llano y creo que, de una u otra forma, por medio de las palabras le regresaré a la vida. Cuando le conocí ya era el reputado
sacerdote jesuita que muchos admiraban y respetaban: decenas habían sido sus alumnos, centenas sus lectores y otros tantos sus amigos. En ese tiempo, yo era un bachiller ingenuo que soñaba con una carrera de humanidades, ignorante en ese momento de que ese camino me llevaría a los confines de la Bioética.
Alfonso siempre fue franco en su amistad y cariño para conmigo. Siempre estuvo interesado en mis progresos académicos y con regularidad confrontábamos opiniones sobre los deberes y evaluaciones académicas que debía afrontar. En este periodo de tiempo supe que, aparte de sus gustos por la Teología y la Bioética, existía en él otro interés equivalente a los saberes citados: la Literatura. La afición por las grandes narraciones y los intensos relatos nos unió aún más, pues, aunque yo estudiaba Filosofía, me apasiona totalmente la literatura.
Esta pasión se vio prontamente igualada por otra que también compartíamos de forma intensa: el Cine. Muchas y diversas cintas vimos juntos. Al final de ellas y al calor de un café o un chocolate con su respectivo postre, intercambiábamos opiniones sobre la película vista y planeábamos, antes de regresar a nuestros respectivos domicilios, cuál sería la siguiente que apreciaríamos.
Todo esto que estoy contando es de conocimiento de nuestro circulo, mas poco aporta a un panegírico de Alfonso. Entonces, he de referirme al tiempo de las polémicas públicas por sus artículos y opiniones. Yo lo viví con él y sé con certeza que fue una época difícil y triste; incluso, por momentos, llegó a eclipsarle su franca y tradicional sonrisa. En medio de tan aciagos periodos, algo sí era claro: compartieras o no sus planteamientos, éstos no te dejaban indiferente. Al capotear esas turbulencias, siempre admiré de él la valentía al defender sus ideas; su pensamiento formado de manera excelsa le respaldaba en sus convicciones. Nunca rehuyó y siempre dio la cara a las polémicas que se generaban.
Encontró un remanso de paz en la Bioética: grato saber que le importó, la cuidó y la vio florecer en el país. Sus nociones de calidad de vida y de dignidad humana, por las que también será recordado, hicieron de él un embajador más de Colombia ante el mundo. Bajo su tutela yo también llegué a la Bioética, que fue un complemento para mi formación humanística; allí Alfonso, quien había sido mi amigo, pasó también a convertirse en mi maestro. Ahora teníamos un nuevo tema en común. Recuerdo muy bien, en un viaje a España, cómo tocábamos temáticas en común, junto a muchos otros, en las salas del Museo del Prado. Contemplando a los grandes maestros allí expuestos, los temas y las polémicas teológicas, la literatura y la historia confluían de forma natural.
Ahora bien, si hubo momentos difíciles para él, yo también los tuve y Alfonso estuvo allí conmigo como amigo y como sacerdote. Por citar un ejemplo, cuando me apoyó irrestrictamente al perder a mi madre ofició sus exequias y me dirigió consoladoras palabras en tan inmenso dolor;
incluso, me acompañó en silencio en varias oportunidades, pues ante tal pérdida las palabras sobraban. Pasaron los años junto con otras diversas dificultades. Tiempos difíciles llegaron para ambos, pero él se mantuvo firme y siempre me tendió la mano.
Me queda la tranquilidad de que, de una u otra forma, yo pude retribuirle algo de lo que él hizo por mí a lo largo de nuestra amistad. Aunque nunca podré pagarle ni agradecerle lo suficiente por creer en mí, puedo decir con la frente en alto que yo, en sus tiempos finales, literalmente le di la mano, e incluso el brazo, para apoyarse y ponerse en pie, o simplemente para acercarle un libro, sus audífonos, su bastón o un poco de comida. Permanecí con él en silencio, como otrora lo hizo conmigo. Lo veía leer, orar, decir misa o sencillamente descansar. Allí vi al hombre en su más clara naturaleza: no la de amigo, no la de sacerdote, sino la de un ser humano que culmina su ciclo vital para fundirse con su origen, con su Creador.
Creo que Alfonso se fue en su ley, convencido del Camino elegido. Un poco incomprendido por el mundo, pero con la seguridad de que, en esos silencios compartidos, yo fui su agradecido amigo. De una u otra forma, junto al recuerdo de sus amigos, y de quienes lo quisimos de verdad, sus enseñanzas públicas, privadas y académicas le sobrevivirán. Algunos verán en tales lecciones una forma distinta y quizás más asequible para su propia fe. Otros lo recordarán por sus aportes a la historia de la Bioética y unos cuantos más, yo incluido, recordaremos que, tras su sonrisa franca y actitud paternal y piadosa, había una certeza inquebrantable en su sacerdocio y en todo lo que ello implicó para su vida.
Referencia: Jesuitas Colombia, enero-febrero 2021, Pg. 78-80.
Hasta pronto padre Llano
Por Yamid Amórtegui
El primer contacto con el padre Alfonso Llano lo tuve en el 2011, a través de un correo electrónico, cuando era estudiante universitario y estaba a pocos meses de graduarme. Con la amabilidad que lo caracterizó, el padre me recibió en su oficina de CENALBE y se fue creando una bella amistad en torno a la espiritualidad ignaciana. A partir del acompañamiento espiritual fui invitado a participar de los cursos sobre cristianismo que él dictó por varios años en las instalaciones del CIRE. Las clases tenían como centro a la persona de Jesús. Creo que el reto que él se propuso durante el tiempo que nos acompañó fue demostrar que Jesucristo es alguien cercano, que está al lado de todos, especialmente de los más vulnerables. Para quienes hicimos parte de sus clases, estas fueron un espacio para dejar las cargas de la semana, para reír, compartir y profundizar en una fe adulta y crítica, que diera cuenta de la época en la que nos encontramos.
El padre Llano se destacó por ser un hombre de avanzada. En su biblioteca personal tenía una colección de teología muy actual,
la cual compartió con sus estudiantes en los cursos de cada semestre. Fue un sacerdote apasionado por la docencia. Algunos meses antes de su muerte, organizó las últimas charlas para sus amigos cercarnos. La última, que nos dictó el 18 de febrero de 2020, fue sobre la voluntad de Dios. Con un lenguaje sencillo, alejado de los tecnicismos teológicos y litúrgicos, nos explicó que la actitud principal de la vida es la fe, ya que esta nos acerca a Dios; también nos motivó a entender que la existencia de cada uno debe estar en función de Jesucristo. Este fue el último día que lo pudimos ver en persona. Luego, iniciaron la cuarentena y las restricciones a la movilidad y, a pesar de todo, nos mantuvimos en contacto por medios virtuales.
Dos ideas del padre Llano me marcaron profundamente. La primera tiene que ver con la importancia de la conciencia, aquella voz interior que nos da las pautas para actuar frente a cualquier situación. Como lo afirma en su texto Primacía de la conciencia: “La conciencia de la persona adulta tiene la primacía sobre las demás instancias en los juicios de conciencia que se refieren a las acciones por realizar”. En sus cursos y en los encuentros personales que tuvimos, siempre recalcó la importancia de tomar las decisiones con libertad, haciendo discernimiento, consultando a personas que supieran de los temas, pero al final, sabiendo que toda decisión debe corresponder a nuestras creencias. En medio de un mundo lleno de ruido y palabras vacías, nos enseñó que no debemos dejarnos llevar por lo que creen los demás, siempre debemos respetar lo que la conciencia nos dice y estar tranquilos ante las decisiones que tomemos. La otra idea tiene que ver con la forma de afrontar los inconvenientes de la vida. Constantemente nos recomendó hacer todo lo que estuviera a nuestro alcance para superar los problemas de salud y solucionar cualquier dificultad, sabiendo que al final los resultados se dejan completamente en manos de Dios.
Recuerdo cuando hablamos sobre la suspensión definitiva de su columna dominical “Un alto en el camino”, que fue una de las cosas que más satisfacción le trajo a lo largo de la vida, pero que también le acarreó algunas dificultades debido a sus posturas teológicas. Frente a este acontecimiento el padre Alfonso me enseñó que se debe llegar hasta la última instancia, sabiendo que hay un tiempo para callar, para aceptar la voluntad de Dios, estar en paz y seguir adelante, aunque las cosas no salgan como nosotros deseamos. Ante esta prueba tan dura de la vida, el padre siguió las palabras de san Ignacio cuando en los ejercicios espirituales le dice al Señor: “Dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta”.
Habría tanto por recordar del padre Alfonso: su sonrisa, la palabra amable para todos, su amor por la Compañía de Jesús y la Iglesia Católica, su cercanía y apoyo a los pobres, su vitalidad. Sin importar el día de la semana, siempre estuvo disponible para apoyar a los enfermos y dar la bendición a quienes la necesitaban. Fue un hombre cálido que trataba a las personas como si fueran amigos de toda la vida. Siempre nos aconsejó que estuviéramos felices y disfru-
táramos de la vida. En alguna de sus charlas hablamos sobre la muerte y todos decíamos que era un paso muy difícil y triste. Ante esto, él reconoció que, por supuesto, cualquier muerte significa un vacío grande para los que se quedan; no obstante, recuerdo su cara de felicidad cuando nos explicaba que morir es “pasar a Dios”, estar en su presencia y saber que un día todos nos encontraremos en algún lugar al que muchos llaman Cielo. Al escribir este texto, me viene a la memoria cuando nos contó que él ya estaba preparado y sentía felicidad por acercarse a este último momento. Solo queda por decir hasta pronto y gracias.
En todos aquellos que lo conocimos dejó una huella imborrable. Sus palabras, su amor por la vida, su recomendación de ayudar a los más pobres y su fuerza para asumir las adversidades nos mostraron a un Dios que acoge y acepta a todos. Con la fe crítica que él me enseñó, tengo la esperanza de que un día yo también “pasaré a Dios” y podremos seguir compartiendo la existencia. Mientras tanto, en mi oración diaria repetiré las palabras con las cuales cerró cada una de sus clases: “Acompáñanos Señor que ya atardece, sé nuestro compañero en el camino de la vida. Parte para nosotros el pan y danos tu santa bendición”.
Referencia: Jesuitas Colombia, enero 2021, Pg. 49-53.