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P. Álvaro González Sánchez

+ 27 de diciembre de 2014

El 30 de mayo de 1923 nació Álvaro González en la población de Albán, Cundinamarca. Sus padres, don Enrique González y doña Josefina Sánchez, tuvieron en total nueve hijos, dos mujeres y siete hombres, dos de los cuales fueron jesuitas: Álvaro y Gustavo, quien murió el 21 de marzo de 1974 a los 56 años de edad y 41 de Compañía. Entró en el Noviciado de Santa Rosa de Viterbo el 7 de julio de 1939 e hizo los primeros votos el 15 de agosto de 1941. En la misma casa hizo el Juniorado durante los dos siguientes años, y luego se trasladó a Bogotá donde terminó la Filosofía en 1949; hecho su Magisterio en el Colegio San Bartolomé La Merced (1950-1952), realizó la Teología en la Javeriana entre 1953 y 1956, fue ordenado sacerdote en Bogotá el día 3 de diciembre de 1955. Realizó la Tercera Probación en Santa Rosa y La Ceja (195758) y emitió los últimos votos el 15 de agosto de 1981 en Bogotá.

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Lector incansable, religioso fiel a su vocación, humilde, amable, equilibrado y cordial, fue además buen consejero y admirable compañero. Se entregó de lleno a su ministerio, el cual desempeñó inicialmente en los colegios San Pedro Claver de Bucaramanga, como prefecto (1959), y Mayor de San Bartolomé de Bogotá, como rector (1961-1967). Sin embargo, a partir de 1970 y hasta el momento de su muerte acaecida el 27 de diciembre de 2014, el P. Álvaro gastó su vida de jesuita en la Universidad Javeriana, a excepción del período comprendido entre 1979 y 1983 cuando fue rector de San Bartolomé La Merced. Su paso por la Javeriana no fue desapercibido, de manera particular mientras fue Decano del Medio Universitario de la Facultad de Ingeniería, cargo que desempeñó durante 18 años: “Llevaba en las entrañas el Medio Universitario, y su estilo de trabajo fue la cura personalis, es decir, el acompañamiento personal y el interés por apoyar a cada

uno según tiempos, personas y lugares, como San Ignacio”, palabras del P. Jorge Humberto Peláez, SJ, rector de la Javeriana, en la homilía de exequias del P. Álvaro. Como Decano del Medio disfrutaba participar en las actividades de los estudiantes y egresados, además no dudaba en actuar como defensor de los estudiantes frente a las rigideces de algún docente. Desde el año 2001 sirvió como Asesor Espiritual en la Vicerrectoría Administrativa, “atendiendo con profunda sensibilidad humana y sacerdotal al numeroso personal que trabaja en las dependencias de esta Vicerrectoría.” (P. Peláez).

El P. Peláez también resalta algunos de sus rasgos vitales: “El P. Álvaro tenía una apariencia adusta, seria, la cual, para el que no lo conocía, podía significar lejanía. Sin embargo, la realidad era otra: fue un hombre muy cercano a los estudiantes, egresados, profesores y personal administrativo.” Aunque era un hombre de aguda inteligencia práctica, metódico y organizado, evoca el P. Peláez, era un hombre profundamente creyente que animaba a quienes lo rodeaban diciéndoles: “Dejen el pasado arropado por la misericordia de Dios; vivan el presente en el amor de Dios; y miren hacia el futuro confiados en la Providencia”.

Referencia: Noticias de Provincia, N° 1, enero 2015, pg. 5-6.

Ante las cenizas de Álvaro González, SJ

Por Marco Tulio González, SJ

Cuando el jueves 22 de enero, en las horas de la noche, me topé en la capilla con la urna funeraria que contenía un puñado de cenizas como recuerdo de la vida corporal de Álvaro, no pude menos que pensar en la paradoja evangélica de que el que “arriesga su vida por la causa de Jesús, tenga la seguridad de salir ganador”. Consoladora esperanza de que la exaltación pascual está llegando a una existencia comprometida con la construcción del Reino. El quinto evangelio según la versión de Álvaro terminaba en esas cenizas listas para resucitar. Con ojos humanos, “perdió” sus 90 años entregados a la causa de Jesús, y ahora el mismo Jesús lo estaría presentando al Padre para sellar con un abrazo su fidelidad a la causa del Reino.

Mal contados, conviví con Álvaro cerca de 25 años. El jesuita con el que más he convivido a través de estos años en la comunidad de la Javeriana. No lo considero ni un colega ni un amigo sino fundamentalmente un hermano. Puedo dar testimonio fervoroso de su capacidad de fraternizar que se manifestaba en el día a día del roce comunitario. Se daba sin cortapisas, sin prejuicios y sin condiciones. Adivino que se fue con las alforjas llenas de confidencias y de secretos y que ahora, levantado el sigilo, los comentará con San Ignacio para interceder ante Dios por sus hermanos de la tierra.

Álvaro fue un jesuita del común que vivió con radicalidad y sencillez la propuesta evangélica y que se dejó hormar con el proyecto ignaciano de “amar y servir”. Un jesuita que trasegó por innumerables caminos y oficios sin vitrina, sin pasarela y sin micrófono porque era un hombre sencillo y sin pretensiones de ser grande. Un religioso transparente y sin trastienda. Consciente de que su “ego” confinaba con las realidades de su propia realidad. Su autoestima nunca sobrepasó esas fronteras de los límites trazados por Dios a su proyecto de vida. En todas las tareas y oficios que le fueron encomendados se destacó por su desempeño en una penumbra silenciosa propia de los prudentes y de los discretos. Nunca le vi presumiendo ni alardeando de sus hazañas. Era consciente de que lo importante en la vida no son los pasos dados, ni los años pasados, sino la calidad de las huellas que hemos dejado.

En todos los escenarios de su acción dejó huellas imborrables. Prueba de ello fueron las reacciones de todos los que tuvieron el privilegio de encontrarse con él en alguna de las muchas encrucijadas que frecuentó. A través de Álvaro, Dios cambió muchas lágrimas en sonrisas, muchas tristezas en alegrías y muchos problemas en bendiciones. Así construía el Reino de Dios en este mundo y escribía historia de salvación.

Álvaro fue un gran lector. Vivía al día con los best-sellers. Yo mismo heredaba libros que él consumía y que dejaba subrayados. Álvaro se llevó mucha historia y mucha imaginación. Su sentido de pertenencia lo llevó a estar al día de la historia contemporánea de Colombia, y también de la historia oficial y no oficial de la Provincia. Se llevó en densas galeras más de 75 años de historia de la Compañía. Sus intereses culturales se caracterizaban por la versatilidad de los mismos.

Hombre de firmes principios y convicciones, no se dejaba llevar, sin embargo, por beligerancias destructivas del tejido social de sus círculos de trabajo y de comunidad. Se distinguía por su ecuanimidad y por el profundo respeto de las ideas y de las conductas ajenas, aun en aspectos evidentes, a no ser que se tratara de defender sus más íntimas creencias. Muchos de los amigos comunes comparten conmigo su respetuosa actitud ante las diferencias y las diversidades. Atraía amigos de otras veredas de la vida con su actitud ecuménica. Álvaro era un hombre muy humano, siempre dispuesto a la cercanía con todo tipo de personas sin acepción (los últimos años en la Universidad los dedicó a los sencillos que trabajan en servicios más artesanales y menos académicos). A todos les seguía su trayectoria y los acompañaba con su compasiva mirada. Todo acontecer lo hacía pasar por el tamiz del evangelio.

Alguna vez le oí una frase de Pablo VI, que parece era su motto como educador: “existen muchos profesores, pero pocos testigos”. Sin exagerar, en todos los cargos que ejerció, sentó cátedra de humanismo cristiano, sin palabras, pero con su vida y comportamiento con las personas a su alcance. Dejó sin duda huellas imborrables

por todos los caminos de su asendereada vida: el Secretariado Permanente del Episcopado Colombiano (SPEC), la confederación de Colegios Católicos (CONACED), la Confederación Interamericana de Educación Católica, los dos colegios de San Bartolomé donde se desempeñó como rector, y para culminar, la Universidad Javeriana (Departamento de Admisiones, Pastoral y Decano del Medio Universitario de la Facultad de Ingeniería). Miles de estudiantes recogieron su legado como educador siempre cercano, llamando con nombre propio a todos y siguiendo paso a paso la historia que sus estudiantes escribían.

La parábola evangélica de El Buen Samaritano sirva para cerrar este recuerdo fervoroso del que fue mi hermano en las lides educativas. En la parábola encontramos en paralelo dos éticas: la ética de la observancia, de los reglamentos, en los dos dirigentes religiosos, y la ética de la solidaridad en el marginado samaritano. Creo que un educador como Álvaro conjugó admirablemente esos dos caminos en su función de acompañamiento y cercanía. Toda energía dirigida a formar ciudadanos cristianos integrales. Dios lo tenga en su gloria.

Referencia: Noticias de Provincia, N° 1, enero 2015, pg. 7-8.

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