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P. Javier Osuna Gil
+ Bogotá, 24 de agosto de 2015
Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos reconforta en todas nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos dar a los que sufren el mismo consuelo que recibimos de Dios. 2Co. 1, 3-4
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Este texto bíblico de la Segunda Carta a los Corintios fue uno de los más amados y vividos por Javier. Su vida, sus gestos, sus detalles y palabras, fueron entera manifestación del Espíritu del Señor Jesús consolando a sus amigos. Así lo evoca el P. José Roberto Arango, SJ en la homilía de las exequias de este inolvidable hermano nuestro, que fue amigo, consejero, acompañante, cómplice, compinche y, ante todo, maestro en el oficio de consolar: “¡Cuántos de nosotros sentimos esa palabra suave y profunda de Javier, que no sólo nos reconfortaba sino que nos ponía en camino de mayor unión con Dios, ayudando a Cristo mismo con sus palabras y acogida a abrirnos los ojos y reconocer a Aquel que fue el amor de su vida!” Estas palabras salidas del corazón dan perfecta idea de quien fue Javier entre nosotros.
Sus padres, don Vicente Osuna y doña Tulia Gil, lo vieron llegar a este mundo el 13 de noviembre de 1931 en la ciudad de Medellín. Tuvo tres hermanos: Gabriel y Raúl ya fallecidos, y Héctor, quien fue jesuita y sin duda amigo entrañable y carísimo de Javier. Bachiller del Colegio San Ignacio de Medellín y estudiante de medicina de la Javeriana, con 19 años de edad ingresó a la Compañía en el Noviciado de Santa Rosa de Viterbo el 18 de julio de 1951, misma casa en que emitió los votos del bienio el 31 de julio de 1953 en la fiesta de San Ignacio de Loyola. Allí hizo también el Juniorado durante los dos años subsiguientes, antes de trasladarse a Bogotá para adelantar los estudios de Filosofía en
el Colegio Máximo, los años 1955 a 1957. A finales de este año fue enviado al Noviciado de Los Gatos en la Provincia de California, para perfeccionar su inglés, pues le había sido concedido su deseo de irse como misionero al Japón.
Llegó a ese país al Noviciado de Taura a finales de 1958, donde los jesuitas habían fundado, además, la “Casa de Lenguas” para la enseñanza del japonés, la cual llevaban de manera muy profesional a la altura de las mejores escuelas de lengua del mundo. Ese año, Javier lo dedicó entonces al estudio sacrificado del idioma, con excelentes resultados, como lo señalará él mismo en enero de 1959: “En los exámenes [finales] me fue sumamente bien y quedé muy satisfecho. El japonés va saliendo poco a poco; ya podemos hablar con ‘cierta’ fluidez, aunque todavía con errores y sin ninguna elegancia. Esta lengua es completamente distinta de todo lo que se pueda imaginar. Los kanjis o caracteres son fáciles de aprender uno a uno, pero se vuelve un lío cuando llegan a los 3000. El P. Arrupe da un término de siete años hasta llegar a hablar la lengua con soltura, corrección y elegancia.” Al terminar el curso de lengua, su deseo era salir del ambiente de las casas de formación para entrar en contacto más directo con la gente y la cultura locales; sin embargo, la notoriedad que alcanzó con el japonés le valió para que lo destinaran a iniciar su Magisterio en esa misma casa, como tutor de lengua de los neófitos jesuitas misioneros recién llegados. Corrían los inicios de la década de los 60 del siglo pasado, momento en que la Provincia Colombiana daba a luz en su seno a dos nuevas provincias jesuitas en el país, la de Oriente y la de Occidente, a la que perteneció Javier. En Tokyo, en la Universidad de Sofía, hizo los estudios de Teología y en esa misma ciudad fue ordenado sacerdote el 18 de marzo de 1964. Sería enviado al año siguiente a los Estados Unidos para la Tercera Probación; después fue destinado a realizar un doctorado en Teología en la Universidad Gregoriana, fruto del cual surgió una tesis que fue expresión de su relación personal con Dios, con los jesuitas, con sus amigos laicos y, ante todo, declaración de su amor desbordado por el Cuerpo de la Compañía de Jesús: Amigos en el Señor. Unidos para la dispersión. Génesis de la comunidad en la Compañía de Jesús y su expresión en las Constituciones (publicada en la Colección Manresa). Javier emitió los últimos votos el 22 de agosto de 1972, en el Noviciado de La Ceja (Antioquia), del cual fue Maestro de novicios entre 1970 y 1973.
El servicio apostólico de Javier, después de ser Maestro de novicios, se desplegó por entero en Bogotá. Luego de plasmar algunos detalles menos conocidos del misionero en Japón, dejaremos al P. Iván Restrepo, SJ, amigo y copartícipe suyo en la promoción y estudio de los Ejercicios Espirituales, recontar el trasegar jesuítico de Javier, al tiempo que nos da algunas pinceladas de su genio. Que sirva de preámbulo lo que habitaba su corazón durante la experiencia de Magisterio en el Japón: “Espiritualmente sigo con muchos deseos de santificación, con una convicción cada vez mayor de que nuestra primera tarea – antes que la adap-
tación humana al Japón – es la adaptación divina, es decir, transformarnos de verdad en Cristo; de otra manera nuestro apostolado misionero será completamente estéril. Otra gran experiencia de estos dos años en las misiones es la convicción cada día más vívida de que toda la obra es de Dios y que a nosotros no nos toca más que orar y ser dóciles instrumentos.”
El gran “Amigo en el Señor”
Por P. Iván Restrepo, SJ
Javier sentía una fuerte atracción por los líderes de las causas humanas, sociales, políticas y religiosas. ¡Qué de extraño entonces que en su momento se hubiera encontrado atrapado por la figura de su ‘tocayo’ Francisco Javier! Y que de su mano llegara a la de Ignacio de Loyola quien a su turno lo puso frente a “Cristo nuestro Señor, rey eterno y delante de él todo el universo mundo, al cual y a cada uno en particular llama y dice…” (EE. 95). Por el sendero abierto por ese llamado se internó, en una vida intensa y tejida por un sinnúmero de amistades. ¿Cómo evocar su figura y los distintos momentos y matices de una amistad de 62 años, vivida al hilo de acontecimientos tan contrastantes como los que marcaron esas décadas, en el mundo, en Colombia, en la Iglesia y en la Compañía de Jesús?
He comenzado por su atracción por los líderes y por el especial señuelo que para él tuvo siempre la amistad, porque los dos primeros recuerdos que conservo de él se produjeron justamente en esas dos esferas. La de la amistad, pues de sus compañeros de bachillerato – entre los cuales estaba mi hermano mayor – realizaron Javier y Héctor un mosaico maravilloso que tuve en mis manos en el año 1948. Eran las hojas centrales de un sencillo cuaderno cuadriculado de aquella época. En la primera página Héctor dibujaba con mano maestra los rasgos y rasguños de cada uno de los bachilleres de ese año, y en las otras tres, con esa letra pareja y pequeña que siempre tuvo, Javier describía en género picaresco las particularidades de su comportamiento. Y la esfera del liderazgo, pues tres años después, siendo ya estudiante de medicina en la Javeriana, le encomendaron ir al Colegio San Ignacio a arengar a los que estábamos en el último año de bachillerato, para que nos adhiriéramos al partido político renovador que estaba surgiendo entre algunos universitarios inquietos, en aquellos años 50, calmados en la superficie, pero llenos de preguntas. Nuestro siguiente encuentro fue en Santa Rosa de Viterbo cuando, como devoto novicio que terminaba su segundo año, recibió del Maestro el encargo de introducirme a las costumbres de aquella vida reglamentada hasta en sus mínimos detalles.
Convivimos luego por un año en Bogotá. Hacía él su tercer año de Filosofía y yo el primero. Se estaba entonces preparando para su viaje al Japón, con todo el fragor de sus ideales misioneros. Allí se separaron los caminos hasta que, diez años más tarde, en Roma, volvimos a encontrarnos mientras él terminaba su conocido trabajo sobre ese primer grupo formado por Ignacio y sus “amigos en el Señor”. Ese título de su tesis
fue ganando adeptos, no sin fuertes contradictores, hasta que, gracias al uso que hicieron el P. Arrupe y el P. Kolvenbach, adquirió carta de ciudadanía en la Compañía. Pero ponerlo en práctica en aquellos años setentas que marcaban el inicio de un tercer momento histórico para la Compañía, no fue sencillo. A lo largo de esa década se fue agrandando la úlcera que en el 80 lo puso al borde de su primera muerte durante cuatro meses en la clínica Palermo, siendo párroco de Villa Javier. Dice su hermano Héctor que Javier regresó del Japón transformado en muchos aspectos, esencialmente en la manera de afrontar las contrariedades de la vida. Y falta que hacía en aquellas circunstancias.
Javier volverá a convivir con los Jóvenes jesuitas en dos momentos posteriores, primero con los estudiantes de filosofía y luego como espiritual en el teologado internacional, todo esto entretejido con diversos períodos en el Centro Ignaciano de Reflexión y Ejercicios (CIRE), de cuya conformación fue pieza capital, al que dirigió por un tiempo prolongado y en el cual trabajó hasta su fallecimiento.
Yo me convenzo de que Javier, cuando llegó a nuestra Comunidad Pedro Fabro, tenía en su presupuesto vivir en ella por un corto tiempo. Él no daba señales de enfermedad, pues nunca consultaba un médico ni usaba medicina alguna, pero creo que su organismo estaba ya minado, solo que él no se daba por notificado. No fue esa su virtud característica. Así lo deduzco del régimen de vida que adoptó. Hubiera podido tomarlo con más calma, pero no era su ritmo de vida. Se levantaba a las 4 de la mañana y se acostaba a las 11 en la noche. Todo ese tiempo lo empleaba en su cuarto para la oración, la lectura siempre cuidadosamente seleccionada, la comunicación electrónica en la que llegó a ser experto y la organización impecable de sus notas. Y continuó estando siempre presente ese otro ámbito de su vida que nunca abandonó, mantenerse al día con sus amistades. No faltaba un cumpleaños, un e-mail, un detalle y estaba siempre disponible para los requerimientos religiosos de familiares y amigos (bautismos, bodas, exequias, aniversarios…).
Javier fue siempre el hombre de la actualidad vivida intensamente y con una información selecta. Vivir con él significaba, como para Darío Arizmendi los “secretos de D’arcy Quinn”, estar al tanto de los “secretos de Javier”, que iba dejando caer picarescamente en los almuerzos. Echaremos profundamente de menos su amistad y su liderazgo en esta Comunidad que tenía en su presupuesto contar con él por otros años. Pero por dura que haya sido, su muerte se conforma con el ritmo de su vida. Era difícil pensar en Javier en un cuarto de enfermería. Echaremos en falta al incansable buscador, en la fe y en este particular camino hacia el Señor que es la Compañía, al hombre capaz de organizar en un minuto un discurso totalmente coherente sobre sus temas preferidos, al incomparable compañero de camino, al sagaz observador de la actualidad y al picaresco develador de las miserias de la vida cotidiana.
Referencia: Noticias de Provincia, N° 8, agosto 2015, pg. 9-12.