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P. Gonzalo Amaya Otero
+ Bogotá, 25 de noviembre de 2020
Nació en Chía (Cundinamarca) el 7 de febrero de 1929, en el hogar de Gonzalo Amaya y Juanita Otero. Tuvo dos hermanas: Luz Marina y Clara (religiosa de las Hermanitas de los Pobres), ya fallecidas. Ingresó en el Noviciado de Santa Rosa de Viterbo el 31 de octubre de 1944 y emitió los votos del bienio el 13 de noviembre de 1946. En esa casa realizó el Juniorado (1947-1949) y luego en Bogotá hizo el Filosofado (1950-1953). Cursó la Teología en Chapinero (1957-1960) y fue ordenado sacerdote el 3 de diciembre de 1959. Realizó la Tercera Probación en La Ceja en 1961. Emitió los últimos votos el 15 de agosto de 1970. Pastor en varias parroquias, en buena parte en el Magdalena. Apacible, sonriente, cercano de los pobres, discreto guía espiritual. Generoso modelo de acogida y consejería fraternal. El P. Gonzalo inició su vida apostólica en la formación de los nuestros, fundamentalmente como espiritual de los Juniores (1964-1972) y como ministro de los mismos. Después pasó a la Parroquia de Villa Javier, en la que fue vicario (1976) y posteriormente superior y párroco (19771979). Antes de regresar a esta comunidad y parroquia de Villa Javier, de nuevo como párroco (2000-2011) y como colaborador hasta el 2020, prestó sus servicios en otras parroquias de la Provincia: fue superior y párroco del Sagrado Corazón en Barrancabermeja; superior en Cartagena y párroco de Santa Rita, así como asesor de Fe y Alegría, de la JTC y del Círculo de Obreros de esa ciudad; y párroco de El Señor de los Milagros en Aguablanca-Cali. Su labor en las parroquias se caracterizó por una estrecha cercanía y sensibilidad por los pobres. Esta labor pastoral la complementó con el acompañamiento espiritual de religiosas y jesuitas, lo cual realizó con cariño, sencillez y generosidad sobresalientes. De igual manera, fue un apóstol dedicado a los Ejercicios Espirituales, para lo cual fue bastante solicitado. El peso de los años lo llevó a la
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enfermería de San Alonso Rodríguez, donde resultó positivo por Covid-19. Sin duda, fue un hombre que encarnó plenamente el carisma de nuestro padre Ignacio.
Un hombre profundamente bueno: Gonzalo Amaya Otero, SJ
Por P. Pedro Nel Ortiz Lozano, SJ
Que me acuerde, vine a conocer a Gonzalo después de su ordenación sacerdotal; mi hermano Gonzalo me decía que cuando él estaba trabajando en el Colegio San Luis Gonzaga de Manizales, Gonzalo Amaya hacía su tiempo de magisterio, se ayudaban, hacían el examen juntos. Después de su ordenación y últimos votos, los superiores vieron su carisma de acompañante de jóvenes jesuitas; fue así que sus estudios de espiritualidad en Roma se vieron truncados por la necesidad de atender a nuestros jóvenes escolares. Fueron días difíciles para la Iglesia y la Compañía después del Concilio Vaticano II: se soltaron las amarras y vino una deserción abundante de nuestros jóvenes jesuitas en las distintas etapas de la formación. Prácticamente se cerró el filosofado. Se habían formado pequeñas comunidades de estudiantes y Gonzalo estaba como acompañante de una de ellas, situada cerca de la Parroquia de San Javier en Bogotá. Esto hacía que nos viéramos con frecuencia y que nos ayudara en la pastoral parroquial. Por ese tiempo, durante cuatro años, yo trabajaba en el Cinep pero vivía en San Javier. Como dice el refrán, si en la casa de jóvenes llovía en el Cinep no escampaba: época de la visita del P. MacGarry, reorganización de la institución, salida de la Compañía de algunos de sus miembros.
Para mí fue la apertura del apostolado parroquial en la Misión del Río Magdalena: Puerto Wilches, Sabana de Torres, Barrancabermeja, Comisión de Vida y Paz… Por esos años llegó Gonzalo Amaya como superior y párroco del Sagrado Corazón en Barrancabermeja, se fue acrecentando nuestra amistad a través de la conversación fluida acerca de distintos tópicos, no solo espirituales y pastorales sino también políticos y sociales. Gonzalo, “hombre profundamente bueno”, se relacionó con muchísimas personas del clero de la diócesis, de la vida religiosa y laicos muy comprometidos en el contexto socio-político y cultural de la región. La gente lo apreciaba muchísimo y le tenía plena confianza; siempre estuvo disponible para ayudar, servir, acompañar. Después de seis años fue destinado a Cartagena como párroco del Santuario de San Pedro Claver y superior de la comunidad; allí creó lazos de amistad y de bondad a su alrededor con el mismo modo de proceder. Finalmente volvió a Bogotá para ser colaborador de la Parroquia de San Javier.
Jocosamente decíamos que Gonzalo era “paraformador”, sobre todo de la vida religiosa femenina: no se negaba a ofrecerles generosamente los Ejercicios de San Ignacio. Yo aprovechaba esos tiempos para acompañarlo y hacer mis propios Ejercicios bajo su dirección. Algún día le llegué a decir que esos eran los mismos del año pasado; al año siguiente me mandó decir que
los había cambiado y nuevamente volví a su magisterio sencillo, alegre, hecho vida en su propia vida.
Gonzalo sufría de diabetes y su sistema respiratorio era frágil, de forma que se vio la necesidad de trasladarlo a la enfermería de San Alonso Rodríguez. Sin embargo, no dejaba de ir los domingos a San Javier a celebrar la misa de las 12 del día y a confesar, hasta que llegó la hecatombe: se contagió de Covid-19. Sus últimos días estuvo muy sensible; empezó a sentir los pasos de la hermana muerte y comenzó a despedirse con lágrimas de sus amigos. Yo no lo sentí tan delicado de salud: aunque tenía dificultades para hablar, me parecía que se mantenía estable, resistiendo los fuertes antibióticos que le suministraban para vencer la neumonía que lo acompañaba.
Dios lo necesitaba junto a sí para verlo cara a cara, para hacerlo más profundamente bueno de lo que siempre había sido y para que su bondad se hiciera más universal y más incluyente cada día. Hasta luego al amigo siempre fiel, intercesor permanente con el Hijo y la Madre ante el Padre-Madre de la humanidad.
Referencia: Jesuitas Colombia, enero 2021, Pg. 33-35.