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A Raúl Alberto Stalteri in memoriam
Variaciones so
N
os debíamos encontrar en el bar que está en la plaza Malvinas. En el viejo Casino de Oficiales convertido en un Centro Cultural con un enorme bar sectorizado, sitios para almorzar o cenar y otro más calmo para tomar una gaseosa o un café y charlar o conectarse a internet para trabajar o hacer radio como nosotros. Stalteri es imponente. Tiene facciones muy lindas, rosada su piel, blanco y larguísimo su fino pelo de rulos muy largos. Enfundado en un traje negro y camisa blanca, la kipá en su cabeza, los tefilín en sus brazos y una tzitzit grana en su abdomen. Distraídamente me comentó sobre el Rabbí Löw y lo que le aconteció en un sueño. Por entonces leía con pasión la obra cabalística Sefer Yetzira (El Libro de la Creación). No le presté atención. Stalteri algo temía, presumo, y algo tramaba. Por lo demás, era un judío orgulloso de su ética y de los misteriosos ritos más los permanentes dichos en hebreo que intercalaba en nuestras charlas sin saber nunca qué había querido decir pero que me recordaban siempre el orgullo de su raza y de su historia. Nos reuníamos los martes o miércoles ya que cuando caía el sol del viernes se recluía en la Sinagoga para las ceremonias del Shabat donde solía impulsar la fiesta de los tabernáculos cuyo fin era la búsqueda de la belleza. Solía venir como una tromba entre los bultos de mesas y gente y yo alcanzaba a tomarlo de su brazo y lo conducía más calmo por sitios donde la sintonía de ambulación requería de precisión. Su voz era diáfana, fluía como el agua de montaña y vibraba con una energía que parecía sostenerse como una música nocturna. Por lo demás siempre estaba alegre. Ni bien nos ubicábamos, no importaba la hora, esperaba que encargara unas cervezas mientras yo tomaba un café doble. Ese día hablamos de Baruch de Spinoza y de su suerte aciaga. Diego Tatián era el autor que revisábamos, del que yo hablaba siguiendo los párrafos que había marcado y Stalteri hacía sus aportes, y los silencios donde luego editaría los archivos intercalando la música preestablecida. Nuestra cortina era el tema principal de la película Il Postino de Bacalov. Baruch había sido maldecido en vida por oponerse a la liturgia ortodoxa local, a los cuestionamientos que volcó en su Tratado Teológico Político y como consecuencia de lo cual se vio obligado a partir a La Haya y vivir de su trabajo de óptico. La gente le pasaba los encargos por debajo de la puerta ya que les estaba prohibido acercársele y mucho menos hablarle. Murió joven y con los pulmones entumecidos de tanto polvo de cristales. Stalteri, como Baruch había pasado por crisis de subsistencia. En los momentos de soledad y
menguas económicas, que bombardeaban su modesta forma de vivir debió pasar por católico apostólico y romano para poder vivir. Muy a su pesar, de joven, se vio compelido a recitar el Padre Nuestro y oficiar de monaguillo en el Colegio Sagrado Corazón de Jesús, donde dictaba sus clases de filosofía. Debió recortar su barba y vestir de jeans y saco y corbata para convertirse en cristiano. Un día analizamos en la radio el cuento “La muerte y la brújula” donde el detective Erik Lönnrot y el Comisario Treviranus deben resolver la muerte de un personaje llamado Yarmolinsky. La clave del relato es un detalle. Un libro escrito por un tendero titulado La Historia de la secta de los Hasidim. Scharlach, el asesino del cuento, teje una trama, una suerte de laberinto que hace que Lönnrot siga las pistas hasta descifrar el enigma y comprobar que él será la cuarta víctima de manera inevitable. Luego leímos el poema “El Golem” y Stalteri aportaba diciendo que era una figura mítica en la historia de su gente. Una suerte de superhombre que cuidaba de la judería. Me explicaba y explicaba a la audiencia, como estudioso de la Cábala, que a través de la letra, de unos signos o símbolos encadenados se podría dar vida a un remedo de hombre creado con barro o trapos, ya que se trataba de hallar la palabra de Dios que otorga vida. Se interesó tanto, que todo el programa se basó en ese tópico. El productor nos hacía seña y nos mostraba un cartel que daba cuenta que la audiencia subía de manera increíble con lo cual el tema no se agotó nunca. Los programas sobre la Cábala siguieron, fueron muchos y muy didácticos (tal la condición de profesor de Stalteri) y un día, en medio de su locuacidad desbordada, pareció dictar sin querer las letras secretas, aquellas que muy pocos habían resuelto y responsablemente negaban. Como un descuido, sin énfasis, en medio de una andanada de explicaciones e hipérboles Stalteri reveló el misterio de la vida. Caí en la cuenta que tal vez yo exageraba y que no habría peligro alguno pero que ya era tiempo de cambiar de tema. Sin embargo Stalteri